La tarde del martes 18 de octubre de 1977 hacía calor en la ciudad de La Plata. Los registros oficiales no coinciden con los periodísticos: hay quienes dicen que fue a las 14:30, otros lo documentan después de las 17 horas. No importa tanto: el hecho ocurrió por la tarde en un día de semana bajo un abrumador sol de primavera. Lucía Polo cree que fue minutos después de las tres. Faltaba poco para que comenzara el ensayo. Se estaba haciendo el rodete en el camarín, ya se había vestido. Escuchó alaridos y pensó que eran los bailarines haciendo -otra vez- bullicio.
“Como los bailarines somos muy alegres y ruidosos, no me preocupé. Hasta que oí otro tipo de ruidos, me asomé y vi como muchos compañeros y compañeras venían desde el ala de calle 9 por las tablas de las cuales se colgaban los telones del escenario. ‘Fuego, fuego’, gritaban. Y entonces corrimos. Llegamos a la planta baja y salimos a la calle por la 51, donde entonces estaba la puerta que usaba el personal”.
En la vereda, sentados y llorando, vieron cómo se caía el techo del Teatro Argentino de La Plata, el segundo coliseo más importante del país por detrás del Colón. En un relato encarnizado al medio platense 90 Líneas, la por entonces solista del Ballet Estable también contó que ensayaban porque en una semana estrenarían Suit en Blanc, del coreógrafo francés Serge Lifa.
Alicia Costantino compartía camarín con la primera bailarina del ballet, Leonor Baldassari. Esa tarde, tal vez a las cinco, tal vez antes de las tres, mientras se disponía a dirigirse al escenario, le sorprendió el rostro de su compañera, que subía acelerada al tercer piso del coliseo. Lo que la asustó no fue lo que le dijo sino el rasgo de desesperación de su expresión corporal. El aviso “se está quemando el teatro” no fue tan efectivo como el pánico envuelto en sus gestos y la acción torpe de llegar corriendo a buscar una caja con fotos de sus hijas que atesoraba en su camarín.
“Cuando salí sentí como una explosión, después me contaron que había caído el techo. Fue muy rápido todo”, le reseñó al medio local Hoy. “Fue un golpe terrible, no sabíamos qué hacer, cómo podíamos ayudar. Hubo compañeros de la orquesta que arriesgaron el pellejo para entrar a rescatar sus instrumentos. Desde las ventanas de la ropería tiraban el vestuario para que se salvara. Me acuerdo de Dino Orlandini, el jefe de utilería, que estaba sentado en el borde del cordón de la vereda llorando; y recuerdo también a una compañera, Tita Flores, con un ataque de nervios; gritaba y gritaba. Después no volvió al teatro, creo que no pudo superarlo”.
Leonor Baldassari tampoco pudo regresar al teatro. “Por un tiempo, no pudo seguir bailando, quedó muy shockeada. Estuvimos veintitantos años sin pasar por el lugar; no pasábamos, no podíamos, sentíamos un olor permanente. Y, además, al ver ese foso enorme ahí. Nunca nadie llamó a mi esposa para preguntarle qué pasó ese día”, contó Héctor Almerares, distinguido músico de la ciudad, concertino de la Orquesta del Teatro Argentino, en diálogo con el portal platense Diario Contexto.
Ese día, un incendio hirió de muerte al segundo teatro más reconocido en el país, incluso más antiguo que el mítico Colón. El fuego era humo que brotaba desde el corazón de la cuadra. La manzana situada entre las avenidas 53 y 51 y las calles 9 y 10 de la ciudad de La Plata convocaba a bomberos y curiosos. Las llamas consumían la sala principal y sus plateas, el escenario y el taller de escenografía, las bambalinas, los terciopelos y los estucos de estilo renacentista: el costado más intimista del teatro ardía. Más de doscientas personas abandonaron el edificio por las paredes y por las ventanas: músicos, bailarines, operarios, coreutas, gente de teatro y al menos treinta niños que asistían a una escuela de danza.
Alicia contó que el único que dejó el teatro sin desesperación fue el director, que hubo una reacción calculada por parte de los autoridades y de los bomberos para contener las llamas, que lo único que se incendió fue madera y paño, que el resto del edificio sobrevivió intacto: las oficinas administrativas, el hall de entrada y los camarines, a donde subió para recoger sus pertenencias una vez que extinguieron el incendio. “El fuego destruyó el Teatro Argentino”, tituló el miércoles 19 de octubre de 1977 el periódico El Día. “El siniestro se debió a un hecho accidental. Sólo la estructura exterior quedó en pie de lo que fue un orgullo para la ciudad. Gran conmoción”, detallaba la tapa mientras un segundo título anunciaba los dichos del por entonces presidente de facto Jorge Rafael Videla: “La propuesta de las fuerzas armadas al país será en tiempo y formas”.
Un halo de misterio debilita la versión oficial difundida por la dictadura militar, el denominado proceso de reorganización nacional que había asumido el poder apenas un año y medio antes. Juan Domingo Garzo había pisado por primera vez el teatro a los 14 años. Trabajó cincuenta años ahí: empezó barriendo la sección de electricidad, fue aprendiz de iluminación, técnico electricista, inspector de escenario y jefe de regencia de escenario. El 18 de octubre de 1977, curiosamente, una diligencia lo había alejado del teatro. Él, que ya había sofocado cientos de principios de incendios, aseguró que al teatro lo quemaron, que no se quemó.
“El teatro no se incendia en el 77, se empieza a incendiar el 24 de marzo del 76 con el golpe de Estado: no atacaron solamente a los chicos de las facultades, no solamente atacaron todo el patrimonio del país, sino también la cultura. Esa fecha es la primera cachetada al teatro. Porque hasta que se quemó el teatro habían echado ya a 110 personas”, relató. En detalle, contó que provino de un cortocircuito de un artefacto eléctrico pegado a una pata de tela, parte de las bambalinas negras que colgaban a los costados del escenario. “Sucede que esas patas no podían estar a nivel del piso, porque estaba la barra cruzada de ballet para hacer la clase, y la pata caía ahí arriba. Por otra parte, como costumbre, se dejaban a tres metros de altura, nunca en el piso. El único artefacto eléctrico era la luz que iluminaba al pianista que acompañaba la clase. No había nada que se pudiera quemar”, afirmó. No sospecha la intencionalidad, la asevera.
Horas después de la tragedia, en rueda de prensa, debió comparecer Ramón Juan Alberto Camps, quien había asumido la jefatura de la policía de la provincia de Buenos Aires ese mismo año. Destacó la labor de las fuerzas de seguridad y resaltó que los niños de la escuela de danzas “fueron puestos a salvo de inmediato”. Nueve años después, el 2 de diciembre de 1986, el genocida y fundador del “circuito Camps”, definición de los centros clandestinos de detención del conurbano, la Cámara Federal de Apelaciones en lo Correccional y lo Criminal de Buenos Aires lo condenó a 25 años de prisión con degradación e inhabilitación absoluta y perpetua tras hallarlo culpable de 214 secuestros extorsivos, 120 casos de tormentos, 32 homicidios, 18 robos, diez sustracciones de menores, dos violaciones y dos abortos provocados por torturas.
Alicia Costantino teme que no haya sido una tragedia fortuita. “Se dijeron muchas cosas y no se hicieron las investigaciones. Tendríamos que haber sido llamados los que estuvimos en ese momento, para declarar, para conocer nuestra opinión y no fue así. Esa investigación no se hizo, se dio por sentado que fue algo accidental”, repasó. Recuerda, incluso, lo que le confió Esmeralda Comparada, responsable de almacenes del teatro, una semana antes de la catástrofe: la mujer estaba preocupada porque habían llevado demasiadas cantidades de solventes al taller de escenografía. El disolvente o thinner, por su nombre en inglés, es una sustancia inflamable que se utilizaba por entonces para limpiar y conservar los pisos de madera.
“Un mes antes de que se quemara el teatro habían entrado 150 litros de thinner. El thinner lo usaba escenografía, que estaba en el techo de la sala. Pero el thinner quedaba en almacenes, que estaban en el primer subsuelo del lado de la calle 51. Normalmente, si lo necesitaba, bajaba el escenógrafo, cargaba un tarro de thinner y lo llevaba a la sala para diluir la pintura. Bueno: un mes antes habían entrado 150 litros de thinner y los llevaron directamente a la sala de escenografía. La versión nuestra es que todas las patas estaban mojadas con combustible”, reconstruyó Garzo. Ese día -reveló- los matafuegos estaban descargados, los protocolos de prevención no se ejecutaron y la guardia de bomberos era nueva, no conocía el teatro.
Para Héctor Almerares, la versión del incendio provocado es absurda. “Había tanques de combustible, es decir, los solventes que se usaban en esa época. Solventes como el aguarrás, para diluir las pinturas, porque no era como ahora que tenés barnices al agua, pinturas al agua. En aquel entonces era todo combustible, y ese combustible, en tambores grandes, estaba arriba de la sala del teatro. La parrilla fue la primera que se quemó, e inmediatamente el fuego subió a esa zona, donde el combustible explotó. Se vieron algunas explosiones, eran esos tanques. Ese fue el principio de la realidad. Después, bueno, los hombres somos así, era época de militares y se empezó a decir que lo hicieron quemar. Algo absurdo. Yo tengo desaparecidos en mi familia, pero trato de ser objetivo”.
Es que tampoco era extraño que un teatro argentino se incendiara. Ya se había prendido fuego el emblemático Teatro Cervantes el 10 de agosto de 1961. La destrucción fue parcial y la remodelación demandó cincuenta millones de pesos. Reabrió siete años después. Siglos antes, en 1783, se inauguró el Teatro La Ranchería, el que a los historiadores les gusta declarar el primer teatro argentino. Abrió el primer telón el 30 de noviembre. Siglos después, en 1979, el poder ejecutivo -los militares- decretó que la fecha de inauguración de ese teatro coincidiera con el Día del Teatro Nacional. La Ranchería y su épica no duraron una década. El teatro dejó de existir el 16 de agosto de 1792: un fuego artificial disparado desde el atrio de la iglesia San Juan Bautista cayó en el techo de paja del galpón del teatro. La sala ardió y se redujo a cenizas. Solo quedó la épica.
La dictadura militar sí asumió la autoría de otro atentado al arte. Cuatro años después de que el fuego arrasara la médula cultural del Teatro Argentino, las llamas invadieron otro teatro la madrugada del 6 de agosto de 1981. Esta vez, con una razón declarada: un comando paramilitar incendió el Teatro Picadero para amedrentar los principios de una resistencia cultural que se denominó “Teatro Abierto”, un colectivo de dramaturgos que se rebeló al terrorismo de Estado.
El gobierno de facto procuró destruir lo que el fuego en el teatro platense no había podido. Inaugurado el 19 de noviembre de 1890 con la presentación de la obra Otelo de Giuseppe Verdi en el octavo aniversario de la ciudad, llevaba 87 años de historia cuando fue demolido por completo. La sala tenía pérdida total, los hierros parecían fideos, el escenario era ceniza y el hall se había vuelto negro, pero todo su alrededor, las escaleras, el vestíbulo, las oficinas, los camarines, las secciones técnicas, las estructuras periféricas se había mantenido inalterable.
Las autoridades gubernamentales no escucharon los pedidos de restauración. Ordenaron la demolición del antiguo edificio y su reconstrucción total. Convocaron a un concurso público para levantar un moderno centro cultural: se presentaron 71 proyectos. Se perdió una pieza arquitectónica patrimonial y se montó, en el mismo sitio, un complejo de estilo brutalista. Las obras del Centro Provincial de las Artes Teatro Argentino comenzaron tres años después, en 1980, con un plazo de terminación calculado inicialmente en cuatro años. Se reinauguró la sala principal 22 años después, el 12 de octubre de 1999. El último show del teatro fue la noche del último domingo 17 de octubre. La excusa: un homenaje al genio de Astor Piazzolla, una obra que sirvió de reapertura a comienzos de octubre de uno de los organismos de promoción y difusión de las artes líricas, musicales y coreográficas del país. El coronavirus, accidental o intencional como el incendio, había suspendido su cronograma habitual.
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