Kurt Wilckens tenía 36 años cuando mató al teniente Héctor Varela, el militar que había ordenado los fusilamientos de los obreros en la Patagonia en el verano de 1921-1922. Wilckens era rubio, de frente ancha y ojos azules. Había nacido en Alemania. Era militante anarquista. Tenía el prontuario 44.797 de Orden Social de la Policía de la Capital. Estaba calificado como “delincuente político” con un proceso de deportación por violar la Ley de Residencia. Wilckens ya había estado preso en los Estados Unidos. Pero la Cámara Federal no había encontrado elementos para expulsarlo.
Antes de llegar a la Argentina, en 1920, se había desplazado por varios países con diferentes identidades y en distintos oficios. Era un itinerario común en los inmigrantes pobres.
Aunque en su hogar familiar Wilckens no sufría padecimientos económicos, abandonó Alemania a los 24 años. Se afincó en Arizona, Estados Unidos. Trabajó de minero. Ya tenía una formación política, una visión del mundo elaborada desde el marxismo, la lucha de una clase contra otra. Una conciencia forjada en la voluntad de transformación de las injusticias del sistema. El odio a la burguesía.
Pero Wilckens se reconocía como un hombre pacífico, interesado en la literatura.
Después de seis años de permanencia en los Estados Unidos, entró en un contingente de 1168 mineros deportados por participar de una huelga. Había sido orador en las asambleas. Lo confinaron en un campo de prisioneros en Nuevo México, pero se escapó y lo volvieron a atrapar.
Condenado por “alta traición”, lo encerraron en un campo más riguroso junto a cientos de alemanes. Volvió a escaparse.
Wilckens era un hombre en fuga, sumergido en la clandestinidad, perseguido por un régimen político-carcelario que lo quería en prisión, como a todos aquellos que contestaban al sistema capitalista. Por un tiempo, se refugió en la llanura y volvió a trabajar en las minas.
En 1920, cuando tenía 34 años, lo apresaron, lo procesaron y lo expulsaron de los Estados Unidos.
Cuando regresó a su pueblo en Silesia, le bastaron menos de seis meses para volver a irse. Un círculo libertario de Hamburgo le dio información sobre la Argentina y decidió viajar.
Wilckens llegó en septiembre de 1920. No se le debió haber permitido el ingreso por sus antecedentes políticos. Pero ingresó.
Marchó a Cipolletti, en Río Negro. Recogió frutas. Luego trabajó en el puerto de Ingeniero White, en Bahía Blanca, como estibador. Seis meses después se hospedó en Buenos Aires y retomó contactos anarquistas. Pensaba viajar a los Estados Unidos.
Pero un suceso operó como punto de giro en su vida. El 12 de mayo de 1921, Wilckens se sentó en el bar La Brasileña, sobre la calle Estados Unidos. Mientras leía, un joven se le acercó y se presentó como compañero de causas libertarias. Wilckens no hablaba bien el español, pero se entusiasmó y le contó su experiencia en el movimiento. Tomó de su billetera el recorte de un diario norteamericano que había publicado su foto y lo había caracterizado como “El rojo más peligroso del Oeste”.
La expresión lo enorgullecía.
Wilckens no sabía que tenía enfrente a Mauricio Gutman, agente chapa No 838 de la Sección Investigaciones de Orden Social de la Policía de la Capital, que realizaba tareas de inteligencia sobre el local anarquista de la calle Estados Unidos.
Con el ardid de que irían a su casa a compartir bibliografía, condujo a Wilckens a la Comisaría 16º, lo detuvo y lo alojó en el calabozo.
Para completar el expediente de expulsión, la policía solo pudo aportar un cuchillo de punta aguda, supuestamente escondido entre las ropas de Wilckens, y el recorte de prensa.
La defensa de Wilckens argumentó que había ido al local para que un amigo le guardara el equipaje. Pero el recorte periodístico probaba su ideología, su participación en huelgas, y que se había fugado. Además, había violado la ley de inmigración con su ingreso a la Argentina.
El juez Miguel Jantus resolvió su expulsión, pero la Cámara Federal revocó el fallo. Entendió que Wilckens era un hombre de trabajo y no un agitador, y usó como prueba su carnet de estibador que presentó el gremio portuario de Buenos Aires. Por la redada de Gutman, Wilckens pasó seis meses en prisión.
Varela, un coronel de conquista del siglo XIX
Para esa época, el coronel Varela era un hombre ya maduro: 48 años, siete hijos y una carrera militar en la Caballería manchada por centenares de fusilamientos en las estancias del desierto patagónico.
Varela había crecido en la línea criolla de los antiguos fortines de San Luis, la provincia donde nació
Una vez iniciada su carrera en las armas, a los 20 años, obtuvo una plaza de oficial en el Regimiento 7º emplazado en Río Negro y avanzó sobre los territorios ganados a los indígenas. Era un hombre de conquista que se fue moldeando en el combate contra los indios para extender las fronteras del Estado.
Pero no estuvo alejado de la política: en 1905 adhirió al bando revolucionario de Hipólito Yrigoyen, y después del fracaso de la revuelta, tuvo que exiliarse en Chile. Una vez que la Ley de Amnistía lo reincorporó al Ejército, pagó el precio de la insubordinación con un destino burocrático en Tucumán, lejos de las tropas.
Otra vez, el combate sobre los indígenas volvió a convocarlo.
Primero en el sur, luego en Río Cuarto y luego hacia el norte, para afrontar la fase final de la conquista del Chaco. En 1919, ya con su antiguo líder revolucionario en el poder, Varela asumió la jefatura del Regimiento 10º de Caballería.
La Patagonia: el paisaje terrateniente
En los últimos años de su carrera había mantenido a su lado a dos ayudantes, Pedro Viñas Ibarra y Elbio Carlos Anaya, a quienes conduciría hacia un nuevo destino: la Patagonia.
El conflicto de centenares de peones rurales contra los terratenientes lo convocaba a una expedición al sur a principios de 1921.
En Santa Cruz, los peones trabajaban veintisiete días al mes en jornadas de dieciséis horas. De día arreaban las majadas de ovejas a dieciocho grados bajo cero. A la noche dormían apilados sobre cueros.
Vivían agotados, sin familia, dinero ni destino.
Los estancieros no se responsabilizaban por sus accidentes de trabajo. Les pagaban con vales o cheques a plazo. En el año 1920, centenares de peones se habían levantado en demanda de mejores condiciones laborales en las estancias.
La propiedad de la tierra estaba concentrada. Algunos propietarios bordeaban las cien mil hectáreas. La familia Menéndez Behety y Braun, con sus sesenta y ocho establecimientos, poseía un total de 1.565.850 hectáreas.
Los dueños de la tierra manejaban el tráfico comercial con sus almacenes de ramos generales. Concentraban todo el abastecimiento de los peones que, a cambio de vales equivalentes en moneda, entregaban su mano de obra. La libra esterlina era la moneda corriente para la compra de los artículos importados que consumían médicos, funcionarios y abogados.
Los propietarios, la mayoría de nacionalidad inglesa, exportaban la lana a Londres. La esquila había tenido auge en el quinquenio 1914-1919, con precios altos.
Un año después, la caída fue vertical y los criadores, que habían atesorado un fuerte stock especulando con la continua suba de precios, sintieron el impacto. El costo de vida se elevó, y los estancieros enviaban las ovejas hacia Chile, sin pagar derechos aduaneros, para la exportación. El hecho de que sus tierras atravesaran la frontera entre los dos países les facilitaba la operación.
El malestar obrero en las estancias
La Sociedad Obrera de Río Gallegos hizo sus primeros reclamos en septiembre de 1920. Entregó un pliego de condiciones para sus peones: una pieza que no fuera ocupada por más de tres hombres, desinfectada una vez a la semana, luz a cargo de los patrones (con entrega de velas), una estufa por pieza, tres platos en cada comida, colchón y cama por cuenta del patrón, no trabajar a la intemperie en caso de nieve, botiquín con instrucciones en castellano. La Sociedad Rural prometió mejoras paulatinas para “las condiciones de comodidad e higiene”.
Pero consideró “pretensiones fantásticas” las demandas puntuales.
Pese a que algunos pequeños propietarios accedieron a las peticiones, el resto no lo hizo. Los peones declararon la huelga y los terratenientes empezaron a desalojarlos. Clausuraron comedores y dormitorios.
Los trabajadores acampaban y dormían a campo abierto.
Asediados por la policía, se trasladaban de un lugar a otro. Los estancieros convocaron a las “guardias blancas” de la Liga Patriótica, una agrupación nacionalista y paraestatal, para perseguirlos y detenerlos.
Antonio Soto y “El Toscano”: las primeras rebeliones
La huelga estaba influida por “El Toscano”, un carrero italiano de 33 años muy popular entre la peonada, que incentivaba la acción violenta contra los propietarios y el saqueo de estancias y tenía más ascendiente sobre ellos que el secretario de la Sociedad Obrera, el español Antonio Soto, de 23, que había llegado a Santa Cruz con una compañía artística de zarzuelas.
Bajo el impulso de “El Toscano” y el grupo que lo secundaba, los peones tomaron por rehenes a algunos patrones en reclamo de la libertad de obreros detenidos. La policía del territorio, secundada por gendarmes y “liguistas”, salió a recorrer establecimientos rurales en busca de los cabecillas de la rebelión.
En diciembre de 1920 se cruzaron en un combate en El Cerrito. El enfrentamiento dejó un obrero y dos policías muertos y algunos heridos.
“El Toscano” se llevó dos prisioneros, un comisario y un liguista.
Los ganaderos ya reportaban a los diarios de Buenos Aires sobre la situación en la Patagonia: terror anárquico, propiedades en riesgo, asesinatos de terratenientes. Mientras la banda de “El Toscano” tomaba rehenes, la Liga Patriótica se organizaba con el apoyo de la policía y de los terratenientes nacionales y extranjeros.
No había posibilidad de mediación estatal en el conflicto: el gobernador interino Edelmiro Correa Falcón, que ordenaba la prisión de los peones rebeldes, era también secretario de la Sociedad Rural de Río Gallegos.
Yrigoyen ordena la misión de Varela al sur: “Cumplir con su deber”
En enero de 1921, el presidente radical Hipólito Yrigoyen comisionó al teniente coronel Varela, al mando del Regimiento 10º de Caballería, a una expedición al sur.
La instrucción que recibió el militar en su reunión con el Presidente fue “ver bien lo que ocurría y cumplir con su deber”.
Además de los capitanes Pedro Viñas Ibarra y Pedro Campos, que secundaban a Varela, también lo acompañaba el Regimiento 2º de Artillería, cuya jefatura dependía del capitán Elbio Anaya.
Eran una tropa de doscientos sesenta y un hombres que viajó en vapor para ordenar a los peones en huelga en un territorio de diecisiete mil habitantes. Un hombre por cada catorce kilómetros cuadrados.
Otra de las medidas de Yrigoyen fue la designación de Ángel Yza al frente del gobierno del Territorio Nacional.
El 16 de febrero de 1921, en la estancia El Tero, junto a las tropas del coronel Varela, Yza alcanzaría el acuerdo entre las partes. Los peones cedieron algunas armas, liberaron a dos prisioneros, recuperaron la libertad de sus compañeros y los salarios caídos por la huelga, pero los estancieros no concedieron aumentos, ni mejoras en las condiciones laborales y les negaron el reconocimiento de la sociedad obrera.
De seiscientos huelguistas reunidos en asamblea, cuatrocientos veintisiete votaron por volver al trabajo. El resto, guiados por “El Toscano”, huyeron a la frontera con Chile con armas y caballos.
En abril de 1921, tras casi cuatro meses de permanencia en Santa Cruz, la tropa de Varela se marchó a Buenos Aires. El gobernador Yza también partió, aunque dejó a su secretario, el mayor del Ejército Francisco Céfaly Pandolfi, en su despacho.
Luego, el precario acuerdo entre obreros y estancieros se deshace A poco de la firma del acuerdo entre peones y estancieros, que fue reconocido por la Dirección Nacional del Trabajo (DNT), la tensión laboral continuó.
Los sueldos dejaron de pagarse y la policía volvió a encarcelar y deportar a dirigentes y peones. El 30 de octubre 1921 se reanudaron las huelgas.
Una brigada de “guardias blancas” de la Liga Patriótica atacó una manifestación obrera en Puerto Deseado. Provocó un muerto y varios heridos.
Sin el mandato de la Sociedad Obrera, que solo promovía el paro en los establecimientos, los miembros del “Consejo Rojo” de “El Toscano” tomaban por rehenes a estancieros y administradores.
“Vaya, vea y cumpla con su deber”
Varela fue nuevamente convocado. La instrucción del ministro de Guerra, Julio Moreno, fue la misma que la de Yrigoyen: “Vaya, vea bien lo que ocurre y cumpla con su deber”.
Varela pidió hablar con el Presidente, pero este no lo recibió. No hubo órdenes escritas. La resolución del conflicto quedaba a criterio de Varela.
El 4 de noviembre de 1921, el coronel volvió a embarcarse en el vapor con el Regimiento 10º de Caballería. Después lo haría el capitán Anaya al mando de una compañía y un grupo de Gendarmería.
En Santa Cruz, Varela ignoró al gobernador interino Céfaly Pandolfi y puso la policía provincial bajo su mando.
Céfaly Pandolfi, que había sido sitiado por la Sociedad Rural, intentó defender su autoridad y envió telegramas a Yza alertando sobre la situación. Le requirió que le informase cuáles eran las atribuciones de la misión encomendada a Varela. Céfaly Pandolfi preveía que el conflicto se resolvería con la represión militar.
Yza no respondió telegramas, ni se trasladó al sur. Los propietarios le acercaron a Varela las denuncias contra los peones: apropiación indebida de ganado, destrucción de las líneas telefónicas y telegráficas, retención de los patrones durante la huelga, además de crímenes y violaciones.
Le pidieron un reforzamiento de la autoridad: el caos anarquista debía ser erradicado. Varela recorrió las estancias. No observó los destrozos que había publicado la prensa, pero era cierto que las tareas estaban paralizadas.
La ley no escrita: los primeros fusilamientos
En el interior del territorio, muchos establecimientos habían sido sublevados y los administradores habían huido, o habían sido tomados de rehenes.
Durante la primera expedición en Santa Cruz, Varela había expresado que quizá los obreros tuvieran motivos para declararse en huelga.
En la segunda incursión, Varela modificó su visión original frente al conflicto. Los huelguistas dejaron de ser “pacíficos ciudadanos”.
Como había sido garante del acuerdo anterior, los obreros supusieron que llegaba para dialogar. Pero el coronel mostró determinación en su primer bando militar. Si los huelguistas le entregaban a los prisioneros, las caballadas y las armas, él les daría todas las garantías para ellos y sus familias y se comprometería a que se hiciera justicia en los reclamos.
Pero si en veinticuatro horas no había respuesta, el sometimiento sería incondicional: los huelguistas serían considerados enemigos y castigados con severidad. El que disparase contra las tropas, sería fusilado. Y, una vez iniciado el combate, ya no habría parlamento, ni suspensión de hostilidades.
Yrigoyen no había declarado el estado de sitio en Santa Cruz. Pero Varela planeaba aplicar la ley no escrita.
Algunos huelguistas de distintos establecimientos decidieron acatar el bando militar. Fueron desarmados por las tropas del Ejército y apresados en las comisarías de los pueblos. Fueron los más afortunados.
Para el resto, no habría piedad.
A los cabecillas de la huelga que mantuvieron secuestrado a un gerente del frigorífico Armour los apartó del resto y los fusiló. Fue el inicio.
En el Cañadón de los Muertos, subieron al faldeo a medio millar de huelguistas y los fusilaron a la puesta del sol. En la estancia La Anita, de la familia Menéndez Behety, quinientos hombres se entregaron de acuerdo con las condiciones establecidas por Varela. También fueron fusilados.
Solo hubo un combate. Fue en la estación ferroviaria Tehuelches. Allí se acercó un grupo de peones sin advertir que en el vagón estaba la tropa oficial, que abrió fuego. Tres huelguistas perdieron la vida y también un conscripto de apellido Fischer, el único muerto del Ejército.
“Huyamos, sigamos la huelga hasta que triunfemos”
Varela decidió retirarse y convocar al día siguiente al jefe de los huelguistas a Jaramillo para negociar un acuerdo. “Facón Grande”, impulsado por un comerciante de la zona, aceptó el diálogo. Era un entrerriano de 41 años llamado José Font, propietario de media docena de carros y una tropilla de caballos con los que transportaba los fardos de lana de las estancias entre Puerto Deseado y San Julián. Había aceptado representar los reclamos de los peones rurales.
Apenas se presentó frente a Varela, le ataron las manos por la espalda y lo fusilaron en un cañadón. Sus compañeros también fueron muertos por el Ejército, y sus cuerpos, quemados con combustible. Otros huelguistas fueron remitidos al juzgado.
Antonio Soto, que vivía escapando de las tropas del Ejército con su grupo, desobedecería el mandato de una asamblea de peones que había decidido rendirse en forma incondicional. Soto les había prevenido lo que sucedería: “Os fusilarán a todos, nadie va a quedar con vida; huyamos, compañeros, sigamos la huelga indefinidamente hasta que triunfemos. No confíen en los militares, es la traílla más miserable, traidora y cobarde que habita en la tierra”.
Soto eludió el fusilamiento y se fugó hacia Chile. “El Toscano” tampoco pudo ser alcanzado por las balas en la cacería.
Continúa mañana
* Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA)
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