Cuando a principios del siglo pasado los seguidores argentinos del criminólogo italiano Césare Lombroso se toparon con los rasgos físicos y la sangrienta serie de asesinatos de Cayetano Santos Godino creyeron haber encontrado el arquetipo perfecto del “criminal nato”, cuyas características definía el autor de Tratado antropológico experimental del hombre delincuente.
El Petiso Orejudo –como la prensa bautizó a Godino– las tenía todas. En lo físico: cráneo pequeño, gran órbita ocular, frente hundida, abultamiento en la parte inferior de la zona posterior de la cabeza, orejas puntiagudas; en lo psicológico: insensible, impulsivo y carente de remordimientos por sus actos.
Pero además de eso, los actos de Cayetano Santos Godino lo ponían en un lugar mucho más siniestro que a cualquier otro asesino: había cometido todos sus crímenes antes de cumplir 16 años y todas sus víctimas, que se contaban en por lo menos cuatro muertos y diez heridos, eran niños, algunos de ellos menores de dos años.
Primero los golpeaba con las manos o una piedra, luego los ahorcaba con una cuerda y una vez que estaban muertos les clavaba un clavo en la cabeza. Esa parecía ser su firma.
Como si fuera poco, era también pirómano. Se le probaron siete incendios de edificios.
Los diarios y revistas de la época –las dos primeras décadas del Siglo XX– no escatimaban adjetivos para calificarlo: bestia, hiena, monstruo, idiota, imbécil, inhumano, degenerado, repugnante, fiera, abominable.
Nunca hasta entonces jueces, policías, criminólogos y psiquiatras se habían topado con un caso como el del Petiso Orejudo. No sólo era el primer asesino en serie registrado en la historia criminal de la Argentina, era un niño asesino en serie de niños.
Una infancia tormentosa
Cayetano Santos Godino nació en Buenos Aires el 31 de octubre de 1896, hace exactamente 125 años. Era hijo de Fiore y Lucía Godino, un matrimonio de calabreses llegados a Buenos Aires en 1884.
El mundo le resultó de entrada un lugar hostil a Cayetano. Casi muere en el parto y tuvo siempre una salud endeble, quizás agravada por el ambiente del hogar en que iba creciendo. Su padre, alcohólico y con síntomas de demencia provocados por una sífilis contraída años antes, golpeaba a su madre constantemente y muchas veces el pequeño Cayetano recibía su parte. También lo golpeaba su hermano mayor, Antonio, otro chico torturado que, además, sufría frecuentes ataques de epilepsia.
En sus primeros años, Cayetano estuvo varias veces al borde de la muerte, debido a una enfermedad estomacal –probablemente una enteritis– mal tratada por los médicos.
Apenas tuvo edad suficiente buscó la calle para escapar del infernal clima de su casa. A los cinco años ya vagaba por Almagro y Parque Patricios, que por entonces eran un arrabal de Buenos Aires, donde todavía había baldíos y quintas de descanso, pero crecían los conventillos poblados de paisanos venidos del interior e inmigrantes.
Lo echaron de varias escuelas por su rendimiento casi nulo –parecía no entender nada– y su comportamiento violento.
Los primeros crímenes
A Cayetano le faltaba un mes para cumplir los 8 años cuando cometió su primer crimen, una agresión que no terminó en asesinato por casualidad. El 28 de septiembre de 1904 encontró en la calle a Miguel Depaola, un nene de dos años, y lo llevó engañado hasta un baldío cercano, donde lo golpeó y lo arrojó sobre un montón de espinas. Lo estaba golpeado nuevamente cuando los gritos de la pequeña víctima alertaron a un policía que pasaba por ahí y los llevó a los dos a la comisaría. Como se trataba de dos criaturas, la policía buscó a sus madres y se las entregó, sin averiguar nada.
Unos meses más tarde, Cayetano volvió a las andadas con el mismo modus operandi. Engañó a Ana Neri, una nena de solo 18 meses que vivía en la misma cuadra de su casa, y la llevó a un baldío, donde la tiró al piso y le golpeó la cabeza con una piedra. Por segunda vez, el paso casual de un policía evitó que la matara. El agente devolvió la niña a sus padres y llevó a Cayetano a la comisaría, pero esa misma noche estaba de regreso en su casa. Lo único que hizo el comisario fue mandar a buscar a la madre de Cayetano para que se lo llevara.
La primera muerte, sin descubrir
El 29 de marzo de 1906, un Cayetano de 9 años tuvo finalmente éxito en sus intentos homicidas, pero nadie se enteró.
La maniobra fue la misma. Invitó a jugar a María Rosa Face, de tres años, y la llevó hasta otro baldío, donde intentó estrangularla. La nena todavía respiraba cuando la enterró en una zanja y la tapó con latas.
La policía nunca conectó la desaparición de María Rosa, denunciada por sus desesperados padres, con el niño al que habían descubierto golpeando a otras criaturas en un baldío. Si se sabe de su muerte es porque años después el propio Petiso Orejudo la confesó e indicó el lugar donde la había enterrado. El cadáver nunca fue recuperado, porque ya no había allí un baldío y una zanja, sino que se levantaba un edificio de dos pisos.
Denunciado por su padre
Fiore Godino no sabía cómo sacarse de encima a su hijo problemático, de cuyo comportamiento en la calle se quejaban todos los vecinos. El 5 de abril de 1906 –menos de una semana después de que Cayetano matara a María Rosa sin ser descubierto– el hombre lo encontró acogotando a sus gallinas.
Lo golpeó y lo llevó a la rastra hasta la comisaría del barrio. El texto de la denuncia del padre contra su hijo todavía se conserva:
“En la Ciudad de Buenos Aires, a los 5 días del mes de abril del año 1906, compareció una persona ante el infrascripto Comisario de Investigaciones, el que previo juramento que en legal forma prestó, al solo efecto de justificar su identidad personal, dijo llamarse Fiore Godino, ser italiano, de 42 años de edad, con 18 de residencia en el país, casado, farolero y domiciliado en la calle 24 de Noviembre 623. Enseguida expresó: que tenía un hijo llamado Cayetano, argentino, de 9 años y 5 meses, el cual es absolutamente rebelde a la represión paternal, resultando que molesta a todos los vecinos, arrojándoles cascotes o injuriándolos; que deseando corregirlo en alguna forma, recurre a esta Policía para que lo recluya donde crea oportuno y para el tiempo que quiera. Con lo que terminó el acto y previa íntegra lectura, se ratificó y firmó. Firmado: Francisco Laguarda, comisario. Fiore Godino. Se resolvió detener al menor Cayetano Godino y se remitió comunicado a la Alcaidía Segunda División, a disposición del señor jefe de policía”.
Cayetano fue a parar a un reformatorio, pero dos meses más tarde estaba de vuelta en su casa.
Dos intentos más
Para entonces su hermano mayor Antonio vive tan borracho como su padre y no tiene mejor idea que compartir la botella de ginebra que compra diariamente con su hermano Cayetano, que ya anda por los 11 años.
El alcohol parece contribuir a la violencia que anida en Cayetano. Sigue agrediendo con gritos a los vecinos y cuando estos se quejan a sus padres se toma revancha tirando piedras a sus casas.
Tampoco ceja en sus intentos de matar.
El 9 de septiembre de 1908 encontró jugando solo en la calle a Severino González Caló, un nene de dos años, y lo llevó hasta una bodega cercana, donde lo introdujo sin ser visto. Alzó al niño en sus brazos y lo metió en una pileta para caballos, donde intentó ahogarlo. Los ruidos alertaron al dueño de la bodega, Zacarías Caviglia, que corrió y sacó a Severino del agua, ante la mirada impertérrita de Cayetano.
Cuando le preguntó qué estaba haciendo ahí con ese nene, El Petiso Orejudo le contestó que intentaba sacar al nene de la pileta, porque había visto a una mujer vestida de negro –a la que luego describiría con lujo de detalles a la policía– tirando al nene al agua.
Caviglia llevó a los dos chicos a la comisaría, donde los dos años de Severino salvaron a Cayetano. El nene no pudo explicar lo que había pasado, y El Petiso Orejudo repitió su historia, agregándole detalles. Lo hicieron dormir en una celda, pero al día siguiente lo entregaron a sus padres.
La policía no lo asusta a Cayetano, su necesidad de ejercer violencia sobre otros más chicos que él es mucho más potente que cualquier temor.
Una semana después del intento de asesinato del pequeño Severino, la madre de Julio Botte, un nene de 22 meses, encontró a Cayetano metido en su casa, en la calle Colombres, cuando le quemándole un párpado a su hijo con la brasa de un cigarrillo. El Petiso Orejudo logró escapar otra vez. La policía no lo buscó.
El segundo reformatorio
Cayetano esquiva ser capturado y encarcelado por sus crímenes, pero no puede evitar el odio de su padre, que vuelve a intentar sacárselo de encima.
El 6 de diciembre de 1908, con 12 años recién cumplidos, Cayetano volvió a ser denunciado y entregado por Fiore en la Comisaría. Por orden de un juez lo enviaron a la Colonia de Menores de Marcos Paz.
Estuvo tres años fuera de circulación. En la colonia aprendió a leer y escribir –algo que nunca pudo hacer en su breve paso por la escuela- y también algún oficio. Pero el reformatorio no reforma a Cayetano, o lo reforma para peor. Endeble de físico, pasó todo ese tiempo soportando las agresiones de los otros internados.
Lo liberaron el 23 de diciembre de 1911 por pedido de sus padres, que al verlo tranquilo en las visitas decidieron que el chico había tenido suficiente y que a partir de entonces se iba a portar mejor.
Se equivocaron. El reformatorio no había logrado frenar la furia asesina de Cayetano, el resultado era el contrario.
Una escalada de incendios
El Petiso Orejudo había cumplido 15 años hacía menos de dos meses cuando volvió a la calle. Con esa edad, estaba obligado a trabajar. Su padre le consiguió trabajo en una fábrica, pero duró menos de un mes en el empleo. Faltaba seguido, llegaba borracho, trabajaba mal y provocaba a los otros obreros.
Sólo se mantenía perseverante en sus ansias de matar, a las que se había agregado un incontenible deseo pirómano.
El 17 de enero de 1912 se metió de noche en una bodega de la calle Corrientes y le prendió fuego. Escapó antes de que llegaran los bomberos, que demoraron más de cuatro horas en controlar las llamas. No lo atraparon por el hecho, él mismo confesaría su autoría después, cuando lo detuvieron por su último crimen:
-Me gusta ver trabajar a los bomberos, es lindo ver cómo caen en el fuego -explicó.
En los meses siguientes, además de matar, El Petiso Orejudo provocaría otros seis incendios. Siempre logró escapar.
Un deseo incontenible de matar
Entre incendios, intentos de homicidio –algunos fallidos y otros exitosos– el raid criminal de Cayetano Santos Godino se acelera durante todo 1912.
Cometió su primer asesinato del año el 26 de enero, cuando llevó a Arturo Laurora, de 13 años, a una casa vacía de la calle Pavón y lo estranguló con una soga. El cadáver, semidesnudo, fue encontrado por el dueño de la casa cuando llegó para mostrarla a un potencial inquilino. La policía no halló pistas sobre la identidad del autor del crimen. Si se la conoce es porque El Petiso Orejudo lo confesó después.
El 7 de marzo prendió fuego el vestido de Reyna Bonita Vainicoff, una nena de cinco años. Sus padres la llevaron inmediatamente al Hospital de Niños, donde agonizó durante 16 días sin que los médicos pudieran salvarle la vida.
El 8 de noviembre volvió a utilizar su estrategia de engaños para convencer a Roberto Russo, un nene de dos años, que lo acompañara a comprar caramelos. Lo llevó a un baldío donde había un alfalfar e intentó estrangularlo con la siga que usaba a manera de cinturón. No lo logró porque un peón vio la escena y corrió hacia ellos. Cayetano explicó que había visto al nene atado y lo estaba desatando. Parece insólito con sus antecedentes, pero la policía le creyó.
Una semana más tarde, el 16 de noviembre, llevó a Carmen Ghittone, de tres años, a un baldío y le golpeó la cabeza con una piedra. Los descubrió un policía cuando estaba estrangulándola y lo obligó a escapar. No lo atraparon.
Esperó apenas dos días para hacer otro intento. El 20 de noviembre, encontró en la calle a Catalina Neutelier, de cinco años e intentó llevarla hasta un baldío de la calle Directorio para matarla allí. No pudo llegar porque Catalina pidió ayuda y Cayetano la golpeó en plena calle para que se callara. Un vecino le gritó y tuvo que escapar sin llevarse a la nena.
El asesinato del final
Las autoridades ya buscaban al Petiso Orejudo cuando éste cometió su último crimen, el que lo haría caer. Fue el 3 de diciembre de 1912.
La mañana de ese día, utilizando su clásico modus operandi de engaños, se llevó a Jesualdo Giordano, un nene de 3 años, de la puerta de su casa en la calle Progreso 2185. Le prometió comprarle caramelos en un kiosco cercano, le dio uno y le dijo que le daría más si iba con él. Así consiguió llevarlo al lugar que se conocía como la Quinta Moreno, donde hoy se levanta el Instituto Bernasconi.
Lo alzó en brazos, le metió en la quinta y lo llevó hasta el horno de ladrillos, donde volvió a usar la soga tenía como cinturón para estrangularlo. Pero Jesualdo seguía respirando, de modo que recogió un clavo oxidado que había en el piso y se lo clavó en la cabeza utilizando una piedra como martillo.
Estuvo a punto de ser atrapado cuando salió. En la vereda de la quinta se encontró con el padre de Jesualdo, que le preguntó si había visto a un nene que estaba perdido. Imperturbable, Cayetano contestó con un lacónico:
-No, señor.
Lo perdió –como a muchos delincuentes– la necesidad de comprobar las consecuencias de su crimen. Esa misma noche, El Petiso Orejudo fue el velatorio del niño. Quería ver si todavía tenía el clavo en la cabeza, le confesó después a la policía.
Cayetano estuvo un rato parado a lado del cajón y de pronto estalló en llanto y huyó corriendo. El padre del niño reconoció al pibe que había visto en la Quinta Moreno y sospechó.
Al día siguiente, una patrulla policial al mando del principal Ricardo Bassetti, allanó la casa de los Godino y detuvo a Cayetano. En un bolsillo del pantalón le encontraron un pedazo de soga: era la misma que había alrededor del cuello de Jesualdo.
Los forenses y El Petiso Orejudo
-¿Siente usted remordimientos por lo que ha hecho? – le preguntó a Cayetano Santos Godino uno de los psiquiatras forenses que lo entrevistaron durante el proceso penal.
-No entiendo – respondió El Petiso Orejudo.
Los criminólogos hacían cola para hablar con él: se trataba de un caso siniestro y fascinante que parecía salido del manual de Césare Lombroso. Ninguno dejaba de tomar nota sobre la forma de sus orejas.
“Priman en él los instintos primarios de la vida animal con una actividad poco común, mientras que los sociales están poco menos que atrofiados. Es un tipo agresivo, sin sentimientos e inhibición, lo que explica su inadaptabilidad a la disciplina didáctica. Ofrece del punto de vista físico, diversos estigmas degenerativos, los más característicos del tipo criminal”, anotó uno de los expertos, Víctor Mercante, luego de entrevistarlo en noviembre de 1913.
“Godino es un caso de degeneración agravada por el abandono social de que él ha sido víctima, y que por lo tanto no puede hacérsele responsable de sus crímenes, aun cuando su libertad sería peligrosa”, recomendó el criminólogo Enrique Nelson.
Primero inimputable, después condenado
En noviembre de 1914, el juez en lo Penal Ramos Mejía absolvió a Godino –pese a que había confesado cuatro muertes, siete incendios y varios intentos de asesinato– por considerarlo “penalmente irresponsable”, pero ordenó internarlo por tiempo indeterminado debido al peligro social que representaba.
Fue a parar al pabellón de delincuentes alienados del Hospital de Mercedes, donde en poco tiempo intentó matar a dos pacientes e intentó escaparse.
Mientras tanto, la Fiscalía había apelado la sentencia y la Cámara de Apelaciones en lo Criminal resolvió Santos Godino fuera confinado (mientras no hubiera asilos adecuados) en una cárcel por tiempo indeterminado, por lo que lo trasladaron a la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras.
Ushuaia, las orejas y la muerte
En 1923, Cayetano Santos Godino fue trasladado al Penal de Ushuaia –conocida como “El Penal del Fin del Mundo” – en Tierra del Fuego.
Allí los médicos intentaron experimentar con él, basándose siempre en las teorías de Lombroso. Uno de los ensayos al que lo sometieron fue operarle las orejas para achicárselas y ver si eso reducía sus instintos criminales.
Cayetano Santos Godino pasó 21 años en la cárcel más austral del planeta. Murió allí el 15 de noviembre de 1944 en lo que se suele llamar “confusas circunstancias”, una fórmula que suele servir para el encubrimiento. Estaba en el hospital del penal a causa de una hemorragia interna que los médicos adjudicaron a una úlcera gastrointestinal pero que bien pudo ser el resultado de una golpiza por parte de otros presos que sospecharon que El Petiso Orejudo había matado al gato que tenían como mascota.
Fue enterrado en el cementerio lindero a la cárcel, pero su tumba fue profanada.
Una leyenda negra cuenta que la esposa del director de la cárcel tenía su cráneo sobre el escritorio y que lo utilizaba como pisapapeles.
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