Tenía menos de diez años y sus padres ya la mandaban al médico preocupados. Querían “curarla”. A su mamá le hicieron creer que tenía un hijo enfermo. A ella misma le decían “enfermo”. En los hospitales, el médico clínico la inspeccionaba: la obligaba a desnudarse. Ella, una mujer encerrada en el cuerpo de un varón, odiaba ir al médico porque odiaba a los médicos. Hace poco recordó esas vejaciones propias de la ignorancia, propias de la era. Curtido el trauma, ensaya una reflexión: “¿Qué buscaban? ¿qué buscaban con desnudarme, con mirarme todo el cuerpo? ¿qué creían que iban a encontrar?”. Comprendió que la mandaban al médico porque no sabían lo que le pasaba. Ni ella, ni ellos, nadie sabía.
Diez años después, seguía odiando ir al médico. El espanto no se le había curado, la enfermedad que creían que tenía tampoco. “Me decían que era hombre, que había nacido hombre y que estaba mal lo que estaba haciendo”. Se sentía denigrada, discriminada. Los visitaba para hacerse el test de VIH por prevención. La frecuencia estimada del análisis era cada tres meses. Pero a veces necesitaba hacerlo antes de que se cumpliera el plazo. “No, no, a vos ya te lo hice el mes pasado. No te voy a hacer otro”, le respondían. “Me iba muy enojada del hospital: en vez de recibir contención, recibía un reto. Me expulsaban y no me daban ganas de volver”, retrata.
Pero igual debía volver. En su desdén por parecer menos hombre, consumía todo tipo de hormonas femeninas. Una vez se descompuso. Fue al hospital y el médico que la vio le remarcó su genitalidad: “Esto no es para usted, señor. Esto es para las mujeres”. Todavía recuerda con espanto esas palabras. Esperó tres meses que su cuerpo se limpiara y recurrió a las otras pastillas que no la habían afectado. Juró no regresar nunca más a un hospital.
El ciclo de su vida le reservó una paradoja. Hoy, a sus 50 años, es promotora de salud y trabaja ad honorem en el Hospital de Infecciosas “Francisco Javier Muñiz”.
Se llama Yéssica Daiana Gómez pero nació con otro nombre. Su identidad fue siempre la misma. Cuando le hicieron el nuevo documento, se olvidaron de incluir Daiana, el nombre que había elegido para ella su amiga, madre y protectora Claudia Pía Baudracco. Pero antes de que ese plástico celeste coincidiera con su percepción, pasaron muchas cosas: abandonos, abusos, escuelas, comisarías. Las buenas fueron pocas. Marcelo, su padre, era trabajador municipal de plazas y parques, Elvis del Valle, su madre, era auxiliar de maestranzas en un colegio de La Boca. Junto a Marcelo, su hermano cuatro años menor, vivían en una casa humilde de Parque Patricios.
Empezó a ir al psicólogo cuando tenía ocho años. “No sé si porque mis padres ya veían algo raro en mí o por el tema del colegio”, cuenta. En el colegio Carlos Della Penna -el mismo en el que trabajaba su madre- le iba mal, decididamente mal. No podía estudiar, prestar atención ni asimilar conceptos. Había un agente externo que lo atravesaba y lo bloqueaba: el hostigamiento y las burlas de sus compañeros, en una época en la que el bullying no existía como definición. Ellos eran los que sí se daban cuenta lo que le pasaba: “Me decían gay, trolo, puto, de todo. Me hacía mucho daño y yo no podía concentrarme en clases”.
En su casa, las peleas con su hermano eran constantes. Su papá siempre eligía defenderlo a él. Era una preferencia de su subconsciente. Ella era la que concentraba los cintazos, sin importar su culpabilidad. Pretendían ser golpes correctivos. Tuvo -dice- una infancia difícil, cerrada. Había un estigma que la reprimía. “Como no podía decir lo que sentía, vivía sufriendo, vivía llorando y no podía estudiar. Al psicólogo no le podía decir lo que sentía porque no me animaba. Y lo que sentía era que quería ser mujer, pero no sabía cómo expresarlo. Me sentía mal porque me vestían de varón y no era lo que yo quería para mí”, expresa.
En su casa era un tabú y en el colegio, violencia. No era invitada a ningún cumpleaños de sus compañeros. Odiaba las clases de gimnasia de la misma manera que odiaba ir al médico. “El profesor ordenaba ‘los varones van a jugar a la pelota y las mujeres van a hacer tal cosa’. Y yo quedaba en el medio. ‘No me gusta jugar a la pelota’, le decía al profesor que de penitencia me mandaba a correr dos o tres vueltas al parque o me pedía que hiciera flexiones de brazos”, recuerda con angustia.
El asedio y la instigación que recibía en formato de burlas e insultos habían saturado su tolerancia. En sexto grado, cansada de las agresiones, empezó a reaccionar. Ya no asimilaba el destrato. Decidió destapar su furia y canalizar su venganza en golpes, en agravios. Lo que recibía, lo devolvía. “Dejé de ser yo, ya no me sentía la misma. No era yo esa persona que pegaba, que insultaba. No quería ser así”. Cada vez eran más frecuentes sus visitas a la dirección. Penalizaban solo sus reacciones y no la fuente de su ira. Eso también socavaba la integridad profesional de su mamá, que trabajaba ahí y presenciaba el regaño constante a su hija -en aquel momento y para ella: hijo-.
Un día lo escupió: tenía doce años. “Mamá, no quiero ir más al colegio porque no entiendo nada”. Su excusa era la falta de comprensión. “Bueno -aceptó Elvis-, sabé que si no vas a ir más al colegio, no te van a dar trabajo y nunca vas a llegar a ser nadie en la vida”. “Entonces no quiero ser nadie en la vida”, le respondió ella, ganada por la conmoción.
No tener que salir de su casa le entregó tiempo preciado con ella misma. Su papá ya se había ido de su familia. Ella se encargaba de los quehaceres: sus tareas eran limpiar, ordenar, llevar a su hermano al colegio. Se sentía a gusto con su vida cuando nadie la veía sentirse mujer. En la intimidad de su hogar se destapaba. Cuando se quedaba sola, jugaba a vestirse de mujer. Le usaba la ropa y el maquillaje a su mamá, se ponía un toallón en la cabeza para imaginarse con pelo largo. Antes de que volviera de trabajar, procuraba borrar las huellas de su verdadera identidad. Una vez, su mamá encontró que una muñeca que conservaba de su infancia había aparecido prolija, pintada y peinada. Sospechó que había sido ella, su hijo mayor, pero no se lo dijo. Inconscientemente las dos lo tapaban: una por pudor y miedo, la otra por deshonra. Yéssica reconoce: “No era un tema que se podía decir en mi casa. A mi mamá le habían dicho que yo estaba enferma”.
Su mamá tampoco la dejaba ir a la calle. No sabe si lo hacían para protegerla o para censurarla. Su infancia se redujo a los componentes de su familia. No tenía amigos. Al único lugar que la dejaban ir era a la casa de unos vecinos que vivían enfrente. No conoció la calle hasta que vivió en y de ella. Tenía 17 años cuando un día esperó que su mamá regresara del trabajo para confrontarla: “sentate porque quiero hablar con vos”. “Me costó muchísimo tener esa charla. Me fui de mi casa diciéndole a mi mamá que quería cambiar, que quería ser mujer, que me sentía mujer, que no la quería engañar más y que yo quería ser feliz”.
Su mamá le respondió con el discurso de época: “Pero es que vos naciste varón, sos hombre, tenés que casarte y tener hijos”. “Bueno, si querés me caso con una mujer, pero sería engañarte y engañarme a mí también, y no seríamos felices yo ni vos”, le enseñó ella. Su mamá lo aceptó y le reconoció que le daba vergüenza lo que los vecinos vayan a decir, lo que le vaya a decir su propia madre. La respuesta reflejo de su madre y la preocupación en la que reparó reforzaron su decisión: Yéssica se hizo el bolso y se fue. Tenía 17 años, ningún destino y una sola certeza: ser mujer.
Primero a la casa de unos tíos, después decididamente a la calle. Se convirtió en una travesti, en una prostituta. En una esquina del barrio de Constitución conoció que había otras chicas como ella. Era Claudia Pía Baudracco, quien rápidamente se convirtió en su amiga, su madre y su protectora: le enseñó a andar en la calle, la alertó de las cosas que le iban a pasar. Descubrió que había otras mujeres enfrascadas en cuerpos ajenos que actuaban, vivían y sentían como ella. Que querían lo mismo que ella. En la calle tuvo el cobijo que no halló en su casa. Pero al principio le costó: no conocía, tenía miedo. “Pero siempre fue de aprender rápido”, asegura.
“Me fui poniendo gaucha, conociendo las artimañas, sabiendo cómo manejarme. Siempre fui muy consciente de que me tenía que cuidar. Nunca caí en cosas raras. Y Claudia Pía me enseñó que siempre siempre siempre tenía que usar preservativo”. Ya asentada en el oficio, ensayó un pronóstico perturbador. Recordó lo que su mamá le había dicho: si no estudiaba, no iba a ser nadie. Advirtió que quería dejar de estar en la calle, que su profesión tenía una vida corta. “¿Vos te creés que no vas a llegar a vieja? No te va a querer comer ni el ácido”, le avisó Claudia, su otra mamá. Proyectó su vejez sin trabajo ni jubilación y se asustó. Volver al colegio era la solución.
Probó en dos colegios privados. No resultó. El caudal de discriminación no había mermado. Encontró un tercer colegio: la escuela de Comercio Nº 36 Isaac Halperin del barrio de Constitución. “Me recibí en el año 2000. Fueron mis mejores años en el colegio. Pude estudiar, pude hacerme amiga de las chicas. Los profesores me hablaban, me preguntaban cosas, me prestaban atención. Me daban muchas ganas de seguir yendo”. Yéssica era un “bicho raro” en la comunidad educativa. “Las chicas se me arrimaban y me preguntaban ‘¿qué comés, qué te gusta hacer?’. ‘Yo soy como vos nena -les decía-: como, duermo, cago igual que vos’”.
Tal era su deseo de integrarse, que gastaba su dinero en complacer a sus compañeras: preparaba comida, se encargaba del mate. Eso sí, los hombres se resistían a interactuar. La disyuntiva por el uso del baño fue un caso bisagra. “Al principio fui al de mujeres, pero me echaron y me dijeron que tenía que ir al otro baño. Iba al baño de varones antes de los recreos para no encontrarme a nadie. Pero siempre había uno que salía huyendo cada vez que entraba. Algunos se fueron a quejar al director”, relata. El director del instituto tenía su mismo apellido. No recuerda su nombre, pero sí su gestión. Ella le pidió una reunión. Lo enfrentó: “Ya me echaron del baño de mujeres, ya me echaron del baño de varones. Si usted no me hace un baño en el fondo para mí yo rompo todo el colegio”. Él, en actitud conciliadora, prometió una resolución. Organizó una reunión con los directivos del colegio y le ofrecieron el baño de preceptores. “Uy, buenísimo, para mí mejor porque me voy a sentir una maestra”, recuerda que respondió.
Yéssica, en el colegio, era Yéssica para los estudiantes, los profesores y las autoridades. No importaba lo que figuraba en el documento. Iba a estudiar feliz. El vínculo que había conseguido era casi paternal. Le preocupaba el estudio y el colegio se preocupaba por ella. Una vez, Gómez, el director, la cruzó en un pasillo y le preguntó por qué a veces se ausentaba. “Es que me llevan presa por estar vestida así”, le contestó. “Miré -le dijo-, yo le voy a dar mi teléfono y cuando es así, usted me llama sin importar la hora”.
No sabe cuántas veces cayó detenida. Dice que son incontables. Quedaba días, semanas presa. La policía no le pedía su DNI: si la veía vestida de mujer, se la llevaba automáticamente. “No andábamos de día porque sabíamos que podíamos caer presas. Andábamos de noche. Y también a las corridas. Las veces que me trepé en los árboles o que me tiré debajo de los autos estacionados para que no me agarraran”.
“La comisaría en la que más veces caí es la de Parque Patricios. Mi salvación, o lo que creía que era mi salvación, era la carpeta. Volvía con la carpeta en la mano a mi casa caminando. Me paraba el patrullero y me llevaba. ‘Pero mirá -les decía-, estoy estudiando, no estoy trabajando en la calle. Mirá la fecha’”. Le dejaban hacer una llamada y ella recurría a Gómez, el director. A veces lograba rescatarla, a veces no. La fidelidad del director del colegio, las visitas frecuentes a la dependencia y el principio del hartazgo le inyectaron confianza. “¿Por qué me traen acá?”, cuestionaba.
“Alzaba un poco la voz, pero no tanto porque sino me cagaban a palos o me metían al calabozo -dice-. A mí me perdonaban y me ponían en una oficina. Me dejaban ahí tres o cuatro días y me largaban. Una vez me enojé y me pusieron en el buzón: una celda chiquita, toda meada y cagada, y tuve que dormir ahí. Me asustaban diciéndome que me iban a meter con los tipos. Y yo no quería eso. Nos desnudaban delante de los policías y se mataban de la risa. Éramos el hazmerreír, hacían lo que querían con nosotras en las comisarías. Pero por la carpeta y por el director a mí me tenían compasión”.
Supo, años después, que el comisario le había puesto un apodo. Había dos policías buenos que les avisaban cuándo pasaba la cuadrilla: “Ahora viene la razzia, váyanse”. Hace poco se encontró con uno de los policías buenos. “Me preguntó cómo estaba, qué era de mi vida y me dijo: ‘¿sabés cómo te llamaba el comisario a vos?’”. Yéssica Daiana Gómez era conocida en la comisaría 32 de Parque Patricios como “la estudiante del diablo”.
Habían pasado más de seis años desde que abandonó su casa. Desde entonces, no había vuelto a hablar con su mamá. Una compañera del secundario nocturno le inseminó la idea: para el acto de entrega del título, los profesores del instituto les pidieron a los alumnos que invitaran a sus familias. Ella se negó a decirle a su mamá porque no quería que la viera así, vestida de mujer. “Le va a dar un infarto”, decía. Su amiga la convenció. Salió del colegio, se dirigió a un teléfono público de color naranja que había en la cuadra y llamó a su casa.
-¡Hola mamá! ¿Cómo estás? Soy yo. Te quiero decir que estoy por terminar el secundario -se presentó.
-Ah, qué bueno -le respondió, frío y distante, según el relato que recreó Yéssica.
-Los profesores quieren que vengan nuestros familiares para la entrega de los diplomas. No sé si querés venir…
-Voy a ver si puedo.
-Te quiero contar que no soy la misma persona, yo estoy vestida de mujer.
-Bueno, voy a ver si puedo ir.
-Te llamo la semana que viene para confirmarte el día y la hora.
A la semana siguiente, llamó y le dio los datos de la premiación. Su mamá le dijo que sí, llorando. “Fue toda una conmoción en el colegio. En mi división sabían mi historia. Esa noche me puse un vestido rojo, todo de canutillos, brillante. Cuando llegó mi mamá, lo primero que le dije es que no me dijera el otro nombre. En el colegio me llamaban por el apellido y mis compañeros me llamaban Yéssica. Con mi mamá nos abrazábamos y llorábamos”, rememora. Ese reencuentro significó un acercamiento, la semilla de un largo proceso de sanación y recomposición.
Entabló una revinculación natural, sin reproches, sin memoria. Como si fuese un nuevo comienzo, exento del pasado. “Yo no iba a mi casa, la llamaba por teléfono a mi mamá. Pasaron dos años hasta que me invitó y le dijo a mi hermano, que ya tenía dos hijas chiquitas. Me acuerdo: fui un viernes a la noche bien tarde para que no me vieran los vecinos. Me fui el domingo bien tarde también para que no me vieran, para que mi mamá no se sintiera mal. Me quedaba todo el fin de semana adentro. Hasta que un día me dijo ‘¿me acompañás a comprar?’. Y salimos. Sentí una alegría tremenda”, revive.
Yéssica, igual, le tuvo que mentir a su mamá. Le dijo que era empleada de una telefonista en una empresa privada. No le reconoció que trabajaba en la calle porque no quería que se preocupara. Con ella reconstruyó un vínculo amistoso, trivial y limitado. Pero con Claudia Pía, su otra mamá, no había tapujos. Un canto a la honestidad brutal. Fue quien le desinfló las expectativas que habían brotado desde el egreso de su escolaridad: “¿Vos creés que te van a dar trabajo porque terminaste el secundario? Estás equivocada, nadie te va a dar trabajo. ¡Sos trava!”.
Buscó en los clasificados del diario, al menos, dos postulaciones de empleo y se presentó. Era para trabajar como empleada de limpieza. Corría la década del 2000, faltaban doce años para que se promulgara la ley de identidad de género en el país, la sociedad argentina entraba en ebullición, ella ya tenía treinta años y salía a buscar trabajo. “En el primero se me rieron en la cara. En otro me dijeron ‘espere’: fueron, volvieron y me dijeron que ya habían tomado uno. Ahí me di cuenta que la calle era mi lugar”.
Le había perdido el rastro a Claudia Pía Baudracco. Se había ido a trabajar a otra zona. Cuando se reencontraron, ella ya había montado una organización militante. Se estaba convirtiendo paulatinamente en una revolucionaria activista por los derechos trans, fundadora de Transvivir, miembro de la Asociación de Travestis, Transexuales y Transgénero de la Argentina (ATTA) e impulsora de la Ley de Identidad de Género. Murió poco antes de su sanción. Ya había sembrado su semilla.
Lo hizo en el festejo de un cumpleaños. Se habían juntado varias compañeras a celebrar un cumpleaños. La fiesta estaba completa pero faltaba una. La esperaron pero nunca llegó. “A ésta la habrán metido presa”, intuyó. Le pidió a un chico gay que fuera a averiguar su paradero a las comisarías: a los gays no los detenían porque se vestían como varones. La que faltaba estaba, efectivamente, detenida. “¡Basta! Vamos a hacer sentadas en la puerta de la comisaría hasta que la suelten. O nos llevan a todas o la sueltan”, ordenó. Esa resistencia fue creciendo. Las sentadas en las comisarías continuaron en la Legislatura y el Congreso. Empezaron a visibilizar su causa. Las que asumieron el mando fueron perseguidas. No pudieron detener el movimiento.
Cuando la reencontró a Yéssica, Claudia le pidió un favor: que la ayudara a penetrar en un universo hostil para toda la comunidad trans y repulsivo, particularmente, para ella. Quería entrar al Hospital Muñiz. Quería fundar el grupo Transvivir. “¿Cómo en este hospital que atiende a tantas mujeres trans, que es el más importante en VIH, nos discriminan de esa forma?”, manifestaba. Buscaba involucrarse en la capacitación del personal, garantizar el respeto y la asistencia justa a sus compañeras. “Vamos a armar un grupo, vamos a entrar dentro del hospital, vamos a hablar con los médicos y los enfermeros para que empiecen a respetarnos y a llamarnos como corresponde”, decía.
“Olvidate, ni loca entro a ese hospital”, fue la respuesta reflejo de Yéssica. Pero el plan era superador. Dejó de pensar en su experiencia traumática y proyectó los beneficios de este cambio de paradigma: “Vamos a ir -insistió-, vamos a bañar a las compañeras, las vamos a peinar, las vamos a maquillar, las vamos a poner lindas para que se pongan bien y se puedan recuperar”. No fue difícil convencerla. Tuvieron una primera reunión con el director. Les dijo que sí, les prometió un espacio dentro de las instalaciones. La resistencia de las enfermeras duró poco. El tiempo cooperó para el entendimiento mutuo. Al final, ya les pedían disculpas. “No sabían cómo tratarnos, lo hacían por ignorancia”, reflexiona. Ahora las convocan cada vez que una compañera trans necesita ayuda.
Entraron en 2012, previo a la sanción de la ley. Eran cuatro promotoras de salud. Antes de su llegada, a las mujeres trans las atendían en las salas de los varones. Lucharon para que las atendieran en salas de mujeres. La 16 fue la primera sala de mujeres donde estuvo internada una chica trans. Un pequeño caso de cambio de época. “Vamos a las salas, las asesoramos, les pedíamos a todos que nos llamaran por el nombre que elegimos, si alguna chica internada no tiene su DNI actualizado, les hacemos el trámite, también les avisamos que pueden recibir pensiones por enfermedad. Recopilamos datos. Hay chicas que se habían ido de su casa y tratamos de ubicar a las familias para que vengan a verlas. Como es un hospital especializado en infecciones, es al que más van las chicas, ya sea por VIH, tuberculosis, las siliconas, cualquier otra cosa”, repara Yéssica.
Con los años, Perla y María Laura, dos psicólogas que trabajaban en el hospital, le aconsejaron que retomara los estudios. Era la única que tenía el secundario terminado de las colaboradoras. Le recomendaron que estudiara algo semejante a la salud con la promesa de que ingresaría a trabajar en el Muñiz. Averiguó cursos gratuitos, se dirigió al Hospital de Clínicas y se anotó en el único que tenía cupo disponible: extraccionista. Justo ella que veía sangre y le bajaba la presión. Se anotó igual, confiando que después podría cambiar de turno. El día que estaba habilitada esa opción, llegó tarde a clases. La mera chance de huir de la calle era suficiente estímulo. Prefirió ver sangre a regresar a su empleo: “Solo pensaba en la posibilidad de tener un buen trabajo, un trabajo digno por primera vez y sabía que tenía que lograrlo”.
Aprobó el curso. Descubrió que ver sangre no era tan dramático, que el trabajo le gustaba y que era buena haciéndolo. No ingresó al hospital, sino a una organización dedicada a realizar test de VIH y de sífilis. Trabajó siete años: en una de esas jornadas conoció a su actual novio. Hace ocho que lo hace en la Subsecretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, a donde recaló gracias a un taller de diversidad que dieron en el hospital. Esta semana, en el marco de la Semana del Orgullo LGTBI+, la fundación Transvivir recibió un reconocimiento a sus diez años de historia.
En la entrega de la distinción estuvo su mamá. Ese día también lloraron abrazadas. Yéssica vive ahora en Claypole. Su mamá sigue viviendo en Parque Patricios. Asegura que la relación con su familia es espléndida: “Nos juntamos seguido. Con mi hermano hasta vamos a bailar, vamos de camping, vamos al cine con mis sobrinas. Ellos ya conocen a mi novio que también tiene una mamá trans. Vivimos una vida común”. Aún tiene asuntos pendientes por tratar. No puede soltarse a hablar de su infancia con su mamá. Adeuda algunas preguntas que todavía no se anima a hacer. Algún día las hará.
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