Entre noviembre de 1921 y enero de 1922, el coronel Varela, a cargo del Regimiento 10ª y 2º de Caballería, ordenó la ejecución de los peones rebeldes de la Patagonia (ver primera parte de esta crónica). Antes de fusilarlos, por tandas, les hizo cavar sus fosas. Otros, en cambio, fueron degollados, atados con alambre o quemados con gasolina.
El coronel Varela y sus capitanes Viñas Ibarra, Anaya y Campos, más un cuerpo de la Gendarmería y la tropa de soldados conscriptos clase 1900, se trasladaron en ferrocarril por distintos establecimientos para llevar a cabo la eliminación física de los huelguistas.
Las brigadas de la agrupación nacionalista y paraestatal “Liga Patriótica”, que realizaban tareas de patrullaje y de delación, les proveyeron la infraestructura logística: vehículos, combustible y alojamiento.
La expedición militar de Varela redujo a la prisión y a la muerte a aproximadamente tres mil hombres que estaban bien armados, pero que decidieron no enfrentar a las tropas del Ejército.
Los cuerpos de los huelguistas terminaron dispersos en el campo patagónico, fusilados, estaqueados, torturados, incendiados. Nadie los contó.
Se cree que los muertos fueron mil o mil quinientos. Con el concurso del Ejército, los brigadistas de la Liga Patriótica, los estancieros y la policía local acabaron con los reclamos de “los sin patria”.
El agasajo de los terratenientes al coronel Varela: misión cumplida
Antes de partir de la Patagonia, los estancieros agasajaron a Varela con un almuerzo en el Grand Hotel de Río Gallegos. Uno de los promotores del ágape fue Manuel Carlés, titular de la Liga Patriótica, que había viajado a Santa Cruz a fiscalizar la tarea.
Varela se fue de Santa Cruz, sonrojado por las canciones en inglés que le tributaron los terratenientes por haber defendido la integridad nacional frente a los huelguistas, además de augurarle un pronto retorno como futuro gobernador militar del territorio. Era un destino que él también había imaginado y ahora descubría que estaba casi en sus manos.
Ya en el puerto de Buenos Aires, el coronel encontró una atmósfera fría por parte del Estado. No hubo honores a su llegada. No había ministros o funcionarios, como suponía. Solo los hijos de la elite lo aclamaron con una calidez y una admiración que no tuvieron los anarquistas, que se acercaron a la escalerilla del barco para gritarle “¡Asesino!”.
En Buenos Aires, la reacción obrera a la masacre no fue homogénea.
La huelga no había sido apoyada por la FORA “sindicalista”, que no tenía relación orgánica con sus promotores, pero con los crímenes consumados, atacaron a Varela. La FORA anarquista, en cambio, involucró también al presidente radical Hipólito Yrigoyen en la responsabilidad de los fusilamientos.
La respuesta de Yrigoyen a los fusilamientos: ignorar los hechos
Apenas arribó, Varela pidió una entrevista con el ministro de Guerra.
La gestión no tuvo resultados inmediatos, y cuando se la concedieron permaneció sentado varias horas en la sala de espera del despacho ministerial. Cada funcionario o empleado que lo veía trataba de escapar de su presencia. Fue recibido al día siguiente.
Varela habló del deber cumplido y del honor de sus soldados, y el ministro le pidió un informe escrito. A la salida, habló con la prensa:
“Las tropas a mi cargo han actuado en forma encomiable y digna del mayor elogio durante todo el tiempo. No se trataba de un hecho aislado, sino que respondía a un amplio plan de alteración del orden en todo el país. Una vez conocida la situación de las bandas alzadas dispúsose lo conveniente para iniciar la persecución, lo que comenzó poco menos que inmediatamente, utilizándose una serie de elementos cedidos por los pobladores de la costa y los propietarios de los establecimientos ganaderos. El desarrollo ulterior de la campaña fue ampliamente difundido por los diarios de la Capital y a sus crónicas me remito para no repetir detalles. Todo de lo que se diga del desempeño de la tropa será poco. La obra de devolver la tranquilidad al territorio fue dura y costosa, pues durante más de cuarenta días se luchó incesantemente”.
La estrategia del presidente Yrigoyen fue no desautorizar a Varela en forma pública, pero tampoco avalarlo, y seguir ignorando los fusilamientos como si no hubiesen ocurrido.
No obstante su procedencia radical, Varela fue respaldado por conservadores y nacionalistas.
Las primeras denuncias en el Congreso
La masacre tomó estado parlamentario un mes después de la llegada de Varela.
El socialismo tenía un muerto en la Patagonia, el secretario de la Federación Obrera de San Julián, Albino Argüelles. Se había entregado al Regimiento Nº 2 de Caballería del capitán Anaya con un grupo de peones que no cobraba su salario desde hacía diez meses. Los hicieron formar en fila y Argüelles fue separado y sableado en presencia de sus compañeros, que luego recibieron los tiros de la tropa.
El diputado Antonio De Tomaso, hijo de inmigrantes —un albañil y una costurera—, había colectado testimonios obreros sobre seis casos de fusilamientos similares a esos.
Denunció en la Cámara de Diputados que se había matado sin que hubiese ley marcial o estado de guerra en la provincia. En cambio, advirtió que no había ningún estanciero, ni administrador herido o muerto por parte de los “bandoleros”, como calificaban a los peones.
De Tomaso después habló sobre Varela. No era la autoridad judicial. No podía administrar justicia, ni había sido nombrado árbitro por las partes en el conflicto. Lo acusó de haber ordenado fusilamientos en masa. Preguntó:
“¿El señor teniente coronel Varela ha realizado todas estas escenas que yo califico de salvajismo obedeciendo instrucciones secretas del ministro? ¿El Presidente, amigo de los obreros, ha dado las instrucciones de fusilar sobre el campo propio a los obreros en huelga? ¿Entonces quién las ha dado? ¿O es que el teniente coronel Varela ha obrado por su cuenta? Sería interesante establecerlo”.
En el debate parlamentario, el radicalismo no aceptó los fusilamientos ni tomó una postura uniforme. El diputado radical Vergara explicó que De Tomaso no tenía prueba real y efectiva para la imputación y que el Ejército había realizado una misión de seguridad y orden conducida por Varela —a quien se refería como “distinguido oficial” y no “supremo dictador de la región”, como lo había llamado De Tomaso— contra los que habían levantado el “pabellón rojo” en Santa Cruz.
Otro orador radical aconsejó que las denuncias de De Tomaso fuesen enviadas a la justicia militar, pero que la Cámara fuese liberada de cualquier indagación.
El radicalismo votó en contra de la creación de una comisión investigadora, pero sí reclamó un informe al Poder Ejecutivo, como lo había hecho luego de la Semana Trágica. El informe nunca llegó al Parlamento.
El coronel Varela no quiso que su destino se escapara en la deshonra. Reclamó un reconocimiento oficial para su misión en el sur y se instaló con su uniforme militar en la antesala del despacho presidencial hasta ser atendido. Yrigoyen lo recibió. Varela pidió un comunicado que respaldara la actuación de las tropas. Yrigoyen habló con el ministro de Guerra, le transmitió el pedido de Varela y le dijo al coronel que se fuera tranquilo. El comunicado nunca apareció.
Varela decidió escribir su versión.
Incorporó un respaldo oficial que nunca se había hecho público. En su nota del 20 de marzo de 1922, dirigida a su superior jerárquico, informó que:
“el Excmo. Señor Presidente de la Nación me ha manifestado su conformidad por el procedimiento empleado por las tropas a mi mando [...] prometiendo el señor Ministro de Guerra en mi presencia estudiar los informes que le presenté”.
Varela busca el reconocimiento; Yrigoyen, el olvido
Yrigoyen no reaccionó. Tampoco ascendió a Varela, como correspondía por su antigüedad, pero no lo degradó. Como el Presidente había ignorado los fusilamientos, la misma actitud correspondía hacia su ejecutor.
Ni lo respaldó ni lo juzgó.
De acuerdo con esta interpretación de los hechos, las comunicaciones del coronel Varela con el ministro de Guerra en la Casa de Gobierno sobre su misión en Santa Cruz no fue un asunto de Estado sino una “orden privada” desprendida de la conversación entre dos hombres.
Yrigoyen prefería el olvido. Pero Varela buscaba un respaldo a su tarea. Tenía la convicción de que había cumplido la orden que le había sido transmitida, y ahora solo recibía el desprecio de sus superiores.
Para un militar que creía haber cumplido con su deber, el silencio oficial representaba un hecho dramático y violento. Casi tan violento como sus ejecuciones.
Al cabo de unos meses de incertidumbre, Varela obtuvo un nuevo destino. Fue designado director de la Escuela de Caballería de Campo de Mayo.
Wilckens, después de la prisión, entra en la clandestinidad
Cuando salió en libertad, el 6 diciembre de 1921, tras medio año en la prisión, Kurt Wilckens ya no era el mismo (ver Primera parte). Había conocido en la cárcel a luchadores más identificados con la violencia contra el sistema que con la acción gremial.
Comenzó a formar parte del Comité de Presos Sociales, que intentaba conseguir dinero para cubrir los gastos de la defensa judicial y la comida de los anarquistas detenidos. El Comité también ayudaba a los que cometían delitos comunes o falsificaban moneda para financiar fugas de las cárceles.
Entre ellos estaba Miguel Arcángel Roscigna, italiano, metalúrgico, militante antifascista, secretario del Comité de Presos Sociales. Roscigna también era líder de una banda que planificaba asaltos a bancos o a repartidores de dinero y luego acercaba “los bienes que recuperaba de la burguesía” para la solidaridad de los presos.
Wilckens vivió en forma casi miserable después de la prisión, pero no aceptó la ayuda de los suyos. Trabajó como lavador de autos y tuvo otros empleos ocasionales. En ese tiempo ocupó un cuarto en una pensión de la calle Sarandí 1461, junto a otros anarquistas.
El agente Gutman, que lo había detenido en mayo de 1921, no se olvidó de él.
En una indagación sobre la Asociación Obrera de Lavadores de Autos y Limpiadores de Bronces descubrió que había cambiado de identidad.
“Durante el reparto de las boletas en la bolsa de trabajo, Wilckens ha cambiado su apellido por el de Larson”, reportó Gutman a Sección Investigaciones de Orden Social de la Policía de la Capital.
Durante el año 1922, Wilckens volvió a Ingeniero White a buscar trabajo. Tuvo una desgracia: lo atropelló una locomotora portuaria y quedó herido en el brazo. Volvió enyesado a Buenos Aires, otra vez a la pensión, al empleo temporal.
Al cabo de unos meses, sus relaciones más frecuentes dejaron de verlo.
No estaba en los círculos anarquistas, nadie sabía de él. Suponían que había viajado a los Estados Unidos o a Alemania. O que se había vuelto al sur.
Gutman también le perdió los pasos.
Wilckens había entrado en la clandestinidad. Tenía otra identidad. Ya no era Larson. Se acercó a los “anarquistas expropiadores” no para robar sino para vengarse. Dos integrantes del grupo de Roscigna, Emilio Uriondo —que luego pondría una bomba en la legación de los Estados Unidos en Montevideo para reclamar por la libertad de Nicola Sacco y Bartolomé Vanzetti— y Andrés Vázquez Paredes, experto en la fabricación de bombas, lo instruyeron para que armara una. Hicieron una prueba bajo un puente de Barracas.
Wilckens no comentó a quién se la dedicaría.
Su concepción pacifista del mundo se había modificado.
Una bomba y un revolver Colt: el crimen del coronel Varela
El coronel Varela vivía en Fitz Roy 2463, a media cuadra de la calle Santa Fe y del Regimiento 1º de Patricios. La mañana del 25 de enero de 1923, Wilckens viajó a su domicilio, muy temprano. Tomó un tranvía. Usaba un sombrero de ala ancha. Descendió en la estación Portones de Palermo. Llevaba un paquete en la mano. Se detuvo en un zaguán a treinta metros de la casa de Varela. Simuló leer el diario alemán Deutsche La Plata Zeitung.
Varela salió de su casa a las 7.30, con una niña. Wilckens pensó que la oportunidad estaba perdida, pero en forma imprevista, Varela retornó a su casa y enseguida volvió a salir solo. Wilckens lo esperó, pero otra vez se le interpuso un obstáculo: una niña de 10 años cruzó la calle y quedó entre el anarquista y el coronel. Wilckens no se detuvo: tomó a la niña, la colocó sobre sus espaldas y lanzó la bomba.
Varela intentó sujetarse a un árbol antes de caer.
Las esquirlas de la bomba hirieron a Wilckens. Arrastrándose, con el empeine y el peroné destrozados, sacó un revólver Colt y ultimó a Varela de un balazo en el pecho, un segundo en la yugular, y siguió tirando hasta vaciar el cargador. Wilckens no ofreció resistencia cuando dos agentes lo detuvieron. Les entregó su revólver.
—He vengado a mis hermanos —dijo. Desde la prisión, le escribiría cartas al periodista libertario y ex compañero de la pensión de la calle Sarandí, Diego Abad de Santillán.
“No fue venganza. Yo no vi en Varela al insignificante oficial. No, él lo era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo del sistema criminal”.
La parca condolencia oficial
Yrigoyen ya había terminado su mandato cuando concurrió al velorio del coronel Varela con sus ex ministros y soportó la callada agitación castrense. Ni él había ascendido al coronel en vida ni tampoco lo haría post mortem su sucesor Marcelo T. de Alvear.
El gobierno fue parco en sus condolencias.
La muerte no bastó para precisar qué evaluación hacía de su misión en el sur. Frente al cadáver, expuesto en el Círculo Militar, el capitán Anaya dijo que su jefe había cumplido con las instrucciones del Poder Ejecutivo.
El diario radical La Época no dejó pasar su discurso.
Al día siguiente, publicó:
“Falso, absolutamente falso. El teniente coronel Varela recibió del Ministro de Guerra las mismas instrucciones que la primera vez y que fueron la regla de la conducta notoria del gobierno, que ha terminado por pacificar todas las cuestiones sociales y políticas de la República. De tal manera, pues, que si fuera posible admitir que el teniente coronel Varela hubiera cometido alguno o algunos de los hechos que malévolamente se le imputan, habría faltado temerariamente a las instrucciones de su gobierno”.
Varela ya no tenía oportunidad de desmentirlo.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA)
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