Fue con la última división que María Remedios del Valle salió de Buenos Aires al Alto Perú el sábado 7 de julio de 1810. Esa fuerza de 1500 hombres, seis cañones y dos obuses estaba al mando de Francisco Ortiz de Ocampo, comandante del cuerpo de Arribeños, ascendido a coronel por la Primera Junta. La mujer acompañaba a su marido y a dos de sus hijos, uno de ellos adoptado.
No importa todo lo que hizo. Fue una olvidada de la historia.
Había nacido en Buenos Aires por 1766 o 1767 y se la recuerda por su desempeño, durante la segunda invasión inglesa, asistiendo a los soldados del Batallón de Voluntarios Urbanos de los Cuatro Reinos de Andalucía, al mando del comandante José Merelo.
En el norte estuvo en la División del capitán Bernardo de Anzoátegui, en la sexta compañía de Artillería Volante. María se ocupaba de atender las heridas de los soldados, suboficiales y oficiales, de lavarles y arreglarles sus ropas.
Su primera paga de 20 nacionales los recibió cuando estuvo a las órdenes del septuagenario coronel José Bonifacio Bolaños. Estuvo también en la derrota de Huaqui, el 20 de junio de 1811, y luego bajó a Jujuy.
Participó del Exodo Jujeño y Manuel Belgrano rechazó sus servicios de atender a los heridos cuando la batalla de Tucumán era inminente. Sin embargo, ella primero se coló en la retaguardia del ejército hasta que alcanzó la primera línea. Belgrano se sorprendió y admiró del coraje de esta mujer y la nombró capitana del ejército.
Le tocó estar en Vilcapugio y en Ayohuma. En esta última acción, se ocupó junto a otras mujeres, entre ellas Blanca y Lucía -que la historia rescataría como las “Niñas de Ayohuma- a llevarles agua a los soldados, arriesgando su vida. En el fragor del combate, el sargento Gómez pidió un alto el fuego cuando vio a las mujeres arriesgar la vida, con los cántaros por arriba de sus cabezas. “¡Guay del que las toque!”, amenazó Gómez.
Pero en la arremetida de la caballería enemiga, un soldado español atropelló a María Remedios, que rodó bajo las patas del animal; Lucía logró escapar y Blanca quedó en el campo de batalla como petrificada.
Fue uno de los 500 prisioneros que los realistas tomaron. En su cautiverio, se preocupó en asistir a los soldados con los que compartía el cautiverio. Fue torturada luego de que ayudase a escapar a soldados patriotas. Fue azotada durante nueve días y siete veces estuvo a punto de ser fusilada.
Ella misma logró fugarse y estuvo en las filas de Martín Miguel de Güemes y de Juan Antonio Alvarez de Arenales.
Su rastro, entonces, se le perdió, o mejor dicho, cayó en el olvido.
Hasta que por 1827 Juan José Viamonte, caminando por la Plaza de la Victoria, vio a una mujer de color, pobremente vestida, que le extendió su mano pidiendo limosna. No tardó en reconocerla y en lamentar su error: días atrás sus criados le habían dicho que una mujer negra había pedido por él y no la había atendido.
Viamonte, por entonces diputado, denunció la situación de la mujer, que vivía en un rancho en la zona de las quintas, en las afueras de la ciudad. Fue Manuel Leoncio Rico, quien la conocía desde que el militar se había incorporado al Ejército del Norte en 1815, que hizo su defensa ante la Sala de Representantes. Solicitó una compensación monetaria que, contando las actualizaciones desde la disolución del Ejército del Norte, ascendía a seis mil pesos.
El 24 de marzo de 1827 el ministro de Guerra envió su expediente a la Sala de Representantes, para que resolviese el caso. Los diputados escucharon testimonios demoledores de Viamonte, Gregorio Aráoz de La Madrid, Tomás de Anchorena y de Hipólito Videla, quienes la habían conocido y daban fe de lo que había hecho. El propio Videla había estado prisionero junto a ella.
Había sido herida en seis oportunidades y mostraba las cicatrices de los azotes que había recibido de los españoles. Los diputados se enteraron que su esposo y que sus dos hijos habían muerto en combate.
Los ediles, sensibilizados, propusieron llamarla “Madre de la Patria” y votaron por unanimidad otorgarle un sueldo de capitán de infantería, el que debía percibir con un retroactivo al 15 de marzo de 1827. Los diputados acordaron que se publicase su biografía en los diarios y que se le erigiese un monumento.
La paga comenzó a recibirla salteada. Y del resto, ni noticias.
Cuando Juan Manuel de Rosas inició su segundo mandato, la efectivizó con el grado de sargento mayor y se aseguró que cobrase puntualmente sus sueldos. María, en agradecimiento, permiso mediante, adoptó desde entonces el apellido Rosas.
No importó que fuera la Madre de la Patria. De su fallecimiento sobrevivió el registro del ejército, fechado el 8 de noviembre de 1847: “Baja. El mayor de Caballería Doña Remedios Rosas falleció”.
En su homenaje, desde 2013 el 8 de noviembre es el Día del Afroargentino y de la cultura afro. Una reivindicación tardía de quien dio todo por el país y terminó pidiendo limosna en la calle.
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