“¡Chau Matthew!” fueron las últimas dos palabras que recuerda haber dicho antes de que su vida cambiara para siempre. Era enero de 2010 y Miriam Nujimovich, quien hoy tiene 55 años, tenía miedo de no volver a ver más a su hijo. Los siguientes cuatro meses no pudo emitir ninguna palabra. Tuvo que aprender a hablar de nuevo. Tuvo, además, que someterse a dos complejas cirugías en su pie derecho, y en el medio atravesó un año entero de rehabilitación para recuperarse.
Cierta tarde de 2011, en Miami, Estados Unidos, se sentía mejor que días anteriores. Los médicos decidieron decirle lo que le había sucedido: había estado un mes en terapia intensiva luchando por su vida. Ya en sala común, los médicos le contaron que había tenido un accidente cardiovascular, un ACV. La noticia la paralizó y no logró asimilarla fácil.
Cuando recuperó algo de consciencia, advirtió las señales de alerta que su ritmo de vida le venía anunciando: un estrés laboral desmedido. “Ese día estaba en la cocina de casa despidiendo a mi hijo de nueve años que iba a la escuela, como hacía todas las mañanas. De repente, percibí cómo se me aflojaba el cuerpo, sobre todo el lado derecho. Después, todo lo que intenté hacer se volvió una odisea”, relata. Quiso ir hasta la habitación para llamar por teléfono y pedir asistencia, pero nunca llegó. Se desvaneció. Pasó cinco horas tirada en el piso. Su ex marido fue quien la encontró.
En la camilla del hospital de la ciudad de Florida, cuando despertaba y podía conectarse un poco con su entorno, se encontraba con escenas que no comprendía, que le resultaban extrañas. Miraba, trataba de hablar y de comunicarse. Era imposible. Pensaba en su hijo y volvía a perderse.
Los pronósticos médicos no eran nada alentadores. “Tenía un derrame en la mitad del cerebro -precisa Miriam-. Ese era el problema y era muy grave”. Un accidente cerebrovascular puede dejar secuelas graves irrecuperables: es la cuarta causa de muerte y la primera de discapacidad en la Argentina. Pero no solo le salvaron la vida, sino que Miriam luchó para superar el trance.
De la misma manera que hizo para concebir a su primer y único hijo. “Estuve en la búsqueda durante cinco largos años. Viajando al exterior para someterme a los últimos tratamientos de fertilización. Recién pude hacerlo en 1993 después de mucha inversión económica y emocional. Esta situación tampoco me iba a dejar sin luchar”, explica.
Renacer
Con el alta hospitalaria, Miriam voló junto a Matthew hacia la Argentina. Allí no solo recibiría la atención médica necesaria para su rehabilitación sino también estaría acompañada de su familia. “Tuve que aprender a comer, a deglutir, a caminar. A volver a ser la misma. A veces todavía me cuesta pronunciar ciertas palabras”, resalta. Ya pasaron más de diez años del hecho y la rehabilitación continúa.
- ¿Qué cosas te sacó el ACV?
- Aparte de algunas dificultades físicas, nada. Sólo gané calidad de vida.
- ¿Qué cosas ganaste?
- Mucho más de lo imaginado. Principalmente a cambiar mi mirada sobre la vida, soy más empática. Bajé el ritmo atolondrado. Lo que me pasó fue por el estrés porque no tenían ninguna patología de base. Hoy me sigo rehabilitando y disfruto del aquí y ahora. También me dio la posibilidad de ayudar a otros con movilidad reducida como la que tengo yo. Gente que tiene Alzheimer, Parkison o tuvo un accidente con algún miembro de su cuerpo.
Handy, un juego de palabras
Miriam dice que renació con su emprendimiento. Antes se dedicaba a gestionarle muestras de arte a pintores en los Estados Unidos. En 2011, pudo dar vida a Handy, en inglés “dar una mano”, que presume ser la primera marca inclusiva de ropa del país, por mera necesidad personal. “Quería vestirme y no podía hacerlo. Entonces le encargaba a mi modista ropa adaptable, esa que me permitiera vestir y desvestirme sola. Quería recuperar la autonomía perdida”, comenta.
Descubrió que los botones de las prendas se pueden reemplazar por el velcro, que las remeras básicas de algodón también son capaces de cerrarse por la espalda para que la colocación sea más fácil. Inventó otras prendas con sistema cierre fácil, cortes adaptado a la posición sentado. Son algunos de los diseños que fabrica Handy desde los talleres de La Alameda, una organización no gubernamental que lucha contra la trata de personas y la explotación infantil.
Miriam cree que la autonomía es un eslabón fundamental ya que repercute de manera favorable en la autoestima además de ahorrarle tiempo a cada usuario, a su familia o a sus cuidadores. “Las personas que tienen una discapacidad, o algo que les afecta la movilidad, tienen derecho a poder vestirse solas, a disfrutar eligiendo ropa que les genere confort y les haga verse atractivas como los demás”, resalta.
“Somos una propuesta de triple impacto incluyendo en nuestra producción a la red de talleres dignos y confeccionando nuestras prendas con telas de economía circular. Es una solución inclusiva para todxs: con nuestros productos es fácil vestirse, brinda independencia, autoestima y sobre todo estás a la moda”, reza la propia descripción del emprendimiento.
Hay ropa para grandes y chicos, y en talles plus size. Lo último que lanzó es una línea de ropa interior. Algo novedoso. En la pandemia fue un boom: llegó a vender 100 conjuntos por día. “La vida me regaló una segunda oportunidad. No podía dejarla pasar”, celebra.
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