-Después del banco me voy a pescar con los muchachos – le dijo Mario César Fendrich a su mujer la mañana del viernes 23 de septiembre de 1994.
Es imposible saber hoy -porque ya está muerto- si el hombre, de 63 años prolijos y rutinarios, tesorero de la sucursal del Banco Nación de Santa Fe, había leído alguna vez Wakefield, el singular cuento de Nathaniel Hawthorne, cuyo protagonista también se despidió un día de su esposa y durante dos décadas no se supo más de él. En ese tiempo nadie, tampoco, lo había buscado.
En el relato, durante los siguientes veinte años, Wakefield llevó una existencia oscura y rutinaria hasta que un día decidió volver como si nada hubiese pasado.
Fendrich, en cambio, desapareció apenas 109 días, durante los cuales fue el hombre más buscado de la Argentina, con orden de captura internacional, por ser el autor del mayor robo individual e incruento de la historia. Tanto que aún hoy figura en el Libro Guinness de los récords.
Porque ese viernes, después de trabajar como siempre en el banco, el opaco tesorero no fue a pescar sino que partió a bordo de su Fiat Duna Weekend con rumbo desconocido. Con él se esfumó también una suma sideral del tesoro.
Hombre prolijo a la hora de llevar los números –su rutina de décadas– antes de partir le dejó dentro del tesoro una notita a su jefe, Juan José Sagardía:
“Gallego, me llevé tres millones de pesos del tesoro y 187 mil dólares de la caja”, decía.
El arqueo realizado días después, cuando recién se pudo abrir el tesoro, demostró que como siempre los números de Fendrich eran exactos.
Un robo impecable
El viernes 23 de septiembre, el tesorero Sagardía no estaba en el banco porque lo habían enviado a participar de un curso de capacitación. El lunes 26, cuando llegó al antiguo edificio de la esquina de San Martín y Tucumán de la capital santafesina se encontró con dos sorpresas: su compañero y amigo Fendrich –siempre puntua – no apareció a la hora habitual y algo pasaba con el tesoro, porque no lo podía abrir.
Sagardía pensó que Fendrich había cometido un error al programar la apertura de la puerta de la bóveda. Raro en él, siempre tan cuidadoso, pero que podía suceder. Como el subtesorero seguía sin llegar, decidió llamar a su casa. La respuesta de la esposa de Fendrich lo preocupó aún más:
-Estoy por hacer la denuncia porque todavía no volvió de pescar – le dijo la mujer.
Fue un lunes frustrante y agitado en la sucursal Santa Fe del Banco Nación y con el correr de las horas también en la casa central de Buenos Aires: nadie podía abrir la puerta de la bóveda y no había noticias de Fendrich.
Recién el martes se develó el misterio. Cuando finalmente pudieron acceder al tesoro descubrieron que alguien -que no podía ser otro que el subtesorero– había desconectado las alarmas y programado el reloj trigonométrico de la puerta de la bóveda para que se volviera a abrir recién cuatro días después.
También descubrieron que faltaba plata, mucha plata.
La nota de Fendrich decía cuánto se había llevado y el arqueo lo corroboró: faltaban 3.200.000 pesos (dólares por la cotización 1 a 1), casi todos en billetes de 100, a los que se sumaban otros 187.000 en billetes verdes.
Tal vez porque consideró que eso era suficiente o, quizás, porque le hacían demasiado bulto, el subtesorero había dejado dos sacas que contenían otros dos millones de pesos.
Hace unos años, en una nota en Infobae, el colega Rodolfo Palacios calculó que con el sueldo de 1.200 pesos que cobraba Fendrich tendría que haber trabajado 222 años para ganar ese dinero con el que se había esfumado.
109 días de especulaciones
Durante 109 días no se supo nada de Mario César Fendrich, que pronto se convirtió en un personaje famoso envuelto en un halo de misterio. Su foto estaba en las páginas de los diarios y en las pantallas de televisión, mientras las especulaciones sobre su paradero crecían como hongos.
Se decía que había escapado a Europa con un pasaporte falso, que estaba escondido en algún lugar de Paraguay, que se lo había visto en una playa brasileña acompañado por una mujer mucho más joven que él, que se había sometido a una cirugía plástica y que andaba tranquilamente por ahí sin que nadie pudiera reconocerlo.
Había quienes creían que no podía haber actuado solo, que tenía cómplices, que quizás esos cómplices le habían mejicaneado la guita, que quizás estaba muerto, que quizás…
La policía lo buscaba por todo el país y la Justicia había librado una orden de captura internacional, pero Fendrich no había dejado rastros.
Y todo seguía así cuando el 9 de enero de 1995, Mario César Fendrich se presentó por sus propios medios ante la Justicia de Santa Fe.
Ya no era el gris empleado bancario –prolijo y meticuloso– que pareció haberse esfumado de la tierra 109 días antes. Estaba bronceado, usaba barba, se lo veía un poco más gordo y vestía con naturalidad una camisa sport y sandalias franciscanas. Se veía que no la había pasado mal.
Nunca dijo dónde había estado, ni tampoco qué había hecho con la plata.
La fama y el misterio
“Robar un banco es un delito, pero es más delito crearlo” es una frase que se le atribuye al poeta y dramaturgo Bertolt Brecht. Quizás por eso, los ladrones de bancos –cuando se trata de robos incruentos y planeados con ingenio– suelen caer simpáticos a mucha gente.
La opinión pública estaba dividida. Una encuesta de la época, publicada por Página/12, mostraba que un 20% de los entrevistados lo consideraban un personaje “simpático”. En otra, de la revista Noticias, el 32.5% lo calificaba de “ídolo”, contra un 56% que lo consideraba un ladrón.
Ladrón era, pero un ladrón con mejor imagen que la mayoría de los dirigentes políticos de ese momento.
-No me siento símbolo de nada – contestó cuando se lo dijeron.
Además, el hombre sabía mantener el misterio. No soltaba prenda sobre lo que había hecho ni dónde se había escondido, aunque era evidente, por el bronceado, que no se había ocultado del sol.
-Era un trabajo poco grato. La rutina a uno lo absorbe, lo atrapa y lo lleva. Nunca debí haber trabajado en un banco. Ahora soy más libre – explicó una vez.
Juicio y condena
Mario César Fendrich fue juzgado dos años después del robo. Ante el Tribunal Oral Federal de Santa Fe ensayó una defensa que resultó muy poco creíble: dijo que lo habían secuestrado y que los delincuentes se habían llevado todo el dinero.
Fue una de las muchas versiones que dio. Quizás la más insólita fue que, una vez cometido el robo, se fue en el auto rumbo a Rosario y que durante el viaje hizo paradas para ir entregando el dinero a personas que le habían indicado.
Mientras tanto, las especulaciones no se detenían: se decía que había comprado campos a nombre de testaferros, que se había gastado todo el dinero en un casino paraguayo, que casi todo lo robado se le había ido pagando para que lo escondieran, que…
La Justicia estuvo a punto de desenterrar las tumbas del cementerio privado de un amigo de Fendrich, Rogelio Picazo, para comprobar si el dinero estaba enterrado en una falsa tumba.
En el juicio oral declararon 33 testigos. Sus amigos y ex compañeros seguían sorprendidos por el mal paso del subtesorero. “Es un pingazo. Cuando íbamos a pescar, no quería que habláramos de política y de trabajo”, declaró uno de ellos.
Las autoridades del Banco Nación pidieron una dura condena, para que sirviera de ejemplo y a nadie se le ocurriera imitarlo. Lo mismo exigía el tesorero Sagardía, que había perdido el empleo “por negligente” debido al robo.
“Mario era honesto, pero se convirtió en delincuente con todas las letras. Hizo lo peor que una persona puede hacer: manchó su apellido para siempre”, dijo el hombre, que después escribió un libro para dar su versión, El robo nacional.
El 12 de noviembre de 1996 – hace exactamente 25 años – el tribunal condenó a Mario César Fendrich a ocho años, dos meses y 15 días de prisión por el delito de peculado y lo inhabilitó de por vida para ejercer cargos públicos.
Y después…
El subtesorero infiel cumplió cuatro años, nueve meses y 20 días de prisión en la cárcel de Las Flores, en la Provincia de Santa Fe. Los informes penitenciarios dicen que tuvo una conducta ejemplar, lo que favoreció que le otorgaran la libertad condicional.
Cuando salió, dijo:
-Adentro hay más códigos que afuera.
Entre las condiciones que la Justicia le impuso para liberarlo, además de tener un domicilio fijo, trabajar y no tomar alcohol, hubo una que sonaba risible. Le ordenaba que, si sabía dónde estaba el dinero tenía que presentarse para devolverlo.
Una vez en libertad, Fendrich tuvo varias ocupaciones. Primero montó una pequeña fábrica de placas de yeso para cielorrasos y de fibra de vidrio para lanchas, después tuvo un bazar y finalmente una casa de loterías y quiniela.
En sus ratos libres iba a pescar, pero de verdad.
Años después dio otra versión del robo: que lo había planeado con unos amigos en una charla de café y que después lo habían estafado.
También le dijo a su ex abogado, Antonio Ciarro, de quien terminó siendo amigo:
-Ni muerto vuelvo a hacer lo que hice. Sufrí mucho e hice mucho mal a mi familia.
Mario César Fendrich murió a los 77 años, mientras estaba de vacaciones con unos amigos en La Habana, Cuba, en diciembre de 2018, luego de sufrir un accidente cerebro-vascular.
Por eso es imposible hoy preguntarle si alguna vez leyó Wakefield, el relato de Hawthorne, donde luego de contar la historia del hombre que se va sin avisar, el autor deja una reflexión final:
“En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield, se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo”.
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