¡Vos lo mataste! ¡Vos sos la culpable de todo! La mujer estaba fuera de sí. La madre de Ruggierito había elegido a Elisa Vecino, la compañera de su hijo, como el blanco de su ira. La chica, de 25 años, nunca le había agradado a su suegra y era el matón el que mantenía un aparente equilibrio. La acusaba de haberlo dejado ir solo a la cita donde sería asesinado.
Luego de haber pasado la tarde del sábado 21 de octubre de 1933 en el hipódromo de La Plata, Juan Nicolás Ruggiero regresó a Avellaneda. Pasaría a buscar a Elisa, con la que convivía hacía diez años en una amplia casa de la avenida Belgrano al 900, frente al Hospital Fiorito. Le iba a proponer casamiento y había hecho los arreglos para irse con ella y sus padres a un viaje a Europa. Tanto deseaba conocer Italia y España que rechazó el ofrecimiento del intendente Alberto Barceló, que si éste llegaba a la gobernación bonaerense, lo haría intendente. Pero no hubo caso.
Ruggierito, como era popularmente conocido, había nacido el 24 de junio de 1895, a la una y media de la mañana, en la isla Maciel. Su padre Francisco era un napolitano que se ganaba la vida como carpintero ebanista y su mamá Amalia Lucachi tenía 14 años cuando se casó y al año siguiente ya fue madre. De carácter fuerte, lo justificaba diciendo que “soy enérgica porque tengo muchos hijos para darles de comer”. Tuvieron más de 15, y habían llenado dos libretas enteras para inscribir los nacimientos.
Estudió en el Colegio Hispano Argentino, en Mitre al 100, y dejó en cuarto grado para ayudar a su papá en la carpintería. En su adolescencia se juntó con malas compañías y así fue construyendo su fama de guapo. Cuando se tiroteó en la puerta de uno de los prostíbulos que custodiaba, que era de Enrique “El Manco” Barceló, hermano del intendente, logró fama y un ascenso. Era 1913 y el líder conservador no demoró en ponerlo al frente de un subcomité conservador, que funcionaba en Pavón 252, frente al frigorífico La Negra.
En el comité se hacía política, se arreglaban elecciones y se repartía ayuda a los que más lo necesitaban. Y también se apostaba. Esos días colgaban de la puerta de entrada el cartel “Hoy – Escolaso – Hoy”. El joven Ruggiero cuidaba su negocio. Muchos de los que timbeaban iban de la ciudad de Buenos Aires y cuando alguien ganaba mucho, lo hacía acompañar hasta el puente del Riachuelo. “Si lo afanan en la capital que se joda, pero acá, en Avellaneda, no me asaltan nunca un cliente”.
El local contaba con la infraestructura y con el ingenio en encontrar soluciones a los problemas, a tal punto que a través de un telescopio alemán, ubicado afuera del hipódromo de Palermo, se relataban las carreras, transmitidas a través de un teléfono.
El comité funcionaba como lugar para escuchar tangos. Entre los cantantes que concurrieron estaba Agustín Magaldi y el Pibe Ponzio, que acostumbraba a ejecutar el violín mientras colgaba de su dedo meñique un revólver.
Ruggierito también tenía negocios en la prostitución. Era socio en el Farol Colorado, el burdel más conocido de la isla Maciel, que estaba a cargo de la princesa Matilde y sus bailarinas o pupilas, como gustaba llamarlas. El prostíbulo, cuyo nombre original era “Café du Paradis”, estaba ubicado al lado de la escuela primaria de la isla y cuando ya era un establecimiento popular, se lo promocionaba como “cinematógrafo para hombres solos”, ya que allí se proyectaron las primeras películas pornográficas en el país.
Tuvo que vérselas con matones al servicio de otros partidos. Con uno de los primeros que lidió fue con el Paraguayito, un bravucón a sueldo de los radicales que manejaba la delincuencia en Villa Industriales.
Pero su rival más enconado fue Julio Valea, el “gallego Julio”, cuyo radio de acción era Barracas y hacía lo mismo que él pero para los radicales. Había llegado de España escapándole al servicio militar y vivía con dos mujeres, una italiana y otra francesa en el recién inaugurado Hotel Castelar. Fueron amigos cercanos hasta que Ruggierito impidió que asaltase a un pobre italiano, y se enemistaron para siempre. Hubo un intento de acercamiento pero cuando una tarde Valea miraba correr a su caballo desde el techo de su vehículo -tenía prohibida la entrada al hipódromo- un certero disparo de winchester terminó con su vida.
Ruggierito se había enamorado de Elisa Vecino, una chica del barrio, de 14 años. Él le llevaba doce. Y a pesar de que la mamá de ella no quería que su hija tuviera una relación con un delincuente, nada pudo hacer y fueron a vivir juntos a una casa recién construida en la intersección de las calles Belgrano e Italia, con mucama, cocinera y chofer.
Se hizo amigo de Carlos Gardel. El matón había intercedido por el cantante cuando el hampón Juan Garesio, dueño del cabaret Chantecler, mandó pegarle un tiro la noche del 11 de diciembre de 1915 porque el cantante salía con su novia. Gardel recibió un disparo en el pulmón izquierdo y las gestiones de Ruggierito lograron calmar a Garesio. En agradecimiento, el dúo Gardel-Razzano amenizó los actos del partido Conservador. Y fue el propio Barceló quien le consiguió la documentación al artista para que pudiera salir de gira al exterior.
Fue el 27 de septiembre de 1933 que Gardel cantó en Avellaneda. Se planeó que fuera en el club Leales y Pampeanos, pero la multitud que se congregó lo obligó a cantar en la calle. De esa oportunidad, quedó la fotografía del cantante y Ruggierito.
25 días después lo asesinarían.
El 14 de agosto de 1929 sufrió un grave atentado cuando, con su tío Juan Lucachi, regresaba de La Boca de llevar un grupo de prostitutas. En la esquina de Cevallos y Hernán Cortés fueron emboscados, su tío murió acribillado y él quedó herido. Su auto terminó con treinta impactos de bala. En el hospital Fiorito quisieron terminar la faena, pero un guardaespaldas frustró el ataque.
A esa altura, su familia había prosperado económicamente. Su mamá tenía acciones del Banco de Avellaneda, y la impunidad con la que se manejaba hizo que en 1929 Ruggierito -cuya banda integraba la planta permanente de la municipalidad- se apropiase de la primera línea de colectivos que unía Isla Maciel con el centro de Avellaneda. Era una idea de los hermanos Bruni ante la ausencia de un medio de transporte en el barrio. Como eran siete los socios, la línea llevó ese número. Su gerente general pasó a ser Alfonso, hermano de Elisa; los Bruni quedaron con las manos vacías.
Además, les regaló a sus padres una quinta en Ranelagh, que se la había comprado a un comisario. El dueño de la vecina estación de servicio de la Standard Oil se encargaba de arreglar las pinchaduras de los neumáticos, producto de los impactos de bala. Su figura ya era muy popular en la ciudad y la gente no solo iba a la residencia de Barceló, en Lavalle 43, a pedir por trabajo o algún favor, sino que también hacían lo mismo en la casa de Ruggiero.
El fin
Ese sábado 21 de octubre, cerca de las nueve de la noche, el auto chapa 2817, manejado por José María Caballero, estacionó en Dorrego 2049. Iba a visitar a una mujer. Ni el chofer ni su guarda espaldas Moretti repararon en el Chevrolet azul estacionado en la vereda de enfrente. En el momento que Ruggierito salió de la casa y se agachó para entrar al auto, un hombre apareció de la oscuridad y le disparó un tiro por la espalda. La bala le salió por la garganta.
Rápidamente el agresor subió al auto. Caballero y Moretti lo siguieron y cuando lo tuvieron a tiro, el auto de los agresores frenó sorpresivamente y efectuó una cerrada descarga. Reventaron el neumático trasero derecho y el parabrisas del auto de los perseguidores. Luego, los agresores huyeron por la avenida Mitre.
Ruggierito ya había sido llevado al Hospital Fiorito, donde falleció minutos después de la medianoche. Alcanzó a despedirse de sus seres queridos con la mirada. Tenía 38 años.
Fue velado desde el domingo a la mañana hasta el lunes a la tarde en el subcomité de Pavón, avenida que permaneció cortada por la cantidad de vehículos. Cuando llegó el momento de llevarlo al cementerio, la gente transportó a pulso el féretro de caoba borravino. En ese momento un diputado provincial colocó una bandera argentina. Así lo llevaron hasta la iglesia, donde se rezó un responso. En camino al cementerio local, la policía frenó la carroza fúnebre y quitó la bandera, que quedó como una suerte de trofeo de guerra en la comisaría. Actuaron por orden del comisario Esteban Habiague, que desde que había asumido en febrero de 1932 fue un enemigo declarado del muerto.
El crimen nunca se esclareció. El auto de los agresores fue hallado abandonado en La Boca. El parabrisas tenía un orificio de bala, realizado desde adentro hacia afuera y los asientos estaban bañados en sangre. La policía adjudicó el hecho a peleas entre bandas, aunque la sospecha que pesaba sobre su patrón, Alberto Barceló, nunca se disiparon. Dicen que montó en cólera cuando en un acto político le gritaron en la cara “Ruggierito si; Barceló, no”.
La mamá encargó una estatua de cuerpo entero de su hijo, a la que hizo colocar en la quinta de Ranelagh. Allí, junto a sus viejos amigos, le seguiría festejando su cumpleaños.
La familia Ruggiero se alejó de Elisa. Al año, la echaron de la casa de la avenida Belgrano. Ruggierito no había puesto nada a su nombre. Debió empeñar las joyas que le había regalado para poder vivir y aunque su hermana las rescató, ella no quiso volver a tenerlas. Consiguió un trabajo de vendedora en una casa de ropa y se casó con un empleado bancario, aunque tiempo después se separó. Cuando su ex marido falleció, se volvió a casar. No tuvo hijos. Falleció en 1974. Con nostalgia en la familia se comentan que sus frecuentes bajones anímicos se debían a que nunca había podido olvidar a ese muchacho del barrio Entre Vías, que había tomado por el mal camino pero que, pese a todo, lo seguía queriendo.
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