El agua salada mojaba la arena y la pintaba de espuma, una y otra vez. La corriente ingresaba a la playa con toda furia y emprendía la retirada lentamente. Una pelota irrumpió en la escena. Rodó barrosa bajo el sol hacia el interior del mar, flotó y se tambaleó encima de las olas. Se oían gritos y risas de niños. Uno de ellos llevaba un gorro piluso blanco. Fue a buscarla para seguir patendo. Otros dos corrían detrás. La madre tenía una beba en brazos. Los niños que jugaban a la pelota eran sus otros tres hijos.
Su marido estaba con la caña de pescar, esperando el pique. La pareja se llevaba bien, eran muy cariñosos. Él dirá después que casi en exceso. “Mi única distracción era ir a tomar un vasito de vino con unos amigos. Ella quería que, fuera del trabajo, siempre estuviera en la casa”, dijo él, días después, a la revista Así cuando la matanza ya había ocurrido, antes de que se levantara la tormenta.
Era una familia humilde, tenían una casa de un dormitorio, una cocina comedor y un baño sobre un gran terreno, en la zona del faro, construida con ladrillos huecos sin revocar. Víctor Godoy, con 41 años, proveniente de San Javier, Córdoba, la levantó con sus propias manos. Estaba a cinco cuadras de la playa y diez del centro, cerca del camping del Automóvil Club y de un gran vivero. En Claromecó no había hospitales. La mamá, Zulema Ortiz, correntina de 29 años, debía ir al hospital Pirovano de Tres Arroyos, la cabecera del partido, cada vez que tenía que dar a luz. La beba, de un año y medio, se llamaba Lidia Ernestina. Los varones, de mayor a menor, eran Marcos Alcides de 7, Oscar Aníbal de 6 y Luis Arturo de 5.
Había un gallinero grande en el fondo y Luis se defendía de las aves con un palo porque les tenía miedo. También le aterraban los truenos. Saltaba y se tiraba de cabeza debajo de la cama de colchón finito que compartía con su papá, su mamá y sus dos hermanos. Todos dormían en la misma cama, que era tan baja que Víctor se preguntaba cómo hacía su hijo para meterse debajo. La tenía que levantar para poder sacarlo. Lidia Ernestina era la única que dormía sola, en una cuna blanca contra una de las paredes de la habitación. Durante el día entraba algo de luz por la única ventana, tipo ventiluz, que había en el cuarto.
Sus hermanos mayores no le querían prestar la bicicleta, y él les desinflaba las ruedas a escondidas. “No la usaba yo, no la usaba nadie”, recuerda y se ríe el único que sobrevivió. Los niños también jugaban con los patos y con los perros de la casa. Tenían una infancia feliz. Marcos y Oscar estaban en la primaria y asistían a la escuela 11 de Claromecó. Luis iba al jardín Stella Maris, y fue parte de la primera tanda de egresados de la institución. Entre esos recuerdos aparece la imagen de su mamá, escuchando música en la radio o disfrutando del mar: “Nos tenía a todos siempre prolijitos, nos cocinaba, nos llevaba a la playa, íbamos en familia a visitar amigos, entre ellos a Chichí González. A veces también íbamos al vivero”. Chichí González, tiempo después iba a salvarle la vida.
La masacre
El 25 de octubre de 1971, a las siete de la mañana, Víctor Godoy se fue a la obra, como todos los días. Esa era su labor cuando estaba de vacaciones de la marina. La noche anterior notó que Zulema no se sentía bien, estaba angustiada, nerviosa. Tenía unas líneas de fiebre, estaba con pérdidas y entró en crisis. Días antes había sufrido un aborto espontáneo y eso la tenía muy triste. Le dio unas pastillas para que pudiera descansar. Esa mañana vio que estaba mejor y no dudó en ir a trabajar. Más tarde, su esposa ordenó la casa, tendió la cama y vistió a los nenes, sólo le quedaron los platos de la noche sin lavar. Les preparó la leche en una cocina Volcán a kerosene que había en la casa. Ese día no los mandó al colegio.
Zulema vio que Lidia había ensuciado los pañales y la llevó para cambiar al dormitorio, como lo hacía siempre. Era la época de los pañales de tela. Los nenes desayunaban en la mesa del comedor. Luis recuerda que su madre empezó a gritar. La escuchó sacada. Su mamá agarró la carabina, la que sabía manejar muy bien porque su marido le había enseñado a usarla. Juntos solían cazar liebres y vizcachas. Primero disparó a la bebé, a la que dejó tendida en la cama. Salió del cuarto en busca de los otros tres. Oscarcito, el del medio, quedó paralizado, y como Lidia, recibió un tiro en el corazón. Luis y Marcos salieron corriendo. Ambos se escondieron detrás de los médanos y de allí observaban cómo su madre los buscaba. Finalmente los encontró, los agarró de la mano y también los llevó a la habitación. Ellos le preguntaban: “¿Qué le hiciste a la bebé? ¿Qué nos vas a hacer?”. Ella nerviosa les respondía: “Nada, nada”. Primero le disparó a Marcos, otro tiro al corazón. Luis trató de resistirse y por eso la bala no ingresó en el mismo lugar que los hermanos, sino hacia un costado. Como vio que continuaba moviéndose su mamá partió la culata de la carabina en su nuca, y lo dejó inconsciente.
Aún tiene marcas de ese golpe: se lleva la mano a esa zona mientras lo relata. Cuenta que quedó tendido boca abajo, pero lo despertó el último tiro, el que su madre se propinó para suicidarse. Quedó recostada en su cama, boca arriba, con los ojos abiertos. Luis se dirigió hacia ella, gateando. Sentía que lo miraba. Le daba miedo. Esperó un rato hasta percibir que ella no se movía, y con la convicción de que ya estaba muerta se fue a la cocina. Sentía mucha sed. Agarró la pava y tomó agua del pico. “Era a lo único que llegaba”, recuerda. Estaba perdiendo mucha sangre, escuchó voces, y como pudo abrió la puerta para salir. La carabina calibre 22, con varias cápsulas servidas quedó en la escena del crimen, tirada al lado de la cama. Afuera estaban los vecinos, que no se habían animado a entrar. Luis se desplomó. Su papá acababa de llegar, lo habían llamado cuando escucharon los tiros, relata ahora Luis, pero los diarios de la época dan otra versión, decían que a esa hora Víctor llegó con la intención de almorzar. Junto a Chichí González levantaron a Luis, lo subieron a una camilla y lo cargaron en la ambulancia municipal con la que trabajaba Chichí. Viajaron 70 kilómetros hacia el mismo hospital donde había nacido. Su padre lo recostó sobre sus rodillas y le habló durante todo el trayecto.
Cárcel y hospitalización
Tras llegar al hospital, Luis fue operado durante dos horas, había perdido mucha sangre. Mientras tanto, se iniciaba todo lo atinente a la investigación policial. Víctor Godoy fue el principal sospechoso y por esa razón fue detenido e incomunicado. La casa fue invadida por policías y peritos, y fue objeto de múltiples requisas para poder reconstruir el hecho y descubrir la verdad. La justicia de esa época manejaba la hipótesis del “crimen pasional”, algo impensado ahora, como así también el tratamiento que de la matanza hicieron los medios de entonces, cincuenta años atrás. Imágenes impresionables, en las fotos aparecían los cadáveres de los niños sin ningún reparo. En la revista Así, del 29 de octubre de 1971, se hizo una nota de seis páginas en color sepia con varias fotos de la escena del crimen: la mamá y sus hijos muertos en la casa y en el velorio. Víctor, el padre, parado en medio de los cajones abiertos.
Luis, cuando se recuperó, dijo: “Fue la mami”. De todas formas, Víctor Godoy continuó detenido hasta tanto se obtuvieron los resultados de todas las pericias. Le permitieron visitar a su hijo, aunque lo hacía esposado, lo mismo cuando concurrió al velatorio. Finalmente se comprobó que fue Zulema la autora del desastre, tenía pólvora en sus manos y Víctor estaba en la obra a la hora de los decesos. Eso fue lo que declaró su patrón don Piccavari y otros testigos. El nene fue derivado al hospital de niños de la ciudad de Buenos Aires y luego volvió al Pirovano de Tres Arroyos. Permaneció un año y medio aproximadamente, entre los dos hospitales, lapso en el que se movilizó en silla de ruedas, porque había quedado muy débil. Ni él ni su padre volvieron a vivir en la casa de Claromecó, de la que se fueron con lo puesto. Tiempo después volvieron para buscar algunas cosas. A partir de ahí fue varias veces usurpada.
La revista Así cita en la nota de 1971 la conclusión del informe médico respecto al móvil de los crímenes: “Por la rigidez del cadáver y otros indicios se desprende que Zulema Ortiz, de personalidad esquizoide, víctima de un ataque, ante una profunda frustración que había sufrido por un aborto, consumó la matanza”.
El Hogar “El Amanecer” del Ejército de Salvación
Luis cuenta que recibió el alta pero su papá se encontraba inmerso en una profunda depresión y se volvió alcohólico. No estaba en condiciones de cuidarlo. Por eso decidió ingresar a su hijo en el Hogar de Niños del Ejército de la Salvación de Tres Arroyos.
“Ahí pasé toda mi infancia. Me acuerdo que cuando entré era el más chiquito de todos, y egresé cuando tenía 22, 23 años. Gracias a Dios mi padre tomó la decisión de llevarme a ese hogar. Fue una linda infancia a pesar de todo”, reflexiona Luis.
Cuando ingresó en 1972, era un nene muy chiquito con una herida muy grande. La cicatriz de la operación le atravesaba toda la zona del abdomen. En el hogar había alrededor de 100 chicos: “Al principio fue difícil porque los más grandes nos tenían cortitos, pero por mi edad y por mi historia me trataban mejor”.
Era un hogar de varones que funcionaba en un edificio grandísimo, de tres pisos. Luis cuenta que a las seis de la mañana sonaba la campana para levantarse. Cada uno hacía su cama y se hacía cargo de la limpieza del hogar. Comían todos juntos en un comedor largo, con mesas de a seis, como una gran familia. “Tenía muchos hermanos”, dice. Tenían un televisor blanco y negro en donde miraban los dibujitos en una sala a la que llamaban de televisión. También recuerda que con el profesor de gimnasia hicieron una cancha de fútbol. “Nos embarrábamos todos en los torneos, éramos felices todos sucios”.
Cuando había crisis económica, la comida escaseaba. “Si sobraba comida los más grandes repetían y los más chicos nos quedábamos mirando. Yo pensaba que cuando fuera más grande eso lo iba a poder hacer yo, pero no fue así, yo cuidé de los más chicos, tenían prioridad. La gente donaba mucho al hogar, sobre todo ropa, pero pasamos épocas muy difíciles”.
Sus padrinos eran las personas que integraban el staff de la radio LU24 de Tres Arroyos. Ellos le pagaron los estudios secundarios y le compraron el uniforme, pero la escuela no la terminó. Decidió salir a trabajar. Su primer oficio fue el de tapicero, lo aprendió a los 10 años. Luego tuvo otros trabajos, de caddie en el Golf Club, de botones y luego recepcionista en el hostal San Jorge, como vendedor en el bazar El Mundial de Tres Arroyos. Hoy se dedica a la tapicería de muebles y para autos.
En verano los llevaban a la colonia de vacaciones en Claromecó, ahí se juntaban con chicos de otros hogares. Allí conoció a su amigo Armando Pedro Jajarabilla, al que todos llaman Pedro, él venía del instituto de menores Eduardo Petorutti de Monte Hermoso. Pedro actualmente vive en La Plata, en un departamento detrás de la catedral. “Para mí Luis no es un amigo, para mí es un hermano. Él es mi puerto. Siempre estuvo en mis momentos más difíciles, fue mi sostén. Es una de las personas más inteligentes que he conocido”, afirma.
Esos chicos del hogar hoy son personas adultas, cada uno siguió con su vida pero se mantienen unidos como familia, con un millón de anécdotas. Tienen un grupo de whatsapp a través del cual hablan todos los días. “Luis es el mejor del grupo, es el que nos junta, el que todo perdona, el que media cuando algunos se enojan, el que todo lo resuelve. Todo eso es Luis”, reflexiona Pedro.
Marta Costen, responsable del hogar junto a su esposo desde 1978 hasta 1982, en ese entonces Generala y actualmente Mayora, dice que “eran niños felices a pesar del drama que cada uno tenía” y agrega: “La palabra con la que puedo definir a Luis es resiliencia, el fue resiliente en cada triste situación que se le presentó. Era un chico muy dulce y obediente, y no hablaba de lo que había pasado con su mamá”.
Cuando Luis egresó, se fue a vivir a la casa de los padres de su novia, actual esposa, Daniela, justo en frente del Hogar. Con el tiempo pudo comprar una casa en el barrio Los Aromos, en Tres Arroyos, donde formó una familia. Tiene tres hijos: Leonardo de 28 años, Florencia de 23 y Vicky de 18. Reconoce no guardar rencor hacia su madre y junto a su padre siempre sostuvieron la hipótesis de que Zulema creía que iba a morir y no quería dejar a Víctor con la responsabilidad de cuatro hijos. Los medios de comunicación de la época hablaron de “un rapto de enajenación mental”, que coincide con el informe pericial de la Justicia. Pero en el pueblo se decía que Zulema no soportaba más el alcoholismo de su esposo. Luis, finalmente reflexiona: “Voy a cumplir 55 años el 28 de diciembre, tengo muchos años por delante. Mi padre murió hace 30, antes de mi casamiento. Fue una pena porque la ilusión de él era verme casado y conocer a sus nietos. Yo esas cosas sí las voy a poder disfrutar, mi hija Vicky me va a hacer abuelo en febrero”.
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