“Recuerdo que estaba en primer año en el ENET 24 de Villa del Parque. Un profesor de contabilidad le pidió a una compañera que pase al frente. Tenía la pollera muy cortita y cuando levantó el brazo para escribir en el pizarrón se le vio todo. Nos empezamos a reír, ella se sonrojó y fue peor: comenzamos a cantar ‘se puso colorada…’. El profesor me miró y me dijo ‘usted, señorita Balbuena, no se puede poner colorada’. Fue un acto de racismo. Le contesté: ‘No, profesor, y usted está demasiado verde’. ¿Sabés qué pasó? Me echaron… Siempre, desde chica, sufrí discriminación. Y no me movía en un ambiente afro por esos años, excepto en mi casa. Fue difícil hasta tener novio. No querían ser ‘el novio de la negra’…”
Silvia Noemí Balbuena nació el 3 de julio de 1959 en Floresta. Tiene 62 años, es porteña, hija de Jorge Hugo Balbuena y Avelina Isabel Soto, hermana de Leandro Martin, Daniel Hugo, y Lucio Omar, mamá de una hija que le dio 4 nietos y sexta generación de afros argentinos. Es higienista dental, “hago profilaxis odontológica en niños”, y trabajó 20 años en el Policlínico Bancario, enumera. Se casó y se separó hace poco, “después de 35 años. Fue muy duro.... Me di cuenta que él también me discriminó. Yo no iba a las reuniones del banco, sus compañeros casi ni me conocían… Cuando nació mi hija, a nosotras nos miraban como diciendo ‘a ver esos engendros’. La gente diferente asusta y llama la atención”.
Bailó, ayer domingo 7 de noviembre, junto a sus compañeras de La Familia, una agrupación de candombe afro porteño, en La Manzana de las Luces. “Nos llamamos La Familia porque todos los afroargentinos nos sentimos parientes”, cuenta. Hubo celebración por anticipado. El 8 de noviembre fue declarado Día Nacional de las Personas Afroargentinas y de la Cultura Afro. Se instituyó en honor a María Remedios del Valle, una brava combatiente de la guerra de la Independencia, que luchó en el Ejército del Norte, perdió a su marido y sus dos hijos en combate, fue torturada por los españoles y nombrada Capitana por el general Manuel Belgrano. No obstante, en 1927 mendigaba en la puerta de la Catedral Metropolitana cuando el general Viamonte la reconoció. Le dieron una magra pensión y ese fue todo el reconocimiento que recibió en vida.
Silvia Balbuena, que baila en su honor, luce su pelo enrulado peinado hacia arriba, algo que recién comenzó a usar “a los 50 años. Antes me daba vergüenza. Como te dije, empecé a militar mi africanidad de grande. El afro argentino suele ver, oír y callar. Trata de pasar desapercibido, ser el negrito bueno, que no trae problemas. Y sin embargo, todo el tiempo tengo que aguantarme que me pregunten ‘¿y vos de dónde sos?’, otro acto de racismo. Como si no pudiéramos ser argentinos. Como diciéndonos ¿ustedes que están haciendo acá?”.
La primera vez que se sintió empoderada fue cuando terminó la secundaria. “Me contrataron para una agencia de promociones. Estaba en el Bauen, el Alvear, el Sheraton. Después me casé…”. Pero eso no impidió que los insultos discriminadores se acumularan: “Si ves que en las cuestiones afro las mujeres ahora encabezamos todas las luchas, es porque siempre fuimos las más sometidas, las más juzgadas. Acá se instaló como el derecho de verme por la calle y decirme ‘cuánto cobrás’. Tenemos como un cartel que dice putas, mucamas, chorras, no podemos ser profesionales”.
Un día, cuenta, conoció un foro afro en el Inadi. “Fue en la época de (María José) Lubertino. Para nosotros fue una buena referente, nos ayudó a visibilizarnos. Hubo una movida que se llamó Argentina también es Afro. Hicimos eventos en Plaza de Mayo allá por el 2009, 2010… Los conduje yo. Hacía poquito que Alejandra Ejido, una directora de teatro, había venido de Cuba, con la creencia que acá no había negros. Me vio y me dijo que me quería para su grupo de teatro de mujeres negras. Lo hizo porque estaba cansada de que a las negras sólo nos dieran papeles de mucama. Con ella aprendí los primeros pasos en la actuación. La primera obra que hice con el grupo Todo en Sepia fue Afrolatinoamericanas de voces, susurros, gritos y silencios. Contaba el primer divorcio que se hizo en la provincia de Córdoba, donde las testigos eran negras y pardas. Hicimos una gira por Centroamérica, visibilizando la afrodescendencia argentina. La gente me preguntaba ¿pero usted es argentina? Y si, soy sexta generación. Empecé a militar, a empoderarme, me encantó encontrarme con mis iguales, porque no los conocía. Recién hace 12 años que me sumergí en todo el movimiento afro”.
Tampoco las cosas fueron sencillas para Paulina Díaz, parte del festejo. Ella nació hace 78 años en La Boca, se crió en Dock Sud y es descendiente de caboverdeanos. Relata, entre otras situaciones, una de violencia. “Yo trabajaba en el hotel Savoy, en los bailes. Cerca de ahí había un boliche llamado El Chicharrón, adonde iban los de una inmigración más reciente, los dominicanos. Ya volvía a casa y esperaba el colectivo en Mitre y Callao. Unas chicas le preguntaron a un señor dónde quedaba ese lugar. Les contestó mal y me metí, les dije dónde era. Este hombre me empezó a insultar: ‘Negra de acá, negra de allá’. Me empezó a correr y a pegar en la espalda. Volví al Savoy, le conté a mis compañeros y lo fueron a buscar con la policía… y cuando lo vi me empezó a insultar otra vez”.
Pero si ese fue un extremo de violencia, al racismo más solapado lo palpó desde joven. Paulina se casó “a los 33 años con un ruso alemán, Reinaldo Weigandt, a quien conocí en un baile en Quilmes y es el papá de mis hijos Luciana (41) e Iván (37)”. Hoy está separada, pero recuerda la noche que salió a bailar al club Ducilo, en Quilmes, con quien su marido, una prima también de la comunidad caboverdeana y otro muchacho. “Fuimos a sacar la entrada y nos pararon en la escalera. Nos dijeron que estaba completo, que no entraba nadie más. Mi esposo iba siempre ahí. Cuando salimos me dijo ‘qué raro que esté lleno’ y le respondí ‘¿no te diste cuenta?, fue por nosotras’. El chico que estaba con nosotros subió después y entró como si nada”.
Entre ambas, sin embargo, hay una diferencia, que los afroargentinos conocen y quienes llevan más tiempo en la Argentina se encargan de remarcar. Mientras los Balbuena descienden de africanos que llegaron esclavizados a nuestro país en la época de la colonia, los Díaz llegaron por las sucesivas oleadas de inmigrantes que arribaron desde Cabo Verde. Es decir, para los primeros, los “recién llegados” no fueron obligados a venir.
Paulina reconoce esa diferencia, pero hace una aclaración: “Ellos dicen que son hijos de esclavizados porque vinieron forzados, y es cierto. Pero la nuestra, la de mí colectividad, también fue una inmigración forzada. Cuando los portugueses llegaron a Cabo Verde estaba deshabitado. Y llevaron esclavos para, desde allá, enviarlos a Sudamérica. Era un punto estratégico. Pero a los que pensaban que no iban a llegar, los dejaban ahí tirados, librados a su suerte. Los descendientes de esos somos nosotros. Algunos tienen un concepto errado, como que vinimos de turismo, porque quisimos. Ya se que no vinimos encadenados, pero descendemos de los que llegaron ahí en barcos de esclavos”.
En el caso de Paulina, la precisión acerca del arribo familiar es casi exacta. “El primer integrante de mi familia que llegó a la Argentina fue mi tío abuelo, a finales del 1800. Venían por las distintas hambrunas que se producían en Cabo Verde por las sequías. Las olas de inmigrantes, o de polizones, eran por eso. En la isla donde vivían mis padres pasaron de 24 mil habitantes a 13 mil una vez. De 1900 a 1950 hubo siete hambrunas: murieron 300 mil. Y Portugal los dejaba librados a su suerte. Ahora la población de Cabo Verde es de 500 mil. Pasaron cosas muy dolorosas”, cuenta.
“Mi papá, Marcelino José Díaz, vino con mi tío en 1921. En su origen el apellido es Dias, con ese, pero aunque mi tío discutió, lo anotaron mal, con zeta. Los llevaron al Hotel de los Inmigrantes. Ahí los dejaban en cuarentena para ver si estaban enfermos, no por otra cosa. Otro mito sobre la llegada es que les encontraban trabajo. No. Salieron por la tarde, sin conocer el idioma y durmieron en una plaza. Un paisano que daba una vuelta para ver si caían caboverdeanos los vio… Él trabajó, después, como embarcado de YPF. Los caboverdeanos trabajaron casi siempre en los barcos. Mi mamá, Juana Bautista Ferreyra, cuando llegó trabajó en la casa de Alberto Barceló, el caudillo de Avellaneda. Entró como mucama. Tenía 15 años, venía de unas islas donde casi no había automóviles ni radio. Vino a lo desconocido. Los Barceló la quisieron adoptar, pero no sucedió. Mi papá y mi mamá se casaron en 1931, y ellos les regalaron un juego de cubiertos de plata”.
En un principio, los caboverdeanos se asentaron en La Boca. Allí nació la Sociedad que los agrupa y funciona hasta hoy, con una sede en Dock Sud y otra en Ensenada. En nuestro país fueron muy activos en difundir las ideas independentistas de Cabo Verde, lo que se concretó en 1973. El origen portugués hizo que durante mucho tiempo, esa comunidad estuviera disociada de las demás de origen africano. “A los caboverdeanos, los portugueses les hicieron creer que eran especiales, superiores. De apoco se va asumiendo la africanidad. Pero algunos no. A mi me decían ‘vos no tenés que decir que somos africanos, porque somos portugueses’. Por eso no se sabe cuántos caboverdeanos entraron al país, porque muchos entraron como portugueses. Hace unos años se nos contó, dijeron que éramos unos 10 mil, pero creo que hay muchos más”.
Rastrear el árbol genealógico de la familia Balbuena, en cambio, no es sencillo. Explica Silvia: “Cuesta muchísimo armarlo. Nos agarraron, nos llevaron a cualquier lugar, nos violaron, tuvimos hijos de Juan, de Pedro, de quien sea, nos daban latigazos… Hay algo que se llamaba ‘rutas negreras’. Se supone que los que veníamos a Sudamérica éramos del Congo o de Angola, los pueblos más costeros. Se que mi familia es una de las más viejas de las afroargentinas. Los Balbuena, los Soto, los Posadas, los Obella, son las familias más antiguas. Había músicos, un primo mío fue un famoso jugador de Independiente… Pero además, qué pasa: yo no soy pura. Así como me ves negra, tengo blancos adentro. Mi color es como un chocolate con leche. Y fijate los senegaleses que llegaron ahora… parezco rubia al lado de ellos (ríe). Esa es mi raza en su origen: como el senegalés, el que viene directo de África. Yo conocía a los negros de mi familia, íbamos a la Casa Suiza en Rodriguez Peña y Sarmiento, donde se hacían los carnavales… Pero cuando vi a los chicos de Senegal, me quedé atónita por el color que tenían… Dije, ‘la puta que son negros’”.
Esa palabra, “negro” o “negra”, no es ofensiva para Silvia, que traza una diferencia con el “nigger” que, en los Estados Unidos, sí se utiliza como un insulto. “Ahora la palabra que se usa es afro, afrodescendiente… Pero a mi no me molesta que me digan negra. Acá se usa distinto que el nigger norteamericano. Le pasó al pobre (Edinson) Cavani, el jugador de fútbol, en Inglaterra. En el río de la Plata, ‘negro’ o ‘negrito’ es cariñoso. El problema, como siempre, es el adjetivo calificativo que puede venir con esa palabra y la intención. A mi, si un conocido me dice ‘negra’ está todo bien. Claro, si no me conocés, no te lo permito, es una confianza que no te di. Yo estoy orgullosa de lo que soy, de ser negra. Y me siento más argentina que africana. Ponen el himno y me emociono. ¡Argentina hasta la muerte! Pero reconozco que hay mucho racismo…”
Lo mismo sucede con la apropiación cultural de ciertas costumbres, como el uso de trencitas en el pelo, algo que le sucedió, por ejemplo, a Lali Espósito y a Ángela Torres. Silvia es concluyente: “No me parece importante. Las trenzas son un peinado. Sí me importa que se sepa el significado y la historia que tienen. Para la raza negra las trenzas eran caminos de libertad. En las trenzas, las esclavas que escapaban guardaban semillas para no morirse de hambre. Se metían granos de girasol para plantar o comer, por ejemplo. Por eso el negro se enoja. Además, ¿viste que tienen diferentes formas? Las esclavas las usaban para marcar los recorridos, porque ellas no podían leer ni escribir. Yo soy negra y sé que quedan bien, son vistosas. Además, usamos trenzas porque nuestro pelo es muy voluminoso. Con ellas le bajamos el peso”.
Otro misterio de la comunidad afroargentina es su número. En el Censo del Bicentenario de 2010, hubo alrededor de 150 mil personas que se reconocieron afrodescendientes. Según la propia comunidad, un millón y medio de argentinos tendrían origen afro. Dice al respecto Daniel Schavelzon en su libro Buenos Aires negra: “Cuando Sarmiento inició su libro Conflictos y armonías de las razas en América en 1883 la población afro desaparecía ante sus ojos de buen observador: ‘Un día echais la vista en torno vuestro y no ves negros esclavos, extinguidos en no menos de medio siglo en toda la América española’.... ¿Qué había pasado? Era una exacta verdad lo que Sarmiento decía: ya no había afros en la ciudad, o al menos eran tan pocos que pasaban inadvertidos; no podemos decir que no existían sino que no se los veía…. Cuando se levantó el censo de población de 1895 sus directores escribieron que ‘no tardará en quedar la población unificada por completo formando una nueva y hermosa raza blanca’”. Este texto, que hoy nos horroriza, resume lo que se dio en llamar “blanqueamiento”. No fueron la guerra contra el Paraguay, ni la epidemia de fiebre amarilla las principales causas de la invisibilización de los afroargentinos, sino el mestizaje provocado por la llegada de 6.6 millones de europeos a nuestro país a finales del siglo XIX. Explica Schavelzon: “En la documentación se hacían presentes algunos hechos muy interesantes que se entrecruzaban entre sí: la muy baja natalidad de la población afro y la también baja tasa de casamientos junto a la altísima cantidad de muertes infantiles… La gran inmigración europea transformó a la comunidad afro en realmente minoritaria”.
Para Paulina, “acá, desde el siglo XIX, quisieron exterminar a los negros, que la población fuera aria. Incluso los caboverdeanos que entraron al país lo hicieron como portugueses, porque no estaba abierta la inmigración para los africanos. Sí para los europeos. Yo nací acá, mi hermana también. Pero en el documento, que antes llevaba el color de cutis que tenías, no te ponían que eras de piel negra. A mi me pusieron trigueña, por ejemplo. Y a muchos, como a ella, directamente les ponían que eran blancos…”.
Silvia -que participa de la Comisión 8N, donde confluyen todas las agrupaciones afrodescendientes, que son 34- piensa parecido: “Que el negro desapareciera fue una decisión de Estado. Bernardino Rivadavia, nuestro primer presidente, fue negro. Y nadie está enterado, porque lo pintan cada vez más blanco”. Ni siquiera el presidente Alberto Fernández queda fuera de los olvidos. Cuando dijo que los brasileños descendían de la selva y los argentinos de los barcos europeos, la comunidad afroargentina se ofendió y le envió una carta, cuenta Silvia. “Nosotros fuimos colonizados por los españoles. Mataron a los indígenas, a los negros que lucharon por la patria, y él dice que descendemos de esa clase de asesinos, porque una colonización no es una joda: mataron, violaron, amordazaron, robaron. Todo eso hicieron tanto el español como el portugués”.
SEGUIR LEYENDO: