Ezequiel Baraja está ronco. Estuvo en el penal entrenando al equipo y cada vez que lo hace no puede evitar gritar. Tiene puesta una musculosa deportiva, el pelo cortísimo, y la barba de unos pocos días. Está en su casa de San Martín, en la misma en la que vivía antes de ir preso, la misma a la que volvió una vez que se fugó y la misma desde la cual su madre lo llevó de regreso a la comisaría. Es la misma casa, pero su vida es otra.
“En esta casa sucedió la separación de mis viejos, a mis 12 años, que fue donde todo comenzó. La situación de mis viejos me llevó a portarme mal en el colegio primero, a juntarme con los pibes del barrio después, y finalmente terminé metido en una villa cerca de mi casa juntándome con pibes más grandes que me metieron en el mundo de las drogas, y como consecuencia en el delito”, cuenta.
Vamos a hablar casi una hora. Va a enumerar delitos, hechos de violencia, situaciones en las que estuvo al borde de la muerte, del tiro que recibió en el brazo, la puñalada en el estómago, pero nunca va a culpar a los demás. Ezequiel habla haciéndose cargo de cada una de las instancias de su vida que lo llevaron a donde está hoy, ya no privado de su libertad, ya no delinquiendo, ya no poniendo en riesgo su vida.
“Nunca tuve necesidades yo: vengo de una familia tipo, mamá, papá, dos hermanos. Fui a un colegio privado, tuve todo lo que se necesita, pero la separación de mis viejos me descarriló. Después empecé con el delito y lo tomé como una forma de vida, nadie me obligaba. Me enseñaron el camino, me manipularon al principio, pero después yo seguí con eso porque tenía ganas. La idea era no lastimar a nadie, hacer el menor daño posible más allá de todo el daño que uno le genera a una persona con el simple hecho de robarle. Pero no quería generar un daño más profundo”, cuenta.
“A los 15 años en una de estas villas donde iba hubo un quilombo y una persona me apuñaló en el estómago. Me perforó el estómago y el intestino. Fue un 25 de diciembre. Me acuerdo que me desperté a las 7 de la mañana en el hospital con mi mamá al lado llorando, yo intubado por todos lados, estuve al borde la muerte y me recuperé, pero nunca pensé en cambiar. Estaba lleno de rencor, de odio por diferentes cosas que me habían pasado”, dice.
Todavía faltaba mucho para que llegara su nueva vida. Si alguien, ahora, busca su nombre en Google, va a conocer al que es hoy: entrenador y coordinador deportivo de Fundación Espartanos (una ONG dedicada a transformar la vida de las personas privadas de su libertad a través del deporte), coordinador de un parador para gente en situación de calle de la Ciudad de Buenos Aires, y uno de los elegidos para subir al Aconcagua en el 2018 junto a un grupo de deportistas de élite como Paula Pareto o Fabricio Oberto. Pero antes de esto, estuvo aquello que él nombra como su “formación delictiva”.
“A los 16 años, en uno más de los robos que hacía, entré a una estación de servicio y un policía cumpliendo con su deber me efectuó dos disparos. Uno no me dio y el otro todavía lo tengo en el brazo. Este puntito que se ve acá es el disparo, la bala sigue adentro”. Mientras habla, muestra el biceps, lo contrae y relaja, y en cada movimiento se ve un agujero que va de un lado a otro. “Es la bala”, dice.
“Esa fue la primera vez que me llevaron detenido como menor. La bala no me mató porque tuve un dios aparte. Y ahí entré a recorrer institutos de menores y comenzó lo que yo llamo la escuela delictiva: van preparándote para cuando seas mayor de edad y probablemente te toque entrar a una cárcel de máxima seguridad”.
-La escuela delictiva vos la ves dentro del corredor institucional, no afuera…
-Claro, adentro de las instituciones, donde no hay herramientas para reinsertar o insertar a las personas. El hecho de que cumplan una penitencia por la macana que se mandaron no rehabilita a nadie. Yo ahí empecé a aprender a profesionalizarme siendo muy chico. Y me fugué del primer instituto al que me mandaron, y como jamás había vivido en otro lugar que no fuera mi casa, volví a mi casa. Y mi mamá me entregó en la comisaría, a los 16 años. Ese fue otro momento muy duro. Pero con el tiempo fui entendiendo el por qué. Ella consideraba que era lo correcto y que si no lo hacía me iban a matar porque yo venía muy descarrilado. Hoy miro hacia atrás y no puedo creer que era esa persona.
-Hubieras vivido una vida de prófugo...
-Bueno, me llevan de vuelta al instituto y me fugué y no volví nunca más a mi casa. De los 16 a los 18 estuve prófugo. Ya a los 15 me había apuñalado, a los 16 me habían dado un tiro… Vivía del delito. Salía con armas de fuego pero nunca hice daño. Y a los 18 años me llevan detenido -como se esperaba- como mayor de edad. Me condenan a cuatro años. Fui al colegio ahí preso pero solo para pasar el tiempo, no para aprender. Y a los tres años de la condena de cuatro recupero mi libertad por supuesta buena conducta. Me largan con libertad condicional, pero en Argentina hay una estadística de reincidencia que marca que el que se va de estar detenido vuelve con un delito igual o peor al que había cometido. Prácticamente nunca es menor. Yo dentro de la cárcel me profesionalicé, y al salir me pasó lo que dice la estadística.
-¿Cuando decís me profecionalicé te referís a que aprendiste técnicas para que no te agarren?
-Claro. Aprendés a evitar que te agarren, te das cuenta de que las penas son las mismas si robás un kiosco o robás un banco. Es lo mismo, un robo calificado, y la condena es la misma. Y si ponés en la balanza dónde hay más dinero te vas a inclinar hacia un lado obvio. Entonces, vos ahí adentro te vas preparando, tenés tiempo para pensar en los errores que cometiste y pensás en no volver a cometerlos… Pero ese tiempo se podría aprovechar para ayudar a la persona a que se reinserte o se inserte en la sociedad, porque hay personas que nunca estuvieron dentro de la sociedad.
-¿Entonces saliste y en cuánto tiempo cumpliste con la estadística de reincidencia?
-A los siete meses. Esta vez con una condena más grande de seis años y ocho meses. Me detienen a mí y a dos personas más con un operativo cerrojo, con armas, etcétera. Por suerte no se efectuaron disparos de ningún lado. Yo no tenía ganas de morir, siempre amé la vida. Pero me llevaron detenido y ahí es donde empiezo la peor parte de lo que es la cárcel. En un año recorrí 20 penales, pasé por las peores cárceles de Buenos Aires, viví momentos de mucha violencia, mucha tensión. No tenía recursos para poder salir de la selva de cemento, que es la ley del más fuerte. No vivís, sobrevivís. Y te tenés que adaptar a la forma de vida de ahí adentro. Yo también lo llamo la cápsula del tiempo, porque estás detenido, hacemos seis años, te vas en libertad y volvés a los cuatro años, en ese lugar sigue siendo todo exactamente igual: no evoluciona en nada, no avanza en nada, siempre es lo mismo. Entonces estás como en una cápsula del tiempo que te retrotrae a un estado primitivo. Empezás a sobrevivir como un salvaje.
-¿Te ha tocado vivir situaciones complicadas adentro?
-Sí, muchas. Ver cómo dos personas se peleaban con palos de escoba atados con una faca en la punta. Con qué sentido, por qué pelear así… Y ese primer tiempo fue lo más jodido, viví momentos de mucha violencia. Vi a un chico morir de una puñalada en el ojo, que le entró por acá y le salió por acá arriba. Esa es la mayor consecuencia de la cárcel: el poco valor de la vida. Cualquier pelotudez termina matando a un pibe. Y lo loco es que lo mató un pibe de 18 años en defensa. Lo habían llevado preso por una boludez, estaba unos meses y se iba, y termina con 10 años de pena de cumplimiento efectivo por defenderse, por no saber pelear, un pibe totalmente sano. Y esas son las consecuencias de la cárcel. Hoy creo que la cárcel está un poquito mejor preparada por ONGs que se están metiendo, pero estaría bueno que se hiciera una política pública que aborde estas situaciones del sistema carcelario. ¿Qué queremos para nuestros presos? Si queremos una sociedad mejor necesitamos trabajar desde ahí adentro también.
-La cárcel no está preparada para sacarte adelante digamos.
-No, para nada. Y a su vez sucede esta cosa loca que si yo no hubiera pasado por todo lo que pasé no estaría ahora hablando con vos.
-La paradoja de que la cárcel no está preparada para reinsertarte pero a vos, por todo eso, te reinsertó.
-Me reinsertó pero ya porque en un momento colapsé y dije: puedo ser yo el pibe ese, el que lo mató, el que está muerto… Me encontré en un momento de mucha de soledad, muy triste, en una celda de castigo que en la cárcel llaman “buzones”, es una celda de 2x2 y estás solo. Estás más preso de lo que ya estabas. Y yo lo único que tenía era un libro, Lo Que El Viento Se Llevó, y jamás pensé en mi vida en leerlo, menos dentro de la cárcel, pero lo que viví con ese libro fue mágico porque me trasladó de esas situación de encierro y me dio mi primera sensación de libertad después de muchos años de estar detenido. Yo sentía que no estaba detenido físicamente sino que estaba preso mentalmente. Y cuando pude saltar ese muro de mi propia cárcel fue cuando empecé a proyectar qué es lo que quería para mí. Y me terminé de convencer un día que conocí a Los Espartanos.
-¿Cómo fue?
-Estaban ahí en el penal. Vi un grupo de personas en el medio de la cancha abrazándose, tocándose, como contentos… y eso en la cárcel no suele suceder, vos no ves personas demostrándose afecto mutuamente, y menos en un grupo grande. Y sonreían y eran felices, y yo pensé por qué yo no puedo ser feliz también. Y me acerqué de curioso y entrené a entrenar con ellos y fui cambiando a través de los valores del rugby y de los pilares de la Fundación Espartanos (el deporte como excusa, la educación para formarlos, la espiritualidad como método de contención, y el trabajo como fin de ciclo). Esto fue en el 2013 y desde entonces me convertí en un espartano para siempre.
-¿Nunca volviste a ser el mismo?
-Lo determinante fue cuando uno de los empresarios que forma parte del programa me dijo: “Baraja, vos cuando salgas tenés laburo”. Y yo le dije: ¿en serio? “Vos cuando salgas tenés laburo”, insistió. Y eso era lo que me faltaba para convencerme de que yo no quería volver nunca más a estar preso. Y lo cumplí. Creo que una de las claves para mi fue la fortaleza de mantenerme firme en lo que quería. Yo quería ser diferente y demostrarle a esta gente que apostaba en mí que hacían bien, y que iba a cumplir.
-¿Te dio trabajo?
-Salí y a la semana estaba trabajando en Subway, en Unicenter, en el patio de comidas. Era glorioso para mí, jamás había trabajado en mi vida. Lo que me caracterizaba a mí en ese entonces y a muchos de los espartanos que van saliendo son las ganas de demostrarte a vos mismo y a los demás que realmente podés. Entonces hacía todo lo que nadie tenía ganas pero lo hacía con un entusiasmo tremendo. Y a los seis meses pasé a ser el encargado del local, manejaba las llaves y la caja fuerte incluso. Confianza total.
-Hoy seguís en espartanos pero como entrenador en la Unidad 48 del complejo penitenciario de San Martín. ¿Qué es lo que ves en tus entrenados?
-La vida dentro de ese penal pasa por el rugby. Tienen un minuto libre y están jugando al rugby. Hoy ahí adentro tenemos la primera cancha de césped sintético del mundo dentro de una cárcel. Tenemos un centro educativo espartano para poder capacitar en talleres a los internos. Y también hay un gimnasio y un ring de box. Y para un modelo de reinserción está muy bien porque muchos pibes como yo encuentran una oportunidad dentro de la cárcel. Una oportunidad que tal vez nunca encontraste en la vida y la encontrás preso, que no parece lógico, pero te puede cambiar la vida. Yo hoy hace siete años que estoy en libertad, trabajo para la Fundación Espartanos en el área deportiva, trabajo para el Ministerio de Desarrollo y Habitat en la Ciudad de Buenos Aires en el BAP en asistencia a personas en situación de calle, soy coordinador de un parador de la ciudad.
-¿Y cómo llega la posibilidad de subir al Aconcagua?
-Hacía un año y medio que estaba en libertad y me llega un llamado de Coco, el creador de Espartanos, y me pregunta: “Baraja, ¿cómo estás para ir al Aconcagua?”. Y yo le respondí: “Coco, jamás subí más de 10 pisos por escalera, pero si vos me lo decís voy a donde me digas con los ojos vendados”. Y así fue. Me invitaron a ser parte del proyecto Summit Aconcagua 2018 donde los participantes tenían historias de vida relacionadas con el deporte. Jamás había puesto un pie en una montaña, y en mi primera experiencia hice cumbre en el Aconcagua. Hice cumbre el 3 de marzo a las siete y cinco de la tarde. Fue glorioso porque había 25 grados bajo cero, pensé en abandonar mil veces, y la frase que me dio fuerza fue una que me dijo el Papa. Varios Espartanos fuimos a verlo por invitación de él y fuimos a Roma, estuvimos en el Vaticano, y él nos dijo que el rugby está muy relacionado con la vida, y que él lo comparaba con el canto de unos andinistas que en el momento de subir la montaña van cantando que en el arte de ascender lo importante no es no caer sino no permanecer caído. Y cuando decidí no seguir subiendo más me acordé de eso y dije no, sigo, y tuve la oportunidad de hacer cumbre. Y fue glorioso porque estaba representando a la fundación y buscaba hacer visible el trabajo. No se trataba de que yo llegara a la cumbre, sino de llevar la bandera de los espartanos, que creyendo en las segundas oportunidades lograron que un pibe que salió de la cárcel trabajara, estudiara, y lograra subir una montaña.
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