Una noche fría de julio, Javier Roberto (45) caminaba junto a su hijo Martín por Avenida Rivadavia, en el barrio de Flores, Iban camino a su casa luego de cenar. Pero vio algo que lo conmovió y detuvo su marcha. Sin dudarlo se quitó el único abrigo que llevaba, una campera, y se lo entregó a una persona que estaba durmiendo sobre cartones en la vereda. “Estaba congelado, temblando. Y le dije:’ tomá, te la regalo’. Me la aceptó y se largó a llorar antes de ponérsela”, recuerda.
Este gesto simple es apenas uno de los cientos que Javier hace y promueve. Esa solidaridad es su motor, su vida. De bajo perfil, él no los cuenta. Se viralizan por las redes sociales. En junio del 2020, en plena pandemia, una imagen circuló rápidamente entre los usuarios. Una foto que refleja la realidad con la que convivimos: se lo ve en su moto, justo cuando se desplazaba para entregarle un par de zapatillas a un cartonero en ojotas. “Estaba saliendo de la clínica donde me habían estado internado por mi EPOC e iba camino a la farmacia. Lo veo todo el tiempo. El dolor no me es ajeno, ellos no son invisibles”, le cuenta a Infobae.
Javier lo hace porque no olvida que él también sufrió malos momentos. “Nunca tuve una vida de privilegios, al contrario, hubo pocas oportunidades de estabilidad para mí. Pasé frío, hambre y momentos traumáticos”. Sin embargo, nunca dejó de pensar en el otro.
Alakran, como lo conocen todos, es fanático del heavy metal, y heredó el apodo de la mítica banda argentina que toca ese estilo de música. Se crió en Villa Luzuriaga, San Justo. Su madre, María, es ama de casa. Su padre, Ricardo, era el dueño de un almacén en la zona. Eñ sostén de familia. Hasta que lo detuvieron por herir con un arma de fuego a otro hombre.
El mundo se les vino abajo. Pasaron de tener todo a no tener nada. “A los diez años tuve que salir a trabajar. Conseguí un laburo informal, me encargaba de limpiar los huesos en una carnicería y a cambio me pagaban con comida”, relata.
Lo que siguió no fue sencillo. Lograron alquilar una pieza en Ramos Mejía. pero siempre faltaba comida en la mesa o algo para taparse por las noches de invierno.
Cuando podía iba a visitar a su padre a Olmos, Mercedes o adonde lo trasladaran. “Cada vez que tenía que ir al penal lo sufría, la requisa para un nene tan chico es traumática, pero tenía muchas ganas de ver a mi viejo”. Al poco tiempo Ricardo cumplió su condena y pudo volver a reinsertarse. Al salir hizo lo que sabía: montar un almacén. Pero en un hecho de inseguridad lo mataron. Javier tenía 18 años.
Faltaba una década para que llegara su nueva vida: manager del Floresta Rugby Club, una humilde institución que forma parte de la Unión de Rugby de Buenos Aires y que, entre tantas necesidades, hace años reclama poder contar con una sede propia para el desarrollo de sus actividades.
Por su problema de salud (fue diagnosticado con EPOC a los 35 años) Javier optó por montar un pequeño emprendimiento de mensajería. Con esfuerzo se compró una moto. Por eso se lo suele ver con gestos únicos por las calles de Buenos Aires.
Se casó con Roxana, que es contadora pública, y tuvieron dos hijos: Martín (22), que estudia abogacía , y Federico, de 12. “Ellos son los que a veces me frenan porque estuve a punto de vender la moto para sacar a un nene de la calle. Pero me dijeron, si lo haces, no hay trabajo, y no vas a poder asistir a nadie más”.
La nueva vida
Javier llegó al universo del rugby por casualidad. Quería que su hijo hiciera algún deporte. Martín ya había probado fútbol, karate, natación y tenis. “Le compraba el uniforme y abandonaba. Así que un día lo lleve a Floresta Rugby Club, pero le advertí que no iba a darle nada hasta que no estuviera seguro”. Ya pasó una década. Hoy forma parte del plantel superior, y Javier también se involucró de lleno.
Al club -que desarrolla sus actividades en el Parque Avellaneda, llegan chicos de distintas zonas, desde los barrios más vulnerables hasta otros más acomodados. Conmovido con la cruda realidad que atraviesan varios de sus jugadores, conoce en carne propia las carencias como las que vivió en su infancia. “Me identifico con la de varios de los jugadores. Pero yo no tuve un club, una red”.
Todos los que componen el club (desde la comisión directiva, pasando por los padres, hasta los jugadores y jugadoras) mes a mes les llevan mercadería -por lo general comida- a todas estas personas que la están pasando mal, en un contexto que se potenció en la pandemia. Empezaron con cinco, hoy son más de 40 familias. “Siempre fuimos así. El no tener nos da más fuerzas para hacer cosas por los demás. Todo esto nos lo enseñó el rugby”, destaca.
Antes de la pandemia entrenaban 500 jugadores. Actualmente son apenas 150, el resto no puede ir. A Alakrán le costaba llevar adelante su cargo en la dirigencia por su problema de salud, es por eso que dio un paso al costado, aunque no dejar de ir cuatro veces por semana. “Ahora necesitamos conseguir una sede propia. Es fundamental que las familias tengan un lugar como el club. El rugby saca a chicos de la calle, fomenta el estudio, el compañerismo y la disciplina. Sabes la cantidad de historia que tenemos de adolescentes que estaban derrapando, saliendo a robar o cayendo en la droga, y hoy eligen otro camino. Eso es lo que hacemos desde el Club”.
Javier admite que nació con el gen solidario pero que Floresta Rugby Club lo potencia a diario. “Desde que lo integro, comencé a involucrarme de otra manera: visito los barrios vulnerables, me siento en la mesa, comparto un mate, charlo con los padres, comprendo sus realidades para poder mejorarlas. Vivo para ayudar”.
CENTRO DE DONACIONES DEL FLORESTA R.C.: Mail de contacto: familiasfloresta@gmail.com
SEGUIR LEYENDO: