(…) 1976. Esa noche, Lazarte sintió en su conciencia un golpe seco mucho más demoledor e inesperado que el que había recibido en la última cita con el último jefe oficial de la Columna Norte, la tarde en que fue expulsado de Montoneros, no sé si por primera o segunda vez. Fue no mucho antes de enero de 1977 o diciembre de 1976. Entonces había acordado un encuentro con su jefe, el Gallego Willy, en los jardines públicos de un complejo de viviendas para mantener una discusión política.
Los dos llegaron con ánimo de romper algo de la posición del otro. Lazarte había ido al encuentro caminando, tenía el pelo recortado, un traje oscuro, corbata; aparentaba ser un hombre de treinta y tres o treinta y cuatro años, con una ocupación definida y la vida resuelta o en camino a eso. Llevaba enrrollado en la mano el diario del día, en el que escondía una granada a la que le había quitado la chaveta. Si abría el diario, exponía la granada como una flor, y a los tres segundos explotaría todo lo que lo rodeaba. Incluso él mismo. En su cinturón, tapada por el saco, Lazarte llevaba una cartuchera desabrochada con la pistola amartillada.
El Gallego Willy, con una campera liviana y cerrada hasta el pecho, bajó de un Renault 4 en el que permaneció su asistente. Willy había sido un combatiente montonero de los “originales”, que participó en la primera y fracasada toma de un pueblo. Con el correr de los años se había transformado en uno de los cuadros más leales de la Conducción. Se sentía, y lo era, un montonero con historia, que llegaba a tratar de imponer su autoridad en la Columna Norte en los tiempos en que la Columna Norte ya había sido arrasada y no quedaba nada, o nada más que el pelotón de Lazarte.
El pelotón de Lazarte —esto es histórico— rechazaba la línea política que imponía cada nueva jefatura que llegaba al territorio para intervenir la Columna sin conocer nada del territorio. Y digo cada nueva, porque en esos meses las jefaturas iban cayendo una tras otra bajo las balas, o en las redadas del Ejército y la Marina, mientras que los soldados de Lazarte lograban sobrevivir, según supe por los soldados de Lazarte que sobrevivieron, por rebelarse a las órdenes de funcionamiento interno de la conducción montonera.
En ese marco, esa tarde, con una granada en la mano, una pistola en el cinturón y la muerte acechando por los jardines públicos, Lazarte le recriminó al Gallego Willy que la Conducción Nacional se hubiese retirado del país. “Nos mandan a nosotros al combate y ni siquiera son capaces de quedarse”, le dijo.
Bastó para enfurecerlo. Estaba dudando de la valentía de Firmenich. El Gallego Willy le exigió que no volviera a hacerlo, pero Lazarte continuó en la línea crítica, o la línea de la provocación, y le preguntó a qué se arriesgaba Firmenich, al final. “¿Se arriesga a que cruzando la Plaza Roja de Moscú el frío le provoque un paro cardíaco? ¿A eso se arriesga, mientras nos cagamos a tiros en la Argentina?”
El Gallego Willy comenzó a bajar el cierre relámpago. “Hijo de puta”, pensó o le dijo. En ese momento ninguno de los dos se escuchaba. Decidió matarlo. Sería una sentencia del Tribunal Revolucionario que le dictaría y aplicaría él mismo, in situ, por traidor, por conspirador; en resumen, por hijo de puta.
Pero mientras sacaba su arma de la campera, ya tenía la de Lazarte acomodada en la boca de su estómago. “Quieto o te limpio”, dijo Lazarte. Una vecina que pasaba se alejó rápido. “Estás expulsado de la Organización”, le dijo el Gallego Willy, haciendo valer lo último que quedaba de su autoridad. ¿Pero a quién iba a expulsar? “¿A quién vas a expulsar?”, le volvió a preguntar Lazarte, “si nosotros somos más montoneros que ustedes. Nosotros seguimos combatiendo y ustedes se van del país. Cagones”. “Expulsado, hijo de puta”, reafirmó el Gallego Willy. Tenía la pistola y la voz ahogadas en su estómago.
Muchas veces, escuchando el relato de los ex guerrilleros, intentando captar sus sensaciones, el sentido de sus experiencias, su significado, me preguntaba si estas cosas realmente pasaban, o si con el paso del tiempo las habían reinterpretado o imaginado de una manera tan potente, tan verosímil, que la exposición de los hechos de veinticinco años atrás era más real que la propia realidad que habían vivido. ¿Cómo entenderlos? Dos montoneros a punto de matarse entre ellos en un jardín público, con vecinas que se alejaban frente al temor de quedar involucradas en un ajuste de cuentas de ladrones, en el momento más salvaje y eficiente del aniquilamiento, cuando Henry Kissinger autorizaba a los militares argentinos a aplicar la represión más implacable, siempre que lo hiciesen rápido. Pasaban estas cosas. Y creo que pasaban no porque estuvieran locos, sino porque se sentían soldados, soldados nacidos en los Altos de San Isidro y en la villa La Cava, soldados que incluso después del golpe de Estado, ante la caída de un oficial, realizaban una formación en la calle, designaban a su reemplazante y se arengaban a continuar la lucha revolucionaria hasta el final. Soldados que se desmoronaban día a día, en medio de una batalla que los estaba exterminando.
Para entender la discusión política entre Lazarte y el Gallego Willy, hay que conocer las diferencias históricas entre la Conducción Nacional y la Columna Norte.
El oficialismo quería mantener su autoridad: centralizar el poder, las armas, el dinero, especializar pelotones montoneros, hacer la guerra contra las Fuerzas Armadas de “aparato a aparato”, atentar contra ellos, hacer crecer la dialéctica del enfrentamiento, sacar a los militares a la calle para que el pueblo conociera el verdadero rostro del enemigo.
Cuando la Organización pasó a la clandestinidad en septiembre de 1974, miles de militantes públicos quedaron a la intemperie, sin viviendas ni recursos, como blancos visibles de una cacería. La Conducción ordenó que “se refugiaran en el pueblo”. No podían darle otra cobertura porque ellos eran revolucionarios y no “gerentes del Banco Hipotecario”.
Los rebeldes de la Columna Norte discutieron la política oficial. Discutían el poder, en realidad. Querían organizar un congreso montonero con el secreto fin de derribar la Conducción, en tanto reclamaban formar “cuadros integrales” para no perder el contacto con “las masas”, operar en lo militar y en lo político, y tener sus propios fusiles largos, autonomía de finanzas y de funcionamiento. La Conducción los acusó de “cobardes” que rehuían el combate. Entonces los rebeldes se propusieron ser más duros que el oficialismo. Quisieron demostrar que eran los mejores combatientes montoneros.
Tengo un ejemplo concreto para explicar esto. Cuando la Conducción creó el Ejército Montonero puso en concurso una ametralladora Halcón para incentivar la moral de los soldados. La entregaría a la unidad de combate que más operaciones realizara en el curso de un mes contra el enemigo: la policía, los militares, la oligarquía. Era como dar una medalla. Una Orden al Mérito Montonero. Tenía un valor especial. Y además no era una ametralladora común. Tenía doble gatillo. Uno para disparar en tiros y otro en ráfagas. Era, había sido, propiedad del dueño de la fábrica Halcón. Parte del botín robado en una incursión guerrillera. Y el premio a la máxima cantidad de operaciones militares, que se publicaban en la revista Evita Montonera, se lo llevó la Unidad de Combate de Columna Norte de Lazarte. Y la Conducción se la entregó a Lazarte.
Bajo el peso de la represión militar, las diferencias entre el oficialismo montonero y los rebeldes se profundizaron. Comenzaron los traslados, las intervenciones orgánicas, y también las caídas, los secuestros, las delaciones. La tarde en que el Gallego Willy y Lazarte se citaron en el jardín público, prácticamente no quedaba casi nada de la Columna, o, como ya dije, nada más que los soldados del pelotón de Lazarte.
La Conducción quería terminar con las disidencias y cerrar el funcionamiento. “La guerra popular y prolongada contra el Ejército” por el momento se suspendía. Lazarte le aseguró que su pelotón seguiría operando sin el mando montonero. Willy sonrió: “Ya estás condenado, si no te vas del país, te matamos”. Lazarte le quitó el arma del estómago. Buscó resolver el problema de los soldados. Empezaron a caminar por los senderos del jardín. Él aceptaba su expulsión, pero en ese momento, “como oficial montonero”, le exigió que la Organización se hiciera cargo de su pelotón, “veintiocho hombres entre suboficiales y soldados”, y que les devolvieran las armas que les había retenido en el inventario anual, que les consiguieran lugares donde refugiarse y documentos falsos para los que quisieran irse del país.
Lazarte pidió oficializar la entrega de mando de su pelotón, la semana próxima, en un bar de zona norte. Su estrategia conciliatoria fue un fracaso: “No me interesan tus subordinados. Están todos expulsados. Ustedes ya no son más montoneros”, replicó el Gallego Willy. A la semana siguiente, custodiado por tres soldados camuflados entre las mesas del bar, Lazarte esperó, en vano, la presencia de algún emisario de la Conducción Nacional.
Entonces la orden de Lazarte fue preparar la retirada: repartir el poco dinero que tenían, robar documentos de identidad del Registro Civil de Martínez en una incursión nocturna, terminar con las citas y que cada uno llegara a Brasil como pudiera. Pero la mayoría no tenía idea de cómo irse del país. Lazarte perdió al menos veinte soldados de su pelotón en Buenos Aires, secuestrados, torturados o directamente ejecutados por la dictadura a fines del verano de 1977. Cayeron como moscas. En los retenes del Ejército, en las casas paternas, disfrazados de mendigos en los parques públicos o durmiendo en las obras en construcción abandonadas. (…)
*Extracto de Fuimos Soldados. Historia Secreta de la contraofensiva montonera, de Marcelo Larraquy. Editorial Sudamericana, noviembre de 2021