El adelanto exclusivo del libro “Hitler y las teorías de la conspiración”, del historiador británico Richard Evans, donde analiza con rigor cinco grandes teorías conspirativas del periodo nazi: la supuesta conspiración de los judíos para horadar la civilización según Los Protocolos de los Sabios de Sion, el mito del puñal por la espalda que los socialistas y judíos clavaron al ejército alemán y terminó decidiendo la Primera Guerra Mundial, el incendio del Reichstag que los nazis habrían prendido para así tomar el poder, el vuelo de Rudolf Hess a Inglaterra en 1941 para negociar directamente con Churchill, y tal vez la más perdurable de todos: el escape de Hitler del búnker y su tranquila estadía en Argentina por el resto de sus días.
Aquí, un extracto del capítulo ¿Escapó Hitler del búnker?
El 30 de abril de 1945, el gran almirante Karl Dönitz, designado por Hitler como su sucesor, anunció la muerte de Hitler por radio. Su líder, dijo, había fallecido «luchando contra el bolchevismo hasta el último suspiro». La muerte del líder nazi saltó de inmediato a los titulares de todo el mundo.
El 1 de mayo de 1945, el general Hans Krebs, último jefe del Alto Mando alemán, compremdió que todo estaba perdido y cruzó la línea del frente en Berlín para negociar un alto el fuego, con la esperanza de que se reconociera al gobierno de Dönitz y se preservara un pequeño vestigio del Tercer Reich en las ruinas de la capital alemana. Estaba autorizado a contar —le dijo al general ruso Vasili Chuikov— que Hitler se había suicidado el día anterior. Pero Chuikov se atuvo a lo acordado con los Aliados e insistió en reclamar una rendición incondicional.
Krebs regresó al cuartel general y, desesperado, también se quitó la vida, como otros varios cientos de nazis durante aquellas últimas semanas y meses: ministros del gobierno, generales, altos funcionarios y cargos públicos en general. Entre tanto, con la intención de protegerse de cualquier acusación de negligencia por haber permitido que el líder nazi escapara, el Ejército Rojo imprimió la noticia del suicidio de Hitler en su periódico Estrella Roja. Pero a las pocas semanas, desde el Kremlin, el liderazgo soviético comunicaba unas noticias muy distintas.
En un encuentro privado con el legado estadounidense Harry Hopkins, el 26 de mayo de 1945, Stalin declaró que «Hitler no ha muerto, sino que está escondido en alguna parte». Quizá había huido a Japón en un submarino, añadió el dictador soviético.
En realidad, algún tiempo antes, varios oficiales de segundo nivel del Ejército Rojo habían informado a periodistas occidentales de que el cuerpo de Hitler figuraba entre los restos mortales de cuatro personas halladas fuera del búnker en los primeros días de mayo. El 5 de junio, oficiales del Estado Mayor ruso les dijeron otra vez a sus homólogos estadounidenses que estaban «casi seguros» de que Hitler había muerto y se había identificado su cadáver. Cuatro días después, sin embargo, el comandante soviético Gueorgui Zhúkov lo negó, a instancias de Stalin.
¿Por qué Stalin descartó los informes de sus propias tropas del frente? Por razones políticas: para el líder soviético, sostener que Hitler seguía con vida reforzaba su argumento de que era imprescindible tratar a los alemanes con suma dureza, para evitar un renacimiento del nazismo. El líder soviético quería silenciar la idea de que Hitler había fallecido heroicamente, según lo narraba Dönitz, y describirlo como un cobarde que había huido de la escena de su derrota para esconderse en vete a saber qué rincón del mundo, como un criminal que intenta eludir su responsabilidad.
A medida que perduraba la confusión, los rumores empezaron a multiplicarse. Se informó repetidamente de que se había visto con vida al líder nazi; el FBI anotó muchas referencias en el dosier que esta organización no tardó en dedicar a este caso:
Algunos dijeron que sus propios oficiales lo habían asesinado en el Tiergarten; otros, que había escapado de Berlín por vía aérea; o de Alemania en un submarino. Lo habían visto viviendo en una isla neblinosa del Báltico; en una fortaleza de roca de Renania; en un monasterio español; en un rancho de Sudamérica; se le había avistado asalvajado entre los bandidos de Albania. Una periodista suiza declaró formalmente que tenía la constancia absoluta de que Hitler estaba viviendo con Eva Braun en una hacienda de Baviera. La agencia de noticias soviética Tass, por su parte, informó de que se había visto a Hitler en Dublín, vestido con ropa de mujer. Se comunicó su presencia en medio mundo, de Indonesia a, por ejemplo, Colombia.
La inteligencia estadounidense llegó a preparar ilustraciones de qué aspecto podría tener disfrazado. Si Hitler seguía en efecto con vida, se corría el riesgo de que emulara a su predecesor el emperador Napoleón y regresara para enfrentarse, con nuevos ejércitos, a las potencias vencedoras. La idea era demasiado terrible.
En septiembre de 1945, mientras Stalin se dedicaba a sembrar la incertidumbre entre los Aliados occidentales, Dick White, jefe del MI5, comió con dos jóvenes oficiales de la inteligencia: el historiador Hugh Trevor-Rope y el filósofo Herbert Hart. «Con la tercera botella de vino blanco —según cuenta Adam Sisman en su biografía del historiador—, White otorgó a Trevor-Roper plenos poderes para investigar el asunto, y le dijo a los superiores de este que salvo que el trabajo ‘nos lo haga algún chaval de primera, no nos valdrá la pena hacerlo’». Acertaban al considerar a Trevor-Roper como un empleado de primera, pero su investigación no fue una empresa tan solitaria como luego se dijo: los servicios de inteligencia británicos llevaban muchas semanas preocupados por la suerte del líder nazi y ya habían reunido bastante información sobre su fallecimiento, aunque habían aguardado cierto tiempo a utilizarla con la vana esperanza de que el bando soviético les permitiría acceder a los materiales con los que contaba y entrevistar a los cautivos que habían apresado en el búnker de la Cancillería Imperial.
En el transcurso de su investigación Trevor-Roper tuvo la posibilidad de usar el material de inteligencia, además de las nuevas noticias reunidas por los servicios de seguridad. Con la ayuda de sus colegas, siguió la pista de quienes habían sobrevivido a las últimas semanas en el búnker, examinó el interior de este refugio, encontró el último diario de las reuniones de Hitler y localizó asimismo una copia del testamento del Führer.
En noviembre presentó sus hallazgos, que luego redactó en el libro The Last Days of Hitler (Los últimos días de Hitler), publicado por Macmillan el 18 de marzo de 1947, después de obtener el permiso oficial. Se convirtió de inmediato en un superventas mundial, que permitió a Trevor-Roper comprarse un «Bentley gris que aparcaba ostentosamente en Tom Quad», el gran patio cuadrangular del Christ Church, su universidad oxoniense.
Para fundamentar sus conclusiones, Trevor-Roper había obtenido la declaración personal de un espectro muy diverso de testigos, había comparado minuciosamente (según sus propias palabras) los distintos relatos, y acabado por concluir que las discrepancias existentes ponían de manifiesto que no eran narraciones ni coordinadas ni ensayadas. Pero la investigación, que se realizó con premura porque le urgían a llegar a una conclusión lo antes posible, resultó demasiado apresurada e incompleta. No pudo contactar con un buen número de personas (algunas, todavía en custodia de los soviéticos) que habían estado en el búnker en los últimos días del Reich. De las personas a las que afirmó haber interrogado, varias dijeron que nunca habían hablado con él, y otras, que le habían mentido.
La aseveración de que había realizado la investigación en solitario, incluida en su libro superventas, inducía a un error. Por encima de todo, no podía acceder a ninguno de los materiales recopilados por los soviéticos sobre la muerte de Hitler, basados en el testimonio de testigos de la solución que se había dado al cadáver. Sin embargo, la orientación general de sus conclusiones quedó confirmada en la década de 1950. Como resultado de la petición de restitución de una pintura rara de Vermeer, que había pasado a engrosar la colección artística personal del dictador, un tribunal local de Berchtesgaden —lugar de inscripción de la residencia privada del líder nazi— inició los procedimientos para declararlo oficialmente muerto.
El tribunal puso en marcha una investigación de gran alcance, que duró unos tres años. En aquel momento varios testigos que habían sido prisioneros de los soviéticos habían recobrado ya la libertad y vivían en Occidente; entre ellos, la figura crucial de Heinz Linge, el ayuda de cámara de Hitler, que había participado en la incineración del cadáver. Entre una gran cantidad de personas a las que Trevor-Roper no había logrado o podido contactar, aquí se pudo entrevistar a Linge. Una vez completada esta investigación cuidadosa, a finales de 1956 el tribunal emitió un certificado de defunción de Hitler. Por desgracia, no obstante, aunque el certificado en sí recibió una amplia difusión, el voluminoso archivo de la investigación tenía la condición legal de confidencial y ni la opinión pública ni los historiadores pudieron acceder a él durante muchos años. Entre tanto, los soviéticos continuaron creando confusión.
En 1968 el intérprete y periodista de guerra Lev Bezymenski publicó un librito titulado La muerte de Adolf Hitler, cuyo subtítulo indicaba que se basaba en «documentos desconocidos de los archivos soviéticos». Pero en la obra abundaban las inexactitudes. Entre otras cosas, afirmaba falsamente que Hitler se había envenenado, con la intención de transmitir que había muerto con cobardía; la afirmación se apoyba en fotografías de un cadáver que a todas luces no era el del líder nazi.
Para que viera la luz toda la documentación reunida por los soviéticos sobre la muerte de Hitler hubo que esperar a la caída del comunismo y el hundimiento de la Unión Soviética, en 1989-1990.
Hacia finales de 1945, Stalin, al igual que el primer ministro británico, había ordenado investigar las circunstancias del fallecimiento de Hitler, así como evaluar su personalidad y vida privada entre 1933 y el final de la contienda. Se encargó de ello el comisario del pueblo Serguéi Kruglov, con la ayuda de un equipo de la policía secreta, y bajo el nombre en clave de Operación Mito; el trabajo se completó en diciembre de 1949. La sección más relevante de aquel manuscrito de 413 páginas eran las declaraciones de Heinz Linge y el edecán personal de Hitler, Otto Günsche, a los que durante el cautiverio se obligó a poner por escrito lo que recordaban. Los dos habían estado en el búnker hasta el final. Sin embargo, como el informe no encajaba con la versión soviética oficial, se lo mantuvo oculto bajo siete llaves; no se pudo recurrir a él hasta después de la caída del comunismo, cuando lo utilizaron el periodista Ulrich Völklein y un investigador especializado en Hitler, Anton Joachimsthaler, reputado ya por su análisis crítico y minuciosamente detallado de las pruebas conocidas sobre los primeros años de vida del líder nazi.
Las nuevas pruebas, que actualizaban lo descubierto por Trevor-Roper, las resumió de forma muy legible y efectiva el periodista Joachim C. Fest, un historiador sumamente competente, cuya obra por cierto sirvió de base para la exitosa película alemana Der Untergang (El hundimiento). El informe soviético original también ha acabado por publicarse en alemán e inglés en 2005 [y en español en 2008]. Para entonces, varias personas que estuvieron en el búnker en los últimos días y semanas habían escrito ya sus memorias, con lo que hoy disponemos de muchos más testimonios y pruebas que los que en su momento pudo manejar Trevor-Roper. Pese a todo, en sus líneas generales, las conclusiones de Trevor-Roper han sido confirmadas por las pruebas dadas a conocer en los sesenta años o más que han pasado desde la publicación de Los últimos días de Hitler. Reviste particular importancia el hecho de que las investigaciones soviéticas, realizadas hacia la misma época, pero mantenidas en secreto durante cuarenta años, hubieran llegado de forma independiente a resultados muy similares a los obtenidos por el historiador británico (y también, como decíamos arriba, el tribunal de Berchtesgaden).
¿De qué conclusiones se trata? Durante las últimas semanas, desde su entorno, se le había propuesto a Hitler que escapara del búnker y se escondiera o en la casa de montaña de Berchtesgaden o en algún otro rincón remoto del Reich, aún no tomado por los ejércitos aliados; y el dictador lo había descartado repetidamente. Los testigos afirmaron que Hitler admitía que todo estaba perdido y que, en aquel momento, tan solo le importaba su propio lugar en la historia.Dos días después de cumplir los cincuenta y seis años, el 22 de abril de 1945, le dijo a sus generales y su Estado Mayor que se quitaría la vida de un tiro, idea que le repitió asimismo por teléfono a Goebbels, el ministro de Propaganda.
El 24 de abril comunicó a su amigo personal Albert Speer que su compañera, Eva Braun, deseaba correr la misma suerte. Hitler quería que sus cuerpos se incineraran para evitar cualquier profanación, más aún desde que tuvo noticia de las indignidades a que se había sometido a los cadáveres de otro dictador, su aliado Mussolini, y de su amante Claretta Petacci, ejecutados por partisanos italianos el 28 de abril de 1945.
Hitler envió a Berchtesgaden a su edecán Julius Schaub para que quemara sus documentos privados, después de haber hecho él mismo lo propio en Berlín; contrajo matrimonio con Eva Braun en una breve ceremonia celebrada en el búnker el 29 de abril de 1945, tras certificar ante el funcionario responsable, según exigían sus propias leyes, la ascendencia aria; y le dictó a su secretaria su última voluntad y su testamento político.
Tras verificar con su perro Blondi que el cianuro funcionaba, el 30 de abril de 1945 Hitler se retiró al estudio con su reciente esposa. Después de una breve pausa, Linge, en compañía de Martin Bormann, entró en la sala y halló el cuerpo de Hitler sobre el sofá, con un agujero sangrante en la sien derecha y su pistola en el suelo, allí mismo; a su lado encontraron también el cadáver de Eva Braun, del que emanaba un fuerte olor a almendras amargas: se había envenenado. El cuerpo de su esposo no emitía tal olor.
De acuerdo con las instrucciones que habían recibido con anterioridad, Linge, Günsche y tres hombres de la SS envolvieron los cadáveres con mantas, los llevaron al jardín de la Cancillería Imperial y, ante la vista de Bormann, Goebbels y dos generales, rociaron los cuerpos con gasolina y les prendieron fuego.
A las seis de la tarde Günscheenvió a dos hombres de la SS a sepultar en una fosa los restos carbonizados, que unos días más tarde fueron desenterrados por soldados del Ejército Rojo. Los soviéticos metieron los únicos restos preservados —parte de la mandíbula y dos puentes dentales; no quedó nada más— en una caja de cigarros y se los llevaron a un técnico que había trabajado para el dentista personal de Hitler, quien recurrió a los archivos e identificó en efecto los puentes como pertenecientes a Hitler y Eva Braun. En Moscú apareció más adelante un cráneo completo; aunque se dijo que era el de Hitler, en 2009 se demostró que había pertenecido a una mujer. «Al parecer los restos mortales de Adolf Hitler —según concluye Ian Kershaw en su monumental biografía del líder nazi— cabían en una caja de cigarros.»
Después de asegurarse de que Hitler había muerto, Magda Goebbels hizo envenenar a sus seis hijos y subió al jardín con su esposo, donde ambos tomaron veneno y, para no dar lugar a ningún azar, también hicieron que un hombre de la SS les disparara por dos veces. Aunque a sus cadáveres también se les prendió fuego, no había suficiente gasolina para consumirlos, y los soldados del Ejército Rojo que llegaron al día siguiente los reconocieron sin dificultad. Los otros habitantes del búnker, incluido Bormann, huyeron por un túnel ferroviario subterráneo próximo al refugio. Salieron en la estación de Friedrichstrasse; algunos murieron en los combates que se libraban con dureza en la ciudad, otros fueron apresados, y algunos, por último, lograron escapar. En general se pensaba que Bormann había logrado huir con vida; su cuerpo no se descubrió hasta 1972, cuando lo desenterraron unos trabajadores de la construcción; los registros dentales confirmaron su identidad con prontitud, al igual que, en 1998, un análisis de ADN.
(...) La confusión que los soviéticos sembraron, las deficiencias de la versión de Trevor-Roper y la ausencia de declaraciones de los testigos clave durante varias de las décadas de la posguerra generaron cierto margen para que se afirmara que la muerte de Hitler no se había demostrado. Algunas revistas sensacionalistas de Estados Unidos, como la Police Gazette, basaron su trayectoria en noticias sobre la supervivencia del líder nazi. La revista francesa Bonjour se mostró especialmente activa en publicar que Hitler seguía con vida, pero las aseveraciones se derrumbaban nada más comprobarse si las personas que así lo afirmaban habían estado de hecho en el búnker a finales de abril de 1945. La variedad y constancia de tales afirmaciones era asombrosa. Bonjour prestó singular atención a la teoría de que Hitler y Eva Braun (y de hecho, también el perro Blondi) habían sido sustituidos por dobles en una fase ya tardía de la guerra; pero el personal de secretaría de Hitler negaba con vehemencia tal posibilidad, señalando que nadie habría podido engañarlos con un doble.
La salud del Hitler auténtico se estaba deteriorando con rapidez durante los últimos meses de la guerra, porque el párkinson que sufría le hacía arrastrar los pies, más que caminar, y le provocaba un temblor incontrolable en la mano izquierda; pero se daba a entender que los síntomas no eran tan graves como parecía, pues en realidad el hombre enfermo era el sustituto.
Se decía que Hitler había huido del búnker por entre los escombros de Berlín, había tomado el último avión de salida, que le dejó en Dinamarca, y se había embarcado con Eva Braun en un submarino que le había llevado a Argentina. Esta teoría se apoyaba en el hecho de que dos submarinos alemanes, el U-530 y el U-977, habían arribado de hecho a Argentina después de la guerra. Cuando se lo inspeccionó en el puerto, sin embargo, resultó que el U-530 tan solo llevaba un cargamento de cigarrillos; Bonjour se atrevió a mantener que era un suministro para Hitler y su séquito, haciendo caso omiso del hecho bien conocido de que el dictador alemán ni fumaba ni permitía fumar en su presencia. Por su parte el comandante del U-977, Heinz Schaeffer, que se había dirigido a Argentina para no tener que rendirse a los británicos, publicó más adelante un libro en el que negaba la acusación de haber trasladado a Hitler al exilio. Esto no bastó para frenar a los conspiranoicos.
«El nazismo no ha muerto en Europa —declaró Ladislas Szabó, autor de Hitler no murió en el búnker—. El mundo está en peligro. Adolf Hitler amenaza de nuevo la paz.»
Estas y otras muchas teorías fueron investigadas minuciosamente por el historiador estadounidense Donald M. McKale en su libro Hitler: The Survival Myth, publicado en 1981. McKale señaló que las historias sobre la supervivencia de Hitler en Argentina habían sido difundidas a finales de la década de 1940 por, entre otros, el periódico francés Le Monde, el autor de biografías populares Emil Ludwig, y tanto el predicador evangélico Garner Ted Armstrong como su padre, que predijeron que Hitler reaparecería en 1972 para iniciar una nueva guerra contra Occidente (aunque más tarde cambiaron de opinión). Sin embargo, como apuntó McKale, todas estas afirmaciones «se basaban en suposiciones e insinuaciones, sin documentos ni declaraciones de testigos reales».
Aun así, en 1950 la supervivencia de Hitler ya había entrado en la mitología popular. Había personas para las que la idea de que Hitler, simplemente, había sucumbido a la presión de los acontecimientos y se había suicidado resultaba sin duda inaceptable. La insinuación de que Hitler seguía con vida, desde el punto de vista de McKale, alimentó una «nueva mitología» que contribuyó a justificar la presencia sostenida de soldados franceses y angloestadounidenses en territorio alemán. En el caso de la Unión Soviética, esta mitología contribuyó a su vez a justificar el control continuo de la Europa oriental, al este del Telón de Acero. Pero cuanto más proliferaba la mitología, menos creíble resultaba: llegaban noticias de que Hitler estaba viviendo en un monasterio tibetano, o en Arabia Saudí, o lo habían visto en un café de Austria, o estaba recluido en una prisión secreta de los Urales. Un minero jubilado alemán, Albert Panka, se lamentaba en 1969, en ocasión de su octogésimo cumpleaños, de que lo habían detenido trescientas veces desde 1945. «Estoy harto de que me tomen por el otro», le dijo a la prensa, y añadió: «No soy un Führer retirado».
De todas estas teorías, no obstante, la más difundida y repetida ha sido la de que Hitler y Eva Braun habían escapado a Argentina. Se sabía que Argentina había animado a antiguos nazis a huir, por lo general por las rutas de fuga de los Alpes y a menudo con la ayuda de un obispo del Vaticano, el austríaco Alois Hudal; el dictador Juan Perón quería aprovechar su experiencia para fomentar la economía nacional. Varias detenciones —Adolf Eichmann, el principal organizador de la «solución final», fue secuestrado en Argentina por agentes israelíes y sometido a juicio en Jerusalén, en 1961; Franz Stangl, excomandante del campo de exterminio de Treblinka, fue apresado en Brasil en 1967; y se descubrió la existencia de una red sudamericana que cobijaba a antiguas figuras del nazismo como Josef Mengele, el médico del campo de concentración de Auschwitz— dieron cierta credibilidad a la idea de que el sumo jerarca de los nazis podía ocultarse también en Sudamérica.
De hecho, ni el interrogatorio de Eichmann antes del juicio, ni la abundante cantidad de grabaciones que sus socios realizaron de sus conversaciones con otros exnazis durante el exilio en Argentina mencionan ni una sola vez la posibilidad siquiera de que Hitler estuviera vivo, no digamos ya entre ellos. El problema es que para los teóricos conspiranoicos esto era tan poco relevante como lo habían sido las pruebas reunidas por Trevor-Roper o las declaraciones de los componentes del séquito de Hitler en el búnker.
McKale llegó a la conclusión de que el mito de la supervivencia de Hitler iba más allá de una fantasía inocua o excéntrica:
“Se trata de un tema peligroso, que aún sigue entre nosotros: que Hitler había organizado una trama para despistar al mundo, lo que ponía de relieve una vez más la singularidad de su genio maligno. En nuestros días permanece ante todo en la industria del entretenimiento, con lo que, superficialmente, se diría que es algo inocuo. Pero al hacer caso omiso del «hecho» de la muerte de Hitler, todas estas teorías legan a la generación actual y las futuras (a sabiendas o no) la impresión de que Hitler, aunque era el peor asesino de masas de la historia, fue una especie de superhombre capaz de engañar al mundo una última vez [...]. La supervivencia que le atribuyen, con todo en contra, vendría a demostrar su carácter inhumano, casi divino. Generar esta clase de mitos comporta el riesgo de favorecer entre algunas personas el deseo inconsciente de «un nuevo Hitler», una figura carismática y legendaria que pudiera encabezar la protesta de las masas contra males opresores como el comunismo o la decadente cultura occidental”.
(...) Las imágenes fantasiosas sobre un Hitler aún vivo pueden servir como un argumento funcional, incluso entretenido, en el cine y la literatura. Sin embargo, a pesar de que McKale demolió por completo el mito de la supervivencia, toda una serie de autores y periodistas de diversa condición han continuado insistiendo en que la historia de la fuga del búnker posee una base real. De hecho, pese a todas las pruebas que demuestran lo contrario, en el siglo XXI se han dedicado más libros a la supervivencia de Hitler en Argentina que en el total de los cincuenta y cinco años precedentes. Más aún, «desde 2009 —se afirma en el análisis más reciente y riguroso sobre el tema— el debate histórico sobre la muerte de Hitler lo han dominado las teorías conspirativas».
Antes ya se notaba que la conspiranoia sobre la muerte de Hitler era cada vez más frecuente e insistente. Hans Baumann, un empresario especializado en la ingeniería de válvulas, que visitó Estados Unidos en 1953 como estudiante de intercambio y escribió The Vanished Life of Eva Braun (2010), y Ron T. Hansig, autor de Hitler’s Escape («La huida de Hitler», 2005), colaboraron en una nueva edición de Hitler’s Escape, que vio la luz en 2014. Los autores niegan lo que califican de «versión oficial, aceptada mayoritariamente, al menos por los Aliados occidentales, según la cual Hitler se quitó la vida el 30 de abril de 1945». (...)
Hitler y Eva Braun, según Baumann y Hansig, huyeron del búnker dejando a dobles en su lugar, volaron a España y de allí se desplazaron a Argentina, donde probablemente vivieron los años que les correspondiera «de forma pacífica y confortable». Como tantos otros autores antes que ellos, Baumann y Hansig interpretan el evidente deterioro físico de Hitler, en los últimos meses de la guerra, como una prueba de que un doble había ocupado su puesto. «El objetivo del presente estudio —insisten los autores— no es ciertamente glorificar a Hitler ni convertirlo en un héroe moderno, sino mostrar que fue un cobarde que huyó de la justicia. La historia proporciona pruebas más que suficientes de la increíble magnitud de la muerte y la destrucción que provocó a los judíos, a Alemania y al resto de Europa y Rusia.»
Expresan de forma repetida su pesar por el hecho de que sus crímenes hubieran quedado sin castigo. Pese a todo destacan que «sin lugar a dudas poseía una mente brillante», «era muy amable con los niños, las mujeres y los animales», y se mostró generoso con los británicos, a los que permitió escapar de Dunkerque y les envió sus condiciones de paz con Rudolf Hess, en el fatídico vuelo a Escocia. Cuando invadió Rusia actuaba en defensa propia, dado que «Stalin planeaba atacar Alemania». No era tan malvado, a fin de cuentas, ¿no? Quizá lograra vivir en Argentina de forma pacífica y confortable, pero para una mente tan brillante tuvo que resultar una experiencia difícil, por muchos niños, mujeres y animales que hubiera a su alrededor, a los que gratificar con su amabilidad. «Un estilo de vida de obligada inactividad en un país extranjero —comentan los autores con perspicacia— por fuerza tuvo que ser insoportable para una persona que, en el pasado, había estado al mando de millones.»
Baumann y Hansig fundamentan estos puntos de vista en las diversas declaraciones que Stalin y otras figuras del mundo soviético hicieron en los primeros años de la posguerra así como, entre otras fuentes, en los varios volúmenes de Gestapo Chief, de Gregory Douglas. Esta obra afirma imprimir extractos de un extenso informe preparado por la inteligencia estadounidense sobre el jefe de la Gestapo Heinrich Müller a finales de la década de 1940, informe en el que Müller —a quien Baumann y Hansig describen como un oficial de inteligencia y policía de carrera, que no era antisemita— ofrece nueva información sobre Auschwitz (dese ente que fuera un campo de exterminio) y Hitler (según Müller, escapó del búnker, lo que confirma la tesis de los autores).
(...) Otro escritor, el estadounidense Harry Cooper, quizá ha sido todavía más persistente en la difusión de la teoría de que el líder nazi escapó del búnker. Aquí la figura central de la conspiración no es el propio Hitler, sino Martin Bormann, que en 1945 era la figura más destacada de la Alemania nazi, tan solo por detrás del Führer. Hitler, afirma Cooper, «no se suicidó en el búnker. Él y Eva Braun salieron de allí». Pero apunta que no lo hicieron por su propia voluntad, sino que los «drogaron a la fuerza», por orden de Bormann, y los trasladaron a Argentina, donde vivieron ocultos en una hacienda de Bariloche, al pie de los Andes.
Su libro Hitler in Argentina: The Documented Truth of Hitler’s Escape from Berlin, publicado en 2006, es una colección de fotografías, documentos y relatos, en su mayoría de los primeros años de la posguerra, centrada en los atrevidos recuerdos de don Ángel Alcázar de Velasco, quien afirmaba haber conocido a Hitler en Argentina y haberse visto varias veces con Bormann («Martin habló el primero: “Te veo más viejo, Ángel”. “En ti los años tampoco han pasado en vano”, contesté risueño»). Se incluye una fotografía —y se destaca también en la contracubierta— de quien se dice que es un Hitler anciano, con la cara medio oculta por un pañuelo. En un programa de radio paralelo se describe en tono entusiasta la mirada de Hitler («Pervive un eco antiguo de fuego y pasión [...]. Es una mirada muy hipnótica»). En realidad, la fotografía, que en origen se titula Cuarenta parpadeos, retrata a un pensionista británico y procede de un libro de Kurt Hutton, Speaking Likeness (1947). Hutton, que había sido fotógrafo para la revista Picture Post, comentó que la había tomado con una Leica, con una combinación de luz natural y una bombilla de techo, especialmente intensa (con la técnica llamada photoflood). «Tomé Cuarenta parpadeos mientras paseaba por una residencia de ancianos buscando el colorido local», cuenta Hutton. El copyright corresponde a Getty Images, aunque Cooper lo reclama como propio. Cooper también ha dedicado libros a la «red de espías de Hitler en Sudamérica» y a la «huida del búnker» (Hitler’s Spy Web in South America, 2017; Escape from the Bunker: Hitler’s Escape from Berlin, 2010). Ambos volúmenes vieron la luz en una plataforma de autoedición que ahora pertenece a Amazon y tiene la sede en la ciudad de Scotts Valley, en California.
Según la publicidad de Cooper en amazon.com, su obra presenta la transcripción fidedigna de un archivo que me ha entregado un agente nazi que ocupó un lugar destacado durante la segunda guerra mundial. Se acercó a Sharkhunters —nuestra organización de estudios históricos, que se ocupa de la historia de los submarinos en la segunda guerra mundial— a contarnos que había ayudado a Martin Bormann a huir de Alemania después de la guerra y que, algunos años más tarde, se había visto con Adolf Hitler. Después de las comprobaciones más rigurosas, ha resultado ser quien decía ser y sus afirmaciones han quedado demostradas por incontables archivos de las agencias de espionaje de Estados Unidos y otros países.
Naturalmente, se trataba de don Ángel Alcázar de Velasco, un hombre notorio por sus falsedades. Velasco mantiene que pasó los últimos tres meses de la guerra en el búnker, lo cual es evidentemente mentira, dado que ninguna de las personas que estuvo allí ha afirmado nunca haberlo visto. Sin embargo, en vez de admitir la verdad, Cooper sufrió una reacción alérgica a la exposición de las falsedades del don, y amenazó a sus críticos con denunciarlos por difundir noticias inventadas («¡Que los metan a todos en la cárcel!»), aunque no acaba de estar claro qué ley podría tener tal efecto. (...)
A menudo, bajo los intentos en apariencia inocentes de demostrar que Hitler sigue con vida subyacen motivos políticos, de tendencia derechista. El escritor austríaco Werner Brockdorff, por ejemplo, que afirmaba haber pasado «veinte años estudiando las fuentes y recorriendo muchos países de distintos continentes» para documentar los hechos de la supuesta huida de Hitler a Argentina en compañía de Martin Bormann y Eva Braun, se calificaba a sí mismo como un «cazador de nazis». Sin embargo, describe una imagen idílica del señor y la señora Hitler que, en el exilio sudamericano, sin sufrir derrota ni ser detectados, vivieron una bendición doméstica hasta una edad avanzada; esto tiene poco que ver con la imagen convencional del cazador de nazis, obsesionado con seguir la pista del mal y someterlo a los dictados de la justicia. Brockdorff era de hecho un nacionalista pangermánico, hostil a los dos bandos de la guerra fría, que afirmaba que Hitler había gozado de la protección de la CIA y que los rusos habían confundido deliberadamente al mundo sobre la verdadera suerte del Führer.
Como veremos, en otros exponentes de este género cabe identificar tal afiliación política neonazi o ultraderechista.
(...) Si estos autores se habían dedicado a reunir material documental y declaraciones personales para reforzar su teoría de que Hitler y Eva Braun habían escapado a Argentina, en cambio, Simon Dunstan y Gerrard Williams, en su libro Grey Wolf: The Escape of Adolf Hitler: The Case Presented (2011): La argumentación se desarrolla según las líneas habituales de la bibliografía conocida: los cuerpos del búnker eran dobles; tanto Eisenhower como Stalin afirmaron que Hitler no había muerto; no hubo testigos del suicidio; los archivos del FBI en la posguerra incluyen informes sobre la detección y el seguimiento de «Hitler en Argentina»; en Bariloche (al suroeste de Buenos Aires, a 1.350 kilómetros de distancia) existe un rancho nazi donde vivieron Hitler y Eva Braun. Para recabar pruebas Dunstan y Williams viajaron a Argentina y aunque «todas las personas con las que hablamos sobre la posibilidad de que Hitler hubiera vivido allí después de la guerra lo consideraban ciertamente posible y en muchos casos una realidad innegable», sin embargo, no lograron encontrar e identificar a nadie que se pudiera confirmar que había visto en efecto al Hitler de carne y hueso.
Desdeñan el informe de Trevor-Roper, considerando que respondía a la conveniencia política y era la obra de un hombre que no sabía distinguir la verdad de la ficción o descubrir cuándo le estaban mintiendo, como demostraba que unos años más tarde el historiador hubiera defendido la fiabilidad de los falsos Diarios de Hitler. Todos los que estuvieron en el búnker en las últimas semanas, incluido el personal de secretaría del líder nazi, resultaron engañados por la presencia de los dobles y creyeron que Hitler se había quedado y había acabado por quitarse la vida (aunque sigue representando un misterio por qué un doble iba a hacer tal cosa). Grey Wolf aporta unas pocas novedades. Sostiene que el profesor Alf Linney, un experto en reconocimiento facial del University College de Londres, ha «demostrado científicamente» que la famosa fotografía en la que Hitler pasa revista a un grupo de las Juventudes Hitlerianas el 20 de marzo de 1945 es en realidad la imagen de un doble. Pero los autores no indican la naturaleza de esa prueba «científica», ni proporcionan ninguna referencia a publicación alguna del profesor Linney, que de hecho es cirujano otológico. Se trata de un rumor: los autores cuentan qué ha dicho el profesor Linney sin aportar ninguna prueba de que lo dijera y ni tan siquiera citarlo directamente.
(...) El capitán Peter Baumgart —el piloto de aviación que, según Grey Wolf, trasladó a Hitler y su grupo fuera de Berlín— afirmó tal cosa en un juicio por crímenes de guerra no especificados (aunque es de suponer que cometidos en Polonia), celebrado en Varsovia el 17 de diciembre de 1947; más adelante lo repitió.
El juicio se pospuso mientras se le sometía a un examen psiquiátrico, aunque no está claro si ello obedeció a esta afirmación sobre Hitler o no; lo declararon sano, pero de nuevo, no está claro si fue porque las autoridades polacas querían juzgarlo o porque en verdad no sufría ningún problema psiquiátrico. El tribunal polaco lo condenó a cinco años de cárcel.
(...) A partir de aquí la narración, sin aportar ninguna prueba, relata que el grupo de Hitler voló hasta Reus, no lejos de Barcelona, y de ahí a Fuerteventura, en las islas Canarias. Dunstan y Williams descartan que el sospechoso habitual, el U-530, hubiera transportado a Hitler hasta Argentina, y apuestan por un grupo de tres submarinos que se sabía que habían desaparecido de una «manada de lobos» del Atlántico: los U-518, U-880 y U-1235. (...) El libro describe cómo el grupo se dirigió a Argentina a bordo de tres submarinos que se enviaron a pique una vez arribaron al país sudamericano. A continuación los llevaron al rancho que los nazis poseían cerca de Bariloche, en el suroeste de Argentina, a los pies de los Andes.
Aquí se les habría unido en septiembre Ursula, la hija de Eva Braun y Hitler, nacida en San Remo en 1938. (En realidad era hija de Gitta Schneider, una amiga de Eva; en la bibliografía de la supervivencia es habitual encontrar fotografías de ella con Hitler y Eva Braun.). El relato continúa con el nacimiento de una segunda hija de la pareja, concebida en Múnich en marzo de 1945 (sin que se explique cómo pudo ser; desde el 16 de enero de 1945, Hitler solo había abandonado Berlín en una ocasión, el 3 de marzo, para visitar por breve tiempo la línea del frente, a la sazón ya próxima a la capital, en Wriezen).
Pese a tener una hija, o quizá dos, Eva terminó por aburrirse de la vida en el rancho y se marchó a otra ciudad, situada al noreste, a 370 kilómetros de Bariloche, con lo que puso fin de hecho al matrimonio con Hitler. ¿En qué pruebas se basan todas estas historias? Aparte de algunas referencias de segunda mano recogidas en los archivos de inteligencia estadounidenses de los primeros años de la posguerra, los autores incluyen pasajes de una entrevista con cierta Catalina Gomero, que recordaba la visita secreta de una persona a la casa alemana en la que trabajaba, una persona que, según le dijo un chófer, era Hitler. Tuvo que dejar las comidas en una bandeja, frente a la puerta del dormitorio (...). Gomero les contó a los productores que le sirvió «la misma comida que a cualquier otra persona de la casa, la típica comida alemana: salchichas, jamón, verduras». (...) A juicio de Williams, esto suponía la «confirmación, por parte de una persona de carne y hueso, de que Adolf Hitler no murió en el búnker en 1945». Pero el hombre al que Gomero no vio en el hotel no podía haber sido Hitler, para empezar porque el dictador nazi era vegetariano de toda la vida; y como tenía muchos problemas en los dientes, se alimentaba de una dieta pobre, esencialmente de un puré de alubias que en ningún caso se identifica con la tradición culinaria alemana.
Aparte de Catalina Gomero, Grey Wolf también cita a un informante del FBI que comunicó que un francés sin identificar había visto en un restaurante a un hombre que «poseía numerosas de las características de Hitler» charlando amablemente con varios otros comensales. De nuevo, empieza por ser muy improbable que se tratara de Hitler, porque este no charlaba con los comensales, ni con amabilidad ni de ninguna otra manera, sino que los sometía a monólogos interminables, como quedó recogido para la posteridad en las famosas Tischgespräche («conversaciones de sobremesa») de los años de guerra. Y, en cualquier caso, como en todos los otros casos de personas que afirmaron haber visto al exdictador, nada va más allá del rumor y la referencia de oídas.
En Grey Wolf se cita a otro testigo no identificado, llamado simplemente «Schmidt», que de niño había vivido en una colonia alemana (el libro la califica de «nazi») de la citada Bariloche, en la Patagonia, dirigida por un exoficial destacado de la SS, Ludolf von Alvensleben. Este Alvensleben era sin duda una persona real: un criminal de guerra nazi que interpretó un papel relevante en los debates del círculo de exiliados —nazis irredentos— que en la década de 1950 se reunía en Buenos Aires para conversar en secreto con Adolf Eichmann, quien había destacado en la implantación del asesinato masivo de los judíos europeos. Se sabe que solía enojar a sus interlocutores porque no negaba la realidad del Holocausto. Pero «Schmidt» no mencionó haber visto a Hitler; y aunque en Bariloche vivieron varios antiguos nazis, como por ejemplo Erich Priebke —un oficial de la SS que acabó siendo extraditado a Italia, donde se lo juzgó por los crímenes de guerra perpetrados en este país—, en lo que respecta a Alvensleben no fue así; él vivía mucho más al norte, en Córdoba, a 1.500 kilómetros de Bariloche.
En Grey Wolf también vemos a un gestor bancario, Jorge Batinic, que recuerda que su madre le contaba que había visto a Hitler en Argentina, y que era Hitler porque uno de los compañeros de este lo había identificado como tal. De nuevo, nada va más allá de la referencia de oídas: inventada, idealizada o mal recordada. Aunque Hitler vivía muy resguardado, al parecer viajaba mucho, porque otro entrevistado, un carpintero de nombre Hernán Ancín, rememoraba haberlo visto en varias ocasiones en una obra en construcción en la ciudad costera de Mar del Plata, en los primeros años de la década de 1950; un hombre frágil, de pelo cano, acompañado por la «gorda y bien alimentada» Eva Braun. ¿Era el exlíder nazi? Nadie, ni siquiera el supuesto anfitrión del ex-Führer en Mar del Plata, el antiguo dictador fascista croata Ante Pavelić (que, en efecto, en Argentina trabajó en la construcción), lo ha identificado nunca como a tal.
(...) La abogada Alicia Oliveira, en una entrevista, recordaba haberse reunido en 1985 con una mujer que le dijo que era «Uschi», hija de Hitler; pero Oliveira se negó a proporcionar la identidad real de la mujer, amparándose en la «confidencialidad de cliente y abogado».(...) En otra entrevista, el jefe del servicio de guardaespaldas del presidente Perón, un Jorge Colotto de ochenta y siete años, rememora que la presidencia recibió varias visitas de Bormann en la década de 1950. No hará falta decir que el testimonio no ha sido corroborado por ningún documento ni declaración de ninguna otra persona que hubiera trabajado para Perón. Hacia estas mismas fechas, Araceli Méndez trabajó como traductora y contadora para una «figura del nazismo» que nunca le reveló su nombre real (a pesar de que cuenta que trabaron amistad); ella lo conocía tan solo como «Ricardo Bauer».
(....) Entre las numerosas comunidades distintas de saberes alternativos que han abrazado la teoría de la supervivencia de Hitler, es obvio que algunas pertenecen al espectro político de la derecha, y están inspiradas por la creencia de que Hitler no era un hombre que hubiera optado por morirse en un búnker subterráneo, después de un mezquino pacto de suicidio. Este deseo de rescatar al líder nazi de la ignominia de su muerte real ha proporcionado al grueso de las propuestas supervivencialistas un carácter netamente distinto al de muchas otras teorías conspirativas. Si uno sopesa por un momento en serio la posibilidad de que Hitler hubiera escapado del búnker, no cabe duda de que tendría que haber existido u a conspiración de un alcance muy considerable, que implicaría a todo el séquito presente en el búnker (aunque algunos de estos personajes continuaron formando parte de la fuerza aérea, la armada y el ejército alemanes), miembros destacados de la clase dirigente argentina y muy probablemente también la CIA y el FBI. Sin embargo, si en efecto hubiera existido una trama tan compleja para huir del búnker, ¿por qué tantos de los implicados —empezando por Joseph y Magda Goebbels, que no habrían sido ajenos a la conspiración— optaron por quitarse la vida en vez de aprovechar la oportunidad de escapar con Hitler?
(....) La bibliografía repite una y otra vez que unos dobles ocuparon el lugar de Hitler y Eva Braun en el búnker, pero no se indica el nombre de nadie que hubiera podido organizar o llevar a cabo el engaño, por no hablar de seguirles la pista hasta localizarlos y entrevistarlos. A lo sumo se le atribuye a Martin Bormann —pese al hecho probado de que murió en Berlín, en los últimos días de la guerra—, sobre todo en Grey Wolf, donde se afirma que organizó la huida y se marchó con Hitler a gozar de la agradable vida de retiro en Sudamérica. Los cómplices no dejan de ser figuras sospechosas; de unos pocos —como el capitán Baumgart, piloto de avión -se nos dice el nombre, pero no se nos cuenta quién los reclutó ni cómo, sino que aparecen sin más. Sorprende en particular la ausencia de los auxiliares más próximos a Hitler, sus edecanes, asistentes y secretarias, que —si hubiera habido una trama para ayudarle a huir— sin duda habrían resultado instrumentales. Al final se acaba tratando de una conspiración sin conspiradores.
La razón salta a la vista: Hitler tiene que mantener su carisma. No se le puede ver como instrumento, ya sea voluntario o involuntario, de una conjura compleja; la huida tiene que haber sido una obra exclusivamente personal.
(....) Como ha concluido Roger Clark, el mito de la supervivencia de Hitler ha convencido a miles de personas —peor aún, a millones— de que es razonable despreciar a los historiadores de prestigio y la tradición académica y tildarlos de mentirosos y embaucadores; y ello a pesar de que quienes realmente saben de qué hablan no pueden dar el más mínimo crédito a ese mito.
Sigue diciendo Clark: Los teóricos conspiranoicos contaminan los pozos del conocimiento, se aprovechan de la falta de educación de personas a las que desdeñan, y agravan su ignorancia. Fomentan que la gente desconfíe de las obras académicas y arrastran por el suelo la reputación de los historiadores legítimos [...]. Si dañamos la credibilidad de los libros y las películas que nacen de una buena investigación estamos instalando mitos en el lugar de la realidad. Si en efecto los historiadores serios se equivocan al respecto de la muerte de Hitler, si en verdad sobrevivió muchos años después de 1945, ¿no es acaso posible que se equivoquen también en todo lo demás... incluso en el Holocausto? Desazona constatar cuántos defensores de la supervivencia de Hitler son también antisemitas y niegan la existencia del Holocausto. La historia falsa hace daño de verdad. Ofende a los veteranos de guerra y a los millones de víctimas de los nazis. Sugerir que Hitler se retiró a algún refugio con la connivencia de los Aliados occidentales es insultante. Trivializa y niega la victoria sobre los nazis, que fue el fruto de un esfuerzo enorme. Retrata a Hitler y sus secuaces como unos superhombres astutos y habilidosos, más ingeniosos que sus enemigos. Nos quieren hacer creer que nadie derrotó nunca al Führer.
En algunas versiones, las teorías conspirativas, incluso aquellas que sostienen que Hitler sobrevivió a 1945, pueden parecer relativamente inocuas. Desde luego no todas responden a propósitos políticos malignos. Pero todas ellas tienen en común un escepticismo radical —aunque en algunos aspectos, ingenuo— que no solo arroja dudas sobre la verdad de las conclusiones obtenidas por medio de una investigación histórica minuciosa y objetiva, sino sobre la idea misma de la verdad. Y una vez desacreditada esta idea, lo que se está poniendo en cuestión es la posibilidad misma de organizar la sociedad de acuerdo con argumentos racionales y a partir de decisiones informadas y argumentadas.
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