La lluvia caía impiadosa sobre la plaza sin nombre, que no era más que un descampado usado como parador de carretas. En el centro de ese barrial, desde noviembre de 1839 una larga pica, de unos seis metros, había sido colocada cuando un grupo de salvajes unitarios quisieron levantarse contra Rosas. Exhibía en su punta una cabeza putrefacta, irreconocible, colocada ahí por orden del gobierno hasta que dispusiese lo contrario, como escarmiento y advertencia de lo que le ocurriría a quién osase levantarse contra el Restaurador. Había sido atada con tientos y asegurada con un fierro, pero el tiempo, el viento y el agua hicieron lo suyo y esa noche de tormenta, la cabeza se cayó.
En 1823 Pedro Castelli había dejado la carrera de las armas. Fue granadero de San Martín, tuvo su bautismo de fuego a los 16 años en el combate de San Lorenzo, estuvo en el Sitio de Montevideo, peleó contra Artigas y en la sublevación de Fontezuelas, que provocó la caída del director Carlos María de Alvear. Segundo hijo de los seis del vocal de la Primera Junta, Juan José Castelli, primero administró la estancia La Esperanza, ubicada en el Divisadero de los Montes Grandes y cuando tuvo un capital considerable, y con la ayuda de su amigo Manuel Campos compró tierras en Cerro Paulino, cerca de las sierras del Volcán, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Era un próspero ganadero.
La economía no andaba bien por 1838. El bloqueo francés al Río de la Plata en protesta por los ciudadanos franceses que eran enrolados en el ejército local, provocó el cierre de las exportaciones, una caída del comercio y una disminución en los ingresos del gobierno. Paralelamente, Juan Manuel de Rosas cambió las condiciones del arrendamiento de las tierras bonaerenses, conocido como el sistema de enfiteusis, inaugurado por Bernardino Rivadavia, que buscaba apoyar a los pequeños y medianos productores rurales. En diciembre de 1837 Rosas denunció a la legislatura “un funesto monopolio” de aquellos ganaderos que no pagaban el canon al gobierno y que pretendían continuar gozando de sus riquezas. A ellos se les quitarían las tierras. A Rosas le vino como anillo al dedo apropiarse del recurso de la tierra pública con un erario exhausto por el bloqueo. El sistema de enfiteusis contemplaba la renovación del canon, que dependía del gobierno y éste tenía sus propios planes.
La medida causó preocupación en el campo, más aún cuando el año la cosecha de trigo había sido buena y había subido la exportación de harina y de carnes. Sin embargo, el bloque había frenado la economía y para junio de 1839 el malestar era más que evidente. Surgió lo impensado: armar una revolución en el propio terreno bonaerense, donde Rosas había construido su poder para llegar al gobierno.
Se armó un movimiento que debía estallar en forma coordinada tanto en la provincia como en la ciudad, éste último por Ramón Maza, un militar cuyo padre Manuel Vicente era presidente de la legislatura y amigo personal de Rosas. El golpe sería apoyado militarmente por las fuerzas de Juan Lavalle, que permanecía en la Banda Oriental, dubitativo, sin pronunciarse sobre qué hacer o por dónde invadir el país.
Ramón había sido convencido por el hermano de Lavalle. Cuando el 3 de junio Maza sorpresivamente se casó con Rosa Fuentes de Arguibel, sobrina de su esposa Encarnación, don Juan Manuel sospechó. Enterado de los planes, intentó alejarlo de la ciudad regalándole un viaje de bodas al exterior, que Maza rechazó. La conspiración terminó cuando el propio Manuel Vicente Maza fue apuñalado en su despacho de la Legislatura cuando se disponía a pedirle clemencia a su amigo Rosas por su hijo. Ramón fue detenido y fusilado el 28 de junio de 1839.
En el campo los conjurados, librados a su suerte, decidieron continuar con los planes. El propio Ramón Maza había convencido a Pedro Castelli y a otros, como Marcelino Castro, los hermanos Ramos Mejía, José Ferrari y Leonardo Gándara, entre tantos otros.
Se desanimaron al saber que Lavalle invadiría Entre Ríos y no iría a auxiliarlos, y las armas que los emigrados de Montevideo les enviaron llegaron cuando ya todo había terminado.
Decidieron seguir adelante, a pesar de que el gobierno ya estaba al tanto de todo por la delación del juez de paz de Dolores. El 29 de octubre, el comandante Manuel Leonco Rico, en la plaza, ante unos 200 vecinos armados con lanzas, exclamó. “Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación, y amenazado en la vida y en los intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos. ¡Patriotas del sud! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!” Tomaron un retrato de Rosas y lo cortaron a cuchillo limpio. Todos tiraron al piso la cintilla punzó que eran obligados a lucir.
Era el “Grito de Dolores”.
El comandante Rico se puso al frente de las fuerzas. Ambrosio Crámer, un oficial francés que había peleado en el ejército napoleónico, levantó Chascomús. No lograron hacer lo mismo con Tapalqué y Azul.
Nicolás Granada, comandante de las divisiones del Sur, al enterarse de la conspiración, informó a Prudencio Rosas, el hermano del gobernador y a Vicente González, “el carancho del monte”, apodo que se había ganado por la forma de su nariz y sus ojos penetrantes. Para Prudencio la sublevación era un hecho aislado, encarada por un grupo de gente mal armada, sin jefes ni soldados profesionales.
A las 5 de la mañana del jueves 7 de noviembre de 1839, a orillas de la laguna de Chascomús se libró un combate de tres horas. El escuadrón de línea 6 estaba compuesto de 1600 soldados y 300 indígenas, mientras que los revolucionarios sumaban 1700 hombres.
Junto a Rosas, iba Nicolás Granada, comandante de las Divisiones del Sur, a quien los complotados creían de su lado. Cuando fueron a su encuentro, los hombres de Granada los atacaron violentamente.
La lucha fue encarnizada y por momentos desesperada. Algunos quisieron salvar la vida tirándose al agua. A las 8 de la mañana el combate había finalizado.
El 10 Dolores cayó en poder de Rosas, mientras indios fieles al gobierno arrasaron Tandil, porque los complotados les habían dicho que Rosas había muerto. En lugar de plegarse al movimiento, los indígenas, al creer muerto a su amigo, fuera de sí, quisieron vengarlo.
La revolución había terminado. A los conspiradores solo les quedó escapar. Hubo sospechas sobre Gervasio, otro de los hermanos de Rosas, con el que no se llevaba bien. Ganadero bonaerense, no participó del movimiento, aunque lo conocía y no lo denunció. Por las dudas, durante un tiempo cumplió arresto domiciliario en la ciudad de Buenos Aires.
El comandante Rico alcanzó a huir y subirse a un barco que lo cruzó a la otra orilla. Pero Crámer y otros jefes murieron en el combate. Hicieron unos 400 prisioneros entre peones y gauchos que Rosas liberó, diciéndoles que prefería creer que habían sido engañados y obligados a tomar las armas. Rosas premió a los que habían demostrado fidelidad regalándoles tierras que hasta el día anterior pertenecían a los complotados.
Pedro Castelli fue muerto luego de que lo descubrieran el día 15 escondido en una estancia, y el soldado Juan Durán le cortó la cabeza. El 17 la clavaron en la pica en la plaza donde los revolucionarios habían dado el grito de libertad. Prudencio Rosas informó que “con la más grata satisfacción acompaño a usted la cabeza del traidor foragido unitario salvage Pedro Castelli, general en gefe titulado de los desnaturalizados sin patria, sin honor y leyes, etc., para que la coloque en medio de la plaza á la espectación pública…la colocación de la cabeza de ser en un palo bien alto, debiendo estar bien asegurada para que no se caiga y permanecer así mientras el superior gobierno disponga otra cosa” (SIC).
Nadie se atrevía a quitar la cabeza de su lugar. Un hornero hizo su nido encima de ella. Esa noche de tormenta en que la parda correntina Francisca Gutiérrez cruzaba la plaza, vio el despojo en la tierra. Cuando llegó a su rancho, le pidió a su hijo José Moldes, cabo del 5 de Cívicos de la división del coronel Valle, que la recogiese y se la llevase. El hombre se negó, temía ser fusilado por ello. La insistencia de la mujer pudo más. Moldes fue, la ocultó en su poncho y se la llevó a su madre.
Ella rasgó su colchón, puso la cabeza y volvió a coserlo. El pensó que su madre había perdido la razón. Cada tanto, la mujer sacaba la cabeza, le prendía una vela y le rezaba un rosario.
Cuando cayó Rosas, la llevaron al cementerio y la enterraron. Tiempo después cuando Rómulo, hijo de Castelli fue acompañado por Moldes para recuperarla, no la pudieron encontrar.
En agosto de 1859 en esa plaza se colocó la piedra fundamental de lo que sería la pirámide que recuerda a los que murieron en esa revolución. Uno de sus padrinos fue Fernando Otamendi, sobreviviente del movimiento. Muchos dejaron su vida en el campo de batalla, como Domingo Lastra y su hijo, Domingo Fermín que fue degollado al defender la bandera, un pañuelo a franjas celestes y blancas que para él, en ese momento, simbolizaban la libertad, algo que no estaba dispuesto a entregar.
Fuentes: Juan B. Selva: El grito de Dolores. Sus antecedentes y consecuencias, Ed. Tor, 1935; Adolfo Saldías: Historia de la Confederación Argentina. Rosas y su época, Ed Ateneo; Ricardo Levene: Historia de la Nación Argentina, Ed. Ateneo
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