Los hechos dicen que Love Story se estrenó en 1970, pero la verdadera gran historia de amor que el destino tenía reservada para algunos de sus protagonistas –y que por razones obvias jamás iba a filmarse– comenzó dos años después, en el rodaje de La fuga (1972). Al morir como la joven Jennifer Cavilleri en el clásico drama romántico de Erich Segal, Ali MacGraw no sólo había enamorado al mundo, sino a su productor, Robert Evans, con quien al año siguiente tuvo a su hijo Josh. Y su fama internacional la llevó a compartir cartel, unos meses más tarde, con la estrella más rutilante de su generación.
Steve McQueen ya era considerado entonces “el Rey del Cool”. Y cuando se vieron, chocaron los planetas. Eran, estéticamente, la pareja perfecta. Y la química entre ellos fue, desde el principio, explosiva.
Pero Terrence Steven McQueen había tenido una infancia complicada: por empezar, nació en Indiana en medio de la Gran Depresión, el 24 de marzo de 1930. No conoció a su padre, y su madre, Julian, era casi adolescente, además de alcohólica, cuando lo dejó a cargo de sus abuelos que –en plena crisis– lo llevaron a vivir con su tío Claude al campo, en Missouri. No lo reclamó hasta los ocho años, cuando lo buscó para que se instalara con ella y su marido en Los Ángeles.
Para el pequeño Steven el cambio fue brutal. No sólo por lo que significaba pasar de la apacible rutina de la granja a la euforia de la ciudad, ni por tener que separarse de la única figura paternal y amorosa que había tenido cerca, sino porque la nueva pareja de su madre también era alcohólico, y violento, y se descargaba con él.
Entonces se escapaba –como haría más tarde con maestría en la ficción– una y otra vez. Era disléxico y medio sordo por las secuelas de una infección, así que vivía en la calle y no tardó en convertirse en un delincuente infantil. “Cuando un chico crece sin amor, empieza a preguntarse si es lo suficientemente bueno. A mí mi mamá no me amaba y no tuve un padre. Pensaba: ‘Muy bueno no debo ser’”, dice el propio actor en una de las citas que recoge uno de sus biógrafos, Marshall Terrill, en Steve McQueen in his own words.
Como no lograba controlarlo, la madre lo mandó de regreso a Missouri con su tío. Volvió por él de nuevo cuando cumplió doce años; tenía otro marido, pero era aún más violento que el anterior. La secuencia del escape, la pandilla, y los delitos callejeros se repitió, con el agravante de que la policía se lo entregó a su padrastro para que lo castigara después de un robo menor, y el hombre lo tiró por las escaleras. Steve, que ya tenía el porte físico impactante que lo transformaría en el arquetipo del galán de acción, no devolvió el golpe, pero lo amenazó: “Volvés a ponerme tus apestosas manos encima, y te juro que te mato”. Bastó para que lo enviaran a un reformatorio.
Al salir, se unió a los Marines. Y aunque al principio tuvo problemas de disciplina, asignado a la seguridad del velero presidencial de Harry Truman, hasta salvó la vida de cinco de sus compañeros en un ejercicio en el Ártico y terminó retirándose con honores en 1950. Decía que, gracias a su formación militar, se había hecho hombre: “Aprendí a relacionarme con los demás, me dieron una plataforma, un punto de partida”. Es que fue también por la asistencia financiera para los veteranos de guerra que pudo costearse las clases en el Actor’s Studio de Nueva York que iban a permitirle encarar con soltura roles de carácter, como en Papillon (1973).
Por esos años comenzó a ganar plata corriendo carreras en moto, y se compró su primera Harley-Davidson. No sólo era una cara bonita en un cuerpo fuera de serie (al que todo parecía quedarle naturalmente bien), con una actitud temeraria que lo llevaría a rechazar dobles en casi todas las escenas, también era un gran actor. La suma de lo que hoy serían George Clooney, Brad Pitt y Tom Cruise: Hollywood no podía perderse esa gema.
A los 25 se mudó a Los Ángeles tras su debut en Broadway, quería estar en el centro de la industria, que lo vieran. Había conocido en un musical a la bailarina filipina Neile Adams, su primera mujer y madre de sus hijos, Terry y Chad. Se casaron en 1956, cuando ella era más famosa que él. Hasta sus primeros éxitos en televisión, era ella quien pagaba las cuentas. Pero ni bien se instalaron en la Costa Oeste, llegaron una miniserie de dos episodios, Los Defensores (1957); el western Tales of Wells Fargo (1958); y el estelar como el cazarrecompensas Josh Randall en Wanted Dead or Alive, con el que se instaló definitivamente ante la audiencia durante tres temporadas, entre el 58 y el 61, como un tipo de héroe diferente, sinónimo de entretenimiento cool para varones y mujeres: rudo y viril, pero a la vez, gracioso y sexy.
Y entonces, el golpe de suerte justo, en el momento indicado, terminó de consolidar su carrera. Estaban terminando los cincuenta, y Frank Sinatra y su Rat Pack reinaban en Las Vegas: siempre de fiesta, con trajes y sombreros impecables, rodeados de las mujeres más espectaculares, la esencia de una nueva masculinidad que ya no era sufrida, tipos que podían estar a la moda y la pasaban bien, que se divertían con sus amigos casi como un modo de vida.
Pero también se hablaba de su lado oscuro y alguien en un programa de radio le hizo una pregunta a Sammy Davis Jr. cuya respuesta ofendió al líder del clan. Sinatra vio en el joven McQueen al mejor de los reemplazos para la inminente filmación de Cuando hierve la sangre (1959), con Gina Lollobrigida y toda la troupe que completaban Dean Martin, Peter Lawford y Joey Bishop.
Con todo en común, el vínculo en el set entre “La Voz” y el debutante –que aunque pronto sería el actor mejor pago de los estudios, participó del rodaje por una suma tres veces menor a la que cobraron sus colegas– fue de amistad a primera vista. Sinatra lo adoptó como su protegido y, de acuerdo con la biografía de Marc Elliot, instruyó durante toda la filmación al director, John Sturges, para que le hiciera primeros planos, además de invitarlo a la diversión reservada sólo para los miembros del clan.
Cuando terminó el rodaje, también quiso que fuera parte del casting de Ocean’s 11, la siguiente película del Rat Pack. Pero McQueen se negó –sería uno de los varios clásicos de taquilla que iba a rechazar en su carrera, incluyendo el papel de Paul Varjak en Desayuno en Tiffany’s que catapultaría a George Peppard–: lo mismo que buscaba el viejo ojos azules en él, tal vez para insuflar de sangre joven el encanto del grupo, ya había convencido al público de que aquel era el nuevo “rey del cool”, ¿por qué relegar su corona a un rol secundario, por más amigos que fueran?
En cambio, siguió trabajando con Sturges, que lo incluyó en Los siete magníficos (1960) y en El gran escape (1963), basada en la historia real de la huida de tres prisioneros de guerra de un campo de máxima seguridad nazi.
La película tiene una memorable escena de persecución en moto por la montaña, que McQueen insistió para hacer él mismo, pero que el seguro de la producción delegó a un doble, que resultó ser un compañero de carreras del actor. Por eso se hizo también famosa la entrevista con Johnny Carson en The Tonight Show en la que, cuando el presentador lo felicita por las tomas de riesgo, él le da el crédito a su doble, con nombre y apellido. “Ese no fui yo, sino Bud Ekins”. El público lo amó todavía más. Ya era una superestrella.
En el ‘66 recibió su única nominación al Oscar por El Yang-Tsé en llamas, y en el ‘68 protagonizó otros dos éxitos de crítica y taquilla: El caso Thomas Crown, y Bullit, uno de sus trabajos preferidos, porque tiene otra persecución histórica, esta vez por las calles de San Francisco, y en auto, otra de sus grandes pasiones, junto a las artes marciales, donde tuvo un maestro de lujo: Bruce Lee.
Fue un gran coleccionista de autos y motos clásicos, raros y vintage, entre los que acumuló Porsches, Ferraris, Jaguars, y claro, Hudson Wasp, Hudson Commodore y un Hudson Hornet como el de la película Cars. No, no es casual que el Rayo del film animado se llame McQueen, ni que la voz de Doc Hudson la haya puesto quien en su momento fue el único actor al que The King veía como un rival digno: Paul Newman, el protagonista de la primera película en la que Steve hizo una aparición, Marcado por el odio (1956), la biopic sobre el boxeador Rocky Graziano.
Ese homenaje de Pixar fue un gesto de elegancia del tres veces ganador del Oscar hacia su adversario de juventud. Eran parecidos en muchas cosas, su pasión por las carreras, su versatilidad, dueños de una belleza nueva; pero Newman era también su contracara: disciplinado, sobrio, comprometido con el desarme y el medio ambiente, se enfocó en actuar, dirigir, y se dedicó a su empresa de productos gastronómicos y sus franquicias, y a su familia hasta el final de sus días, en 2008, casi tres décadas después que “el rey”.
En cambio, McQueen era un infiel de tiempo completo y adicto a la marihuana y a la cocaína. Su descontrol sexual y su vida disipada, lo salvaron de morir en Cielo Drive la noche de agosto de 1969 en que fanáticos de la Familia Manson mataron a Sharon Tate y otras cuatro personas.
McQueen estaba invitado a esa comida en casa de la actriz casada con Roman Polanski y le había dicho a su mujer que iría con Quincy Jones. “Pero en vez de eso, se fue con una puta, y eso le salvó la vida”, contó Adams hace unos años. Tarantino lo reflejó en la piel de Damian Lewis en su fábula sobre esa fatídica noche, en Erase una vez en Hollywood (2019).
Las discusiones por sus infidelidades fueron una constante en la filmación Le Mans, la película sobre el circuito de carreras francés que soñó y produjo en 1970, pero que dejó al descubierto el infierno de sus tormentos personales, hasta entonces ocultos detrás de su apariencia cool.
Lo muestra el documental Steve McQueen: The man and Le Mans (2015), que lo presenta como una especie de héroe shakesperiano, ante la tragedia de haber llevado a Sturges a Francia para dirigir, pero sin un guion. Durante los siete meses de rodaje, el actor, irascible, quiso tener todo bajo control, al tiempo que se drogaba constantemente, y peleaba sin descanso con Adams, que después admitiría que mientras su pareja se iba a pique, se hizo un aborto porque le resultaba imposible tener otro hijo en esas circunstancias.
El resultado fue una obra de culto que terminó con su matrimonio y con su amor por los autos. En un choque, un piloto británico perdió una pierna y él juró no volver a correr nunca más. Ni siquiera fue al estreno. Al año siguiente, Adams lo dejó. Estaba harta de sus infidelidades, y le confesó una propia. Con el tiempo, se convertirían en buenos amigos, y pese a todo, la bailarina, cuya hija murió en 1998 por una afección en las vías respiratorias tras sufrir varias recaídas de adicciones, siempre habló bien del padre de sus hijos. Incluso en ese momento, lo recordó con cariño: “Estaba enamorado de Terry, me alegro de que no esté para verlo porque no lo hubiera tolerado”.
Se dijo muchas veces que McQueen era violento, pero las dos mujeres que más lo conocieron, rescatan, en cada ocasión, el lado luminoso de un hombre que no podía consigo mismo.
De ese tormento estaba escapando el Rey del Cool cuando en 1972 conoció al amor de su vida. No de la separación de la madre de sus hijos, ni del fracaso económico o profesional que significó Le Mans: de desprenderse de la única pasión que había sostenido desde que era chico, en la granja. De lo que le quedaba de sus padres, el de crianza, su tío Claude, por quien él decía que había desarrollado el gusto por la velocidad; pero también por el que jamás había visto, el biológico, de quien sólo sabía que era doble de riesgo en un circo, manejando motos, planeadores y autos.
Ali MacGraw le devolvió esa adrenalina. Ella dejó a Evans, que estaba filmando El Padrino, y se fueron a vivir juntos casi enseguida. Lo cuenta en su libro de memorias, Moving Pictures, que publicó en el 2015: “Cometí errores catastróficos en mi vida, pero hoy estoy agradecida por cada uno de ellos. Estuve casada con tres hombres maravillosos, y tuve mi parte en que esas relaciones no funcionaran. Era muy fácil para mí mostrarme como la chica buena y que ellos fuesen los villanos”.
En el libro cuenta también que no hubo un solo día de su relación en que no lo viese drogado. Eran, en ese entonces, el hombre y la mujer más sexies de la tierra, y a la vez los más inseguros. “Tenés un culo divino, pero más vale que empieces a entrenar ya, porque no me quiero despertar una mañana con alguien que tenga el culo de un soldado japonés de 72 años”, le dijo él. Cualquier otra se hubiera ido. MacGraw redobló su rutina de ejercicios, y se casó con él en 1973.
“Nuestra relación era muy complicada –escribe también–. Steve había tenido una infancia demasiado dolorosa. Hubo cosas con las que tuvimos que lidiar como esposos que hubiese podido resolver de haberse atrevido a analizar esa niñez. Cuando él estaba de buen humor, era hermoso. Y cuando estaba de mal humor, era horrendo. Es así de simple, pero eso no hizo que yo lo amara menos. Era un hombre duro, capaz de ser cruel, pero también tenía un alma increíblemente vulnerable y sensible.
El problema es que yo nunca sabía con quién me iba a encontrar cada día. No creo haber sido yo tampoco la mujer ideal para él”. Dice también que ella tuvo una ventaja con la que él no contó: “El tiempo para hacerme cargo de mi basura”. Le tomó años rehabilitarse de sus consumos problemáticos en la clínica Betty Ford, y hoy sigue igual de bella a sus 82.
Germán Sopeña, quizá el más idealista de los periodistas argentinos que hayan pisado una redacción, decía que las historias de amor más románticas son las frustradas. Si amar es “nunca tener que pedir perdón”, el rey del cool y la chica que inmortalizó esa frase, ni siquiera tuvieron la oportunidad.
“Es triste que no hayamos podido hablar de todo eso y darnos paz siendo adultos, ya sobrios y sin aquella tremenda conexión sexual –le dijo MacGraw a Oprah Winfrey hace unos años–. Era muy fuerte lo que nos pasaba. Siempre pensé que iba a dejarme él. En verdad no sé ni qué pensaba, salvo que no era real”.
Cuando logró dejarlo y escapar (ella, finalmente) de la toxicidad literal de aquel amor, en 1978, tal vez Steve ya estuviera enfermo del cáncer de pulmón que lo mató el 7 de noviembre de 1980, a los 50 años. La casualidad querría que padeciera lo mismo que tres décadas más tarde se llevaría a su eterno rival. O tal vez no fuera casual: unas semanas antes de morir, McQueen habló con la prensa sobre su tumor; aunque era un fumador empedernido, culpaba al asbesto, un mineral presente en esa época en las telas de los trajes ignífugos de los pilotos, al que también estuvo expuesto durante años Paul Newman. Usó entonces una metáfora automovilística: “Me quedé sin gas”.
Se había casado por tercera vez con la modelo Barbara Minty hacía unos meses cuando sufrió un paro cardíaco tras ser intervenido con un nombre falso en una clínica de Ciudad Juárez, en México, contra la opinión de sus médicos tratantes. Pero sus amigos estaban seguros: ni en su instante final dejó de amar ni de pensar en MacGraw. El hombre que jamás había querido dobles de riesgo en la ficción, había perdido la última posibilidad de morir cerca de su gran amor.
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