La mujer, confiada y desprevenida, ingresó a la vivienda para hacer las tareas domésticas diarias. Los dueños no estaban y ella, al comenzar el trabajo, vio a un hombre que caminaba de un lado a otro, hablando solo. Sin hacer ruido, salió de la casa, cerró la puerta con llave y corrió a denunciar la presencia de un intruso en la casa del general Juan Gregorio de Las Heras.
La historia empezó el 16 de noviembre de 1840 cuando Domingo Faustino Sarmiento emprendió su segundo exilio en Chile. Ese día fue detenido por las autoridades sanjuaninas, hartas de sus artículos contra Rosas y la santa federación, y fue conminado a dejar el país. “Desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en una de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros…”, se lamentó.
Cruzó la cordillera junto a sus padres, con sus hermanas Bienvenida y Procesa y con su hija Faustina, de entonces de 10 años. Ella era fruto de una relación con María Jesús del Canto, cuando en 1831 emprendió su primer exilio al país vecino y se ganaba la vida como profesor de escuela.
Mientras ellos quedaron en el pueblo de San Felipe, él siguió camino a Santiago, con una mano atrás y otra adelante. Quiso conocer a Las Heras, héroe de la independencia, a quien le confió su presente incierto. El viejo general, que se había casado en ese país con María del Carmen Larraín y que vivía en una casa de la calle Nueva de San Diego, le prestó un cuarto.
Sarmiento ya conocía Chile. Durante su primer exilio se había hecho cargo de la Escuela Municipal de Santa Rosa, había fundado otra en Pocuro, se había ganado la vida como tendero en Valparaíso y cuando fue empleado como capataz en la mina “La Colorada”, le enseñaba español y francés a los mineros. Ese exilio terminó en 1836 cuando enfermó y su familia le pidió al gobernador sanjuanino Nazario Benavídez que le permitiese regresar.
Enseguida su nombre comenzó a sonar en el ambiente político. Al publicar el 11 de febrero de 1841 en el diario El Mercurio un artículo sobre la batalla de Chacabuco, firmado bajo el seudónimo de “Un teniente de artillería”, se ganó los elogios del venezolano Andrés Bello, estrecho colaborador de Simón Bolívar que vivía en Chile. Más de uno quiso conocer a ese muchacho emigrado. Terminó siendo redactor permanente de ese diario.
El 14 de junio del año siguiente se abrió la primera Escuela Normal de Preceptores, uno de los proyectos del ministro Manuel Montt. Puso a su amigo Sarmiento como director.
En la nación trasandina, publicó en 1845 Civilización y Barbarie. Vida de Facundo Quiroga. Apareció como folletín en el diario El Progreso y empezó a publicarse el 5 de mayo. El revuelo que causó, sumado a su apoyo público a la reelección del presidente conservador Manuel Bulnes, irritó a los liberales y adelantó un proyecto del propio Montt, que era el de enviar a Sarmiento a un viaje a Europa y Estados Unidos para estudiar modelos educativos. Y de paso evaluar la posibilidad de atraer inmigrantes europeos para instalarse en el sur de Chile.
El 28 de octubre de 1845 el sanjuanino, a sus 34 años, zarpó del puerto de Valparaíso hacia Montevideo. Allí conoció a Esteban Echeverría, Bartolomé Mitre y Florencio Varela, entre otros. En Río de Janeiro, su siguiente escala, se reunió con José Mármol, todos argentinos escapados del régimen rosista. En el buque La Rose se dirigió a Francia.
Con el Libertador
El 24 de mayo de 1846 fue recibido por José de San Martín en su residencia de Grand Bourg. Logró doblegar la desconfianza y parquedad del anciano general para con los extraños, gracias a una carta de recomendación que llevaba de Las Heras y que le adelantaba que su visitante deseaba hablar de su carrera política y militar, en especial el misterio que ya existía en torno a la entrevista que mantuvo con Bolívar en Guayaquil.
La charla fue más cordial cuando Sarmiento le recordó que fue su padre Clemente quien llevó a San Juan los prisioneros realistas hechos en Chacabuco.
“He pasado con él momentos sublimes que quedarán grabados en el espíritu. Solos, un día entero, tocándole con maña ciertas cuerdas, reminiscencias suscitadas a la ventura, un retrato de Bolívar que veía por acaso; entonces, animándose la conversación, lo he visto transfigurarse…”, describió Sarmiento en una carta.
Cuando en 1847 Sarmiento dio su discurso de incorporación al Instituto Histórico de Francia, disertó sobre la entrevista de Guayaquil. Contrapuso el renunciamiento de San Martín al egoísmo de Bolívar. Y como el propio San Martín estaba entre la audiencia y no dijo nada, una corriente de historiadores interpretó la actitud del general como un aval a los conceptos de Sarmiento.
En Francia, también pudo conocer a Louis Thiers, quien había sido primer ministro e historiador consumado. Luego se dirigió a España, recorriendo distintas ciudades, como Madrid, Barcelona, Navarra, Burgos y Andalucía, entre otras. Cruzó al norte de África y luego, en Italia, se entrevistó con el Papa Pío IX. Estuvo en Suiza, Alemania y en los Países Bajos. En el viejo continente hizo su primer viaje en tren, de Holanda a Bélgica.
Estaba con el dinero contado; llevaba una pequeña libreta, un “diario de gastos”, donde asentaba, día por día, lo que pagaba por comida, ropa, lavandería, transporte y aún propinas. En la primera columna de cada página consignaba el gasto con la moneda del lugar y en la segunda su conversión a la moneda argentina.
El ítem que llama la atención es el referido a “orgías”. Infobae consultó a Virginia González, directora del Museo Histórico Sarmiento sobre su significado. Existen varias versiones, que van del sentido sexual a las reuniones masónicas que llevan ese nombre. Sarmiento asistió a dos encuentros con masones, una en España y la otra en Francia, por las que tuvo que abonar un canon elevado para la época.
Luego de su conferencia en el Instituto Histórico de Francia, partió a América desde el puerto de Liverpool. Primero estuvo en Canadá y el 14 de septiembre de 1847 arribó a Estados Unidos en el Moctezuma. Quiso conocer Boston, núcleo de origen de las escuelas primarias. En Newton-East, en las afueras de la ciudad, vivía Horace Mann, el responsable de la educación primaria. Quedó deslumbrado por sus conceptos y métodos educativos y cuando el norteamericano falleció, el vínculo lo continuó con su esposa, Mary Peabody Mann. Ella le tradujo trabajos y años después le ayudaría en la contratación de las maestras de ese país que vinieron a enseñar a la Argentina.
Escribió dos libros que publicó a su regreso, “De la Educación Popular” y “Viajes por Europa, África y América”, editados por su yerno, el imprentero francés Julio Belín. En el primero, volcó el conocimiento adquirido en su largo periplo. Destacó la importancia de los jardines de infantes, de contar con un presupuesto adecuado, la formación de los maestros a fin de jerarquizar la docencia y hasta las condiciones que debían respetarse en los edificios escolares.
En 1850 había escrito: “La ciencia y la carrera de la enseñanza primaria me la he inventado yo, y en la indiferencia general he traído a la América del Sur el programa entero de la educación popular”.
Cuando partió a su segundo exilio, en 1840, al pasar por los baños del Zonda, fue cuando escribió en francés, con un carbón, “Las ideas no se matan”. Algo por lo que lucharía toda su vida.
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