“No aceptamos mujeres”, le dijeron las autoridades del Otto Krause a Silvia Lozar (71), el día que la joven se presentó a solicitar una vacante para estudiar en dicha Institución. Corría el año 1967 y lejos de “apichonarse”, la negativa la envalentonó. “Ustedes no pueden decirme eso. Todos los colegios son mixtos por ley”, les contestó.
Casi 55 años después, Silvia -que ahora vive en Cipolletti, provincia de Río Negro- recuerda la anécdota entre risas. Infobae la contactó luego de que una imagen suya se viralizó en la red social Twitter. La foto es del día en que egresó del Otto Krause y está en blanco y negro. Al centro, como la reina en un tablero de ajedrez, Silvia se destaca entre sus compañeros que, de saco y corbata, la miran con fascinación. A su izquierda, con anteojos de sol, le sostiene el brazo el, por aquel entonces, rector de la escuela: César García.
Ese diciembre de 1969, Silvia Lozar se convirtió en la primera mujer que egresó de la escuela Técnica Nº 1, fundada en 1899 por el Ingeniero Otto Krause.
Quién es esa chica
Silvia Lozar nació en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, el 30 de agosto de 1950. Criada en el seno de una familia tipo (papá abogado; mamá ama de casa; y un hermano mayor) cuando cumplió dos años, sus padres decidieron mudarse a Capital Federal y se instalaron en el barrio porteño de Chacarita.
Según ella, fue su hermano quien la motivó a estudiar en un colegio Técnico. “Él estaba cursando en el ‘Ingeniero Huergo’ y me contó que en la escuela había una mujer”, cuenta Silvia sobre lo que, a mediados de la década del ‘60, era una novedad.
“En esa época había muy pocas escuelas secundarias mixtas. La mayoría de ellas estaban divididas: los ‘colegios nacionales’ eran para varones y los ‘liceos’ para las señoritas. A las escuelas técnicas asistían hombres, pero por tradición. Es probable que no hubiera una prohibición al respecto”, contextualiza Pablo Pineau, doctor en Educación por la Universidad de Buenos Aires (UBA), profesor titular regular de la cátedra de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana (FFyL-UBA) y de la Escuela Normal Superior N° 2 “Mariano Acosta” de la Ciudad de Buenos Aires.
Finalmente, Silvia siguió los pasos de su hermano y se anotó en el Huergo. Si bien no era la única mujer del colegio, en su división no tenía compañeras. Allí, cuenta, cursó los tres primeros años del secundario hasta que la tecnicatura que había elegido cambió al turno tarde-noche. Por ese motivo fue que decidió cambiar de colegio.
“Cuando me presenté en el Otto Krausse y pedí una vacante para ingresar al cuarto año me dijeron que ‘No’ porque era un colegio de varones”, cuenta.
A pesar de la negativa, Silvia dice que se puso firme y les recordó a las autoridades que, “por ley”, tenían que dejarla ingresar. Días más tarde, incluso, la joven regresó al colegio en compañía de su mamá y llevó los boletines de años anteriores para dejar constancia de que era una “buena alumna”. Así y todo, cuenta, volvieron a decirle que “No”. El argumento fue que el colegio no tenía baños para chicas.
“No me importa. Puedo ir al baño de las profesoras”, retrucó ella.
“El baño es el reino del cuerpo y decir que no hay baños para mujeres, equivale a decir que no hay espacio para esos cuerpos en ese lugar”, sostiene Pineau y asegura que la historia de Silvia es una historia típica de la década del ‘60: una época de grandes cambios culturas donde las mujeres comenzaron a copar otros espacios. “Mafalda refleja el espíritu de esa época. Esa nena a la que le aburrían las muñecas, pero que se interesaba por la política rompió con los estereotipos de la sociedad”, explica el doctor en Educación, Pablo Pineau, a Infobae.
Romper el hielo
El primer día de clases de Silvia no coincidió con el del resto de los alumnos porque la escuela quiso “prepararse” para recibirla. “A los que iban a ser mis compañeros les dieron una charla informativa para contarles que una mujer iba a compartir el salón con ellos”, explica.
Tanto anuncio, dice, la convirtió en “un bicho raro”. “Cuando me bajé del 93, que me dejó en la esquina de la Avenida Paseo Colón y México, había un montón de chicos amontonados en la puerta del colegio. Estaban todos parados en la Avenida esperando ver quién era la mujer que iba a entrar”, recuerda.
Lo que siguió no fue fácil pero, de alguna manera, Silvia logró sobrellevarlo. “El primer año no podía salir del aula para ir al recreo, tenía que entrar por la puerta de Paseo Colón y no por la de México, que era la de los alumnos. Tampoco me dejaban ir a la cantina así que para almorzar, iba a la Facultad de Ingeniería que queda a un par de cuadras y después volvía a los talleres”, repasa.
“Al principio sí sentía como una soledad. Cuando volvía a mi casa a veces me ponía a llorar. ‘Estoy todo el día en el colegio y no hablo con nadie’, le decía a mis padres”, agrega.
-¿Todas esas restricciones porque eras mujer?
-Sí. Lo peor es que todo eso causó el efecto contrario. Entonces, como yo no tenía permitido salir al recreo, los chicos de otras divisiones se trepaban a las ventanas o intentaban entrar al salón para verme. Con los meses, por suerte, me terminé convirtiendo en una más. Al año siguiente, como ya me conocían todos, entré directamente por la puerta de los alumnos y salí al recreo sin pedir permiso. “Vino Silvia”, decían. Después fui a almorzar a la cantina… Hice todo lo que no había hecho el primer año.
-¿Qué relación tenías con tus compañeros de curso?
-La mejor. Mis compañeros fueron excelentes conmigo. La realidad es que la resistencia fue más de parte de las autoridades, que de parte de ellos. Incluso, ahora, nos seguimos contactando por WhatsApp. En ese momento ellos no estaban al tanto de las limitaciones que me habían impuesto. Se enteraron cuando se hizo el festejo por el 50 aniversario de egresados, en 2019, y nos reencontramos en el colegio. No lo podían creer. “No sabíamos que era una decisión del Krause y no tuya”, me decían.
-¿Cómo fue ese reencuentro?
-Emotivo. Yo di un pequeño discurso, donde recordé justamente de todo eso que había vivido. Pero antes de subirme al escenario fui al baño de mujeres. Fui a mirar cómo era el baño de mujeres del Otto Krausse. “Ahora hay baño, hay lugar”, pensé.
-¿Cómo siguió tu carrera profesional?
-Cuando me recibí de Técnica en Química ingresé, a través de la Fundación Otto Krause, a trabajar en el grupo Lever bajo la modalidad de una pasantía de tres meses. Al final, esos tres meses se convirtieron en 20 años, en los que me dediqué a ser evaluadora de fragancias (N. de la R.: catadora de perfumes). Fui a Brasil, pasé por París, Ámsterdam y Londres. En el medio, me casé, tuve tres hijos y en 2005, me recibí de médica.
-¿Cuántos años tenías?
-(Piensa). Arranqué la carrera en 1999, a los 49, y me recibí en 2005, a los 55. En realidad, yo quise hacerla cuando terminé el colegio pero, en ese momento, la UBA no aceptaba egresados de colegios técnicos. Así que cuando mi hija menor decidió estudiar Medicina, dije: “Me anoto yo también”. Rendí el examen de ingreso en la Universidad Nacional del Comahue y quedé tercera, detrás de dos varones. Nos recibimos en el mismo año, la diferencia es que ella fue a la UBA y cursó en Capital Federal. Yo después hice carrera dentro de la Facultad y empecé a dar clases de Farmacología. Durante un par de años, también, tuve un centro de medicina laboral con una colega. Ahora estoy retirada.
-¿Sos consciente que fuiste una especie de puente para el resto de las mujeres que decidieron estudiar en el Otto Krause?
-Sí. En el momento no me di cuenta, ¿no? Siempre fui decidida. Nunca tuve miedo de plantarme o decir algo. Mientras yo estuve en el colegio no había otras chicas, pero al año siguiente que yo egresé, supe que ocho o diez mujeres se anotaron para empezar primer año. Para mí es un orgullo decir que soy egresada del Otto Krause, tiene un espíritu de compañerismo y de excelencia académica muy grande.
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