17 de octubre de 1945. Ya habían pasado las 23. La multitud no se había movido ni había dejado de corear su nombre. En el balcón, con la vista puesta en la Plaza de Mayo, Juan Domingo Perón ordenó al locutor radial que invitara a las masas a entonar el himno nacional. Él permaneció a un costado. Luego tomó el micrófono y se dirigió hacia ellos.
—¡Trabajadores! —dijo Perón, para iniciar su discurso.
Dos años antes: el origen
El cambio radical en la política obrera se iniciaría el 27 de octubre de 1943 con la designación del coronel Perón en la Dirección Nacional del Trabajo. La DNT era un órgano residual del Estado conservador. Dependía del Ministerio del Interior y no tenía margen de autonomía. Un mes más tarde el organismo se transformaría en la Secretaría de Trabajo y Previsión.
Aunque no tenía demasiados conocimientos del universo gremial, Perón demostró en forma rápida su intención de incidir sobre la materia. Se rodeó de colaboradores que podían ayudarlo: Juan Bramuglia, ahijado del socialismo y asesor legal de la Unión Ferroviaria; el español José Figuerola, jefe de gabinete del Ministerio de Trabajo de la dictadura española de Primo de Rivera, y el coronel Domingo Mercante, que tenía un hermano ferroviario y había sido designado interventor en la UF.
La política de Perón se asentó sobre tres ejes: justicia social, control de la clase obrera y despolitización de las organizaciones sindicales. Perón les pedía confianza a los trabajadores. Algunos, en especial los socialistas, fueron acercándose en forma lenta al coronel. Otros, sobre todo los comunistas, fueron más rígidos: se mantuvieron firmes en su oposición al régimen. Para ellos, era una dictadura fascista.
La figura de Perón había crecido no solo por el contacto con los sindicalistas, sino por el terremoto que en enero de 1944 devastó la provincia de San Juan y provocó miles de muertos y heridos. Perón organizó la ayuda social a los damnificados.
También, algo estaba cambiando en su vida personal.
En un acto solidario en el Luna Park conoció a la actriz de teatro y de radio Eva Duarte, aunque luego se dijo que ya había sido vista al menos una vez en la Secretaría. Fue un encuentro clave en la vida de Perón.
La continuidad de la relación fue mal vista en el mundo castrense. La mentalidad militar no estaba preparada para admitir que un oficial superior, viudo, viviese con una amante que, por ser hija ilegítima y actriz, ya era objeto de comentarios desfavorables. Su participación en el desfile militar del 9 de Julio de 1944 y en la función de gala del Teatro Colón o su presencia durante las conversaciones políticas que Perón mantenía con otros oficiales en su departamento, eran señales de que la relación entre ambos se había asentado en forma rápida y comenzaba a tener carácter de Estado.
La incipiente popularidad de Perón no tenía correlato directo en el Ejército. Molestaba su forma de operar sobre los trabajadores y sus primeros pasos —que no ocultaba— hacia la conquista de un poder político personal.
La política de “protección de las masas” de Perón al frente de la Secretaría era indiscutible. Cada vez más gremios se acercaban para expresar demandas salariales o laborales, o resoluciones de conflictos, y se marchaban satisfechos.
Mientras existiera la disciplina gremial y se obedeciera a dirigentes “bien intencionados”, Perón respondía.
El rechazo solo estaba circunscrito a las “ideologías extrañas” y a los que no prestaban colaboración con los esfuerzos de la Secretaría: para ellos solo cabría la intervención de sus gremios o la represión de las huelgas.
La conmemoración del 1º de Mayo de 1944 por la izquierda fue prohibida por el Estado. Pero no había dudas de que Perón, a lo largo de todo ese año, se había preocupado por promover el aumento de los salarios y la mejora de las condiciones de trabajo, fomentar la firma de centenares de convenios laborales, la creación de tribunales de trabajo, la reglamentación de las asociaciones profesionales, la unificación del sistema previsional o facilitar la extensión de los beneficiarios de la ley de despido.
¿Perón candidato presidencial del radicalismo?
En forma simultánea a su acción gremial, Perón inició contactos con dirigentes del radicalismo. Podría sumarlos en lo inmediato al elenco gubernamental para que recogieran el rédito popular que él ya estaba obteniendo por las reformas sociales.
En el mediano plazo, el coronel imaginaba que podría encabezar la boleta presidencial de la UCR y que el aparato radical completaría el resto de las nóminas electorales para volver al Estado. Incluso en marzo de 1944, Perón le comunicó a la embajada estadounidense su intención de trabajar para el restablecimiento institucional y sus planes presidenciales con el supuesto apoyo de la UCR. Pero la UCR rechazó la propuesta.
Confiaba más en una supervivencia autónoma que en el coronel: el vacío de poder estaba estrangulando a un régimen militar que había tomado el poder el 4 de junio de 1943 y era cada vez más frágil. Preveían que no faltaría mucho tiempo para su caída. Pensaban que su partido como la UCR, que ya tenía medio siglo de existencia y una identidad propia en la vida política, no debía resignar el cargo presidencial para retornar al poder.
En el frente castrense, la posibilidad de una derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial sacudía al sector nacionalista del gabinete, concentrado alrededor del ministro del Interior, el general Luis Perlinger.
El nacionalismo mantenía la posición pro Eje y consideraba a Perón “un traidor”, porque ya se había despegado de esas simpatías, en sintonía con el curso de la guerra.
Los nacionalistas eran los únicos que podían detener su ascenso.
La confrontación decisiva se libró con una asamblea de oficiales que debía definir cuál de los dos líderes opuestos del gabinete ocuparía la vicepresidencia vacante.
Perón venció a Perlinger por seis votos. El último simpatizante pro nazi del gabinete fue obligado a dimitir y arrastró a muchos de sus aliados en su caída.
El 7 de julio de 1944, Perón asumió la vicepresidencia y mantuvo la dirección del Ministerio de Guerra y de la Secretaría de Trabajo y Previsión.
La oposición promueve la caída del régimen militar
Casi un año después, hacia mediados de 1945, la oposición civil parecía ir camino de una victoria segura. Su reclamo de la entrega del gobierno a la Corte Suprema era una forma de exigir la rendición incondicional del presidente, el general Edelmiro Farrell. El tono antimilitarista de los reclamos hacía difícil que la rebelión civil encontrase eco en las unidades del Ejército. En esos meses hubo conscriptos agredidos en las calles.
Los estudiantes, la policía y simpatizantes de Perón se cruzaban con violencia en las calles de Buenos Aires.
El punto máximo de la amenaza al régimen militar sucedió con la convocatoria a la “Marcha por la Constitución y la Libertad”, de la Junta de Coordinación Democrática que reunió a conservadores, radicales, socialistas y comunistas. Eran más de doscientas mil personas que cantaban el himno nacional y “La Marsellesa” mientras recorrían la ciudad.
Al clima de victoria en el ámbito civil se le oponía la compleja paradoja que se suscitaba en el mundo castrense. La mayoría de los oficiales no quería retornar al régimen fraudulento de la década del treinta, que habían derrocado, y tampoco querían que Perón continuara con su proyecto político.
El sector nacionalista puro consideraba necesario forzar su salida.
A su entender, con su acercamiento a los obreros y la demagogia con la que actuaba frente a ellos, había traicionado a la Revolución de Junio. Los oficiales de la Escuela Superior de Guerra, la elite intelectual del Ejército, y los jefes de unidades de Campo de Mayo también deseaban la caída de Perón, pero no la de Farrell.
Los oficiales liberales, relacionados con las viejas elites provinciales, también se opusieron a la movilización obrera generada por el secretario de Trabajo.
La Marina mucho más: estaba ganada por un antiperonismo radicalizado.
Sin embargo, la destitución de Perón podía implicar una victoria tan determinante para la oposición civil que terminara por desalojar al general Farrell del gobierno y a la elite militar del control del aparato estatal. Cualquier decisión que se tomara respecto de él era riesgosa. Perón era un asunto delicado.
La violencia asoma en las calles
El jueves 4 de octubre, frente a la Facultad de Ciencias Exactas, en Perú 222, cayó muerto de un balazo Aarón Salmón Feijoo. Un grupo de diez personas de la Secretaría de Trabajo y Previsión lo interceptó en Perú y Avenida de Mayo, en el marco de la huelga estudiantil en la Facultad de Ciencias Exactas, y le dispararon un tiro en la boca. Se convirtió en un símbolo de la resistencia al régimen, el primer mártir universitario.
La designación de un amigo íntimo de Eva Duarte, Oscar Nicolini, como director de Correos en lugar de un oficial del Ejército, también fue un desencadenante de la crisis de octubre.
La guarnición de Campo de Mayo exigió en forma inmediata la separación de Perón y estaba dispuesta a marchar a Buenos Aires para forzar su reclamo. Farrell fue proclive a la búsqueda de un alejamiento espontáneo de su vicepresidente. Entendía que, en una situación de fuerza, Perón podría convocar a los obreros y desatar una guerra civil. Para solucionar el problema, uno de los planes que surgió desde la Escuela Superior de Guerra fue matarlo. Era la resolución más extrema.
El teniente coronel Miguel Mora, profesor de Logística, con un grupo de capitanes, planeó el secuestro y asesinato de Perón cuando visitara la escuela el 9 de octubre para inaugurar un curso de energía atómica. Perón canceló la visita.
Ese mismo día, el 9 de octubre, el general Ávalos, comandante de Campo de Mayo, le pidió a Perón que dimitiera a todos los cargos. Ahora sí, la solicitud contaba con la aprobación de Farrell. Perón lo vivió como una traición.
Acorralado, luego de que no encontrara consenso en el Ejército, al anochecer, renunció a la vicepresidencia, al Ministerio de Guerra y a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Acababa de cumplir 50 años.
A la mañana siguiente, Ávalos asumió como ministro de Guerra. Tenía frente a sí la responsabilidad de armar un gabinete que incluyera a notables de la oposición civil que se estaba devorando al régimen militar, los que debían ser aceptados por la oficialidad de Campo de Mayo. También debía controlar los movimientos de Perón, que todavía conservaba dos lealtades: la fuerza policial y las masas obreras.
Ávalos pidió la renuncia del jefe de la Policía Federal, coronel Filomeno Velazco, compañero de promoción de Perón en el Colegio Militar, que simpatizaba con su causa. Velazco había prohibido y reprimido los festejos por la caída de Berlín, pero se había mostrado permisivo con los apoyos callejeros que recibió el secretario de Trabajo y Previsión cuando se anunciaron sus aspiraciones presidenciales.
La semana en que se inventó el peronismo
Perón se recluyó en su departamento. Lo acompañaba Evita. No tenía ánimo de seguir la lucha. Un grupo de sindicalistas se acercó para acompañarlo y lo convenció para que se despidiera de los trabajadores. Perón le requirió esa posibilidad a Farrell. Correspondía un gesto de reciprocidad con aquellos que habían colaborado de buena fe con su gestión en la Secretaría. Perón obtuvo la autorización presidencial. Ávalos no se la negó.
Ahora que su carrera política había encallado, Perón podía presentarse ante los obreros como un reformador social caído en la batalla, víctima del afán conservador y odioso de las clases propietarias, denigrado por el activismo civil que denunciaba su disimulado pesar por la derrota del Eje y también crucificado por una camarilla militar cerrada a la transformación de las masas, que había rechazado su aproximación a los trabajadores y a su propia novia.
En términos políticos, Perón estaba solo. Podía tener una frágil autoridad moral sobre los sindicalistas, por los reconocimientos de clase que les había brindado, pero no tenía, por sí mismo, capacidad para movilizar obreros, y menos ahora que carecía de cargos en la función pública. Tampoco encontraría asilo en los partidos políticos, que lo habían rechazado cuando quiso seducirlos desde una posición de poder.
Sin embargo, la situación cambió cuando los sindicalistas le prepararon un acto multitudinario para coronar su final.
En menos de cinco horas, el mismo 10 de octubre de 1945, sesenta mil obreros se reunieron en las puertas de la Secretaría de Trabajo y Previsión para escuchar su mensaje. Fue transmitido por la cadena oficial.
Perón aprovechó el escenario para que su legado no quedara olvidado. Informó que le había pedido a Farrell que rubricara su última voluntad oficial: el decreto de aumento de sueldos, la implantación del salario móvil, vital y básico, y la participación obrera obligatoria en las ganancias. Ahora les correspondía a los sindicalistas presionar por sus conquistas. Él se retiraba.
Mientras Farrell seguía con solo dos ministros —Ávalos en Guerra y Héctor Vernengo Lima en Marina— y la crisis política lo aprisionaba, el Ejército sentía agravio por los movimientos finales de Perón —casi sin signos vitales pero que aún no terminaba por declararse muerto— y por la ofensiva de la oposición civil, que les exigía desde la calle una retirada sin honores a los cuarteles.
No era solo un desafío contra los sobrevivientes de la elite militar. El litigio tenía horizontes más vastos. Si el Ejército había iniciado su consolidación como un factor de poder decisivo en el proceso político argentino, ahora se ponían en cuestión la legalidad y la legitimidad de esa tutela.
El 12 de octubre el gobierno anunció que convocaría a elecciones para febrero de 1946, pero la oposición no escuchaba promesas. Por la tarde, una movilización en plaza San Martín —a pocos metros del Círculo Militar— reclamó la entrega del gobierno a la Corte Suprema, como garantía de próximos comicios. La policía inició la represión a sablazos. Hubo tiroteos por más de una hora. Un médico fue muerto a balazos. De los treinta y cuatro heridos, dieciséis eran policías.
Con la presión de la Escuela de Guerra y el escarnio popular de la noche anterior rondando sobre su cabeza, Ávalos ordenó la detención del ex secretario de Trabajo y Previsión. En la mañana del 13 de octubre, Perón fue remitido a la isla Martín García. Parecía un hombre sin esperanzas, despedido de la contienda política y de su carrera militar, dispuesto a encontrar refugio en su novia, Eva.
Al menos esto le transmitía en sus cartas desde la prisión.
“Desde el día que te dejé allí con el dolor más grande que puedas imaginar no he podido tranquilizar mi triste corazón. Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que acelere mi retiro. En cuanto salga nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos […] nos vamos a Chubut los dos. Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón”.
El futuro que proyectaba Perón se alojaba en la infancia, entre los indios y ñandúes de la Patagonia de principios del siglo XX, el tiempo en el que había crecido. Pero esa deserción política, proclamada frente a los espías que leían su correspondencia, también podía ser un ardid para entretenerlos o para aliviar sus condiciones de detención, o quizá también para preparar su retorno a la vida pública.
Tres días después, por el “mal clima de la isla” que supuestamente había afectado su salud, Perón sería trasladado al Hospital Militar por recomendación de su médico personal.
El prólogo del 17 de octubre
El 15 de octubre, en dos audiencias privadas, Farrell le aseguró a la CGT que Perón no estaba detenido. Había decidido una custodia militar para preservar su vida. Pero, aun sin su presencia en la Secretaría de Trabajo y Previsión, la política del Estado frente a los trabajadores no se modificaría. Las conquistas serían respetadas. “Incluso mejoradas, si era posible”, añadió.
Los sindicalistas desconfiaron de Farrell, aunque no hasta el punto de dinamitar los puentes, como lo habían hecho con la oposición civil. La CGT, como actor político autónomo pero cada vez menos neutro -estaba en contra, incluso, de la entrega del poder a la Corte Suprema-, distinguía, camuflados en las filas de la multitud que exigía “libertad”, a los políticos fraudulentos, a los comerciantes acaparadores, al contubernio que intentaba el retorno a la vieja normalidad para continuar con “las injusticias sociales, el atropello a los sindicatos, la persecución y destierro sin forma ni proceso de sus militantes”, según advirtieron.
La “Defensa de la Constitución y la Libertad”, que desafió a Perón y a la elite militar, no había dedicado siquiera una palabra para ellos. No les habían hablado en su propio lenguaje, ni de sus propios anhelos.
El divorcio entre la clase dirigente y las masas era cada vez más evidente.
Destituido Perón, y pese a las promesas de Farrell, los sindicalistas temieron que una restauración de las organizaciones patronales arrasara con el discurso de “justicia social” que habían escuchado durante meses desde la Secretaría, y que, por otra parte, les atraía más que el de “libertad ante la amenaza fascista” que propiciaba la oposición civil.
Los sindicalistas advirtieron indicios de un cambio regresivo: no les habían pagado el feriado del 12 de octubre.
El diálogo con el Estado había enfrascado a la CGT en una lucha interna.
Había sectores que reclamaban no precipitarse y otros que buscaban acelerar la organización de una huelga. Ambos coincidían en recomendar a las bases que no se comprometieran en actos ajenos a los de la central obrera.
Entre los días 15 y 16 de octubre comenzaron a realizarse manifestaciones. En las calles de Berisso, donde Perón se había ganado el aprecio de los obreros de la carne, se iniciaron los primeros movimientos.
El día 16, cuando muchos sindicatos ya habían llamado a la huelga en forma independiente, el Comité Ejecutivo de la CGT decidió, en una votación de 16 contra 11, un paro para el 18 de octubre.
La central obrera no hizo un reclamo explícito por la libertad de Perón en los propósitos de la huelga, no quería atarse a su destino; lo hizo en defensa de las conquistas laborales amenazadas y en rechazo a la posible inclusión de la oposición en el gabinete, que mencionó en el primer punto del comunicado.
En la mañana del 17 de octubre, cuando Perón estaba instalado en el Hospital Militar, centenares de trabajadores, en su mayoría jóvenes, recorrieron diez kilómetros, de Berisso a La Plata, apedreando a su paso la sede del Jockey Club, cafés y confiterías, saqueando negocios y haciendo una ceremonia ritual con la quema de ejemplares del diario El Día, en una atmósfera carnavalesca, pero con la marca del resentimiento de clase.
Las patas en la fuente
Movilizados por los sindicatos de la periferia industrial, en las fábricas del sur bonaerense se fueron concentrando obreros para una movilización a Plaza de Mayo. Se anticipaban en un día a la convocatoria de la CGT. La Policía Federal dejó que los manifestantes cruzaran el Riachuelo y llegaran a la ciudad de Buenos Aires al grito de “¡Viva Perón!”.
El reemplazo de Velazco por el coronel nacionalista Emilio Ramírez, que retornaba a la fuerza, se había demorado. Había jurado el día anterior, pero los mandos policiales no le respondían. Al atardecer, la multitud ya completaba la Plaza de Mayo. Hacía calor. Muchos de ellos, que llegaban al centro porteño por primera vez en su vida, refrescaron sus pies en el agua de la fuente. El general Ávalos los observaba desde la Casa Rosada. No quiso ordenar la represión, aunque la guarnición de Campo de Mayo estaba preparada para llevarla a cabo.
El gobierno no tenía ningún plan para enfrentar la movilización.
La única solución para controlar a las masas era negociar con Perón.
Instalado en el departamento del capellán, en el Hospital Militar, el coronel detenido recibió la visita de Ávalos. Se encontraba en una nueva posición de poder. Le reclamó su renuncia al Ministerio de Guerra, la de Vernengo Lima en Marina, la designación del nuevo gabinete y de una nueva jerarquía castrense y el mantenimiento de la convocatoria a elecciones presidenciales.
Esas eran sus condiciones para aceptar su traslado a la Casa de Gobierno.
Ya habían pasado las 23. La multitud no se había movido ni había dejado de corear su nombre. En el balcón, con la vista puesta en la Plaza de Mayo, Perón ordenó al locutor radial que invitara a las masas a entonar el himno nacional. Él permaneció a un costado. Luego tomó el micrófono y se dirigió hacia ellos.
—¡Trabajadores! —dijo.
A partir de esa noche, el vínculo entre ambos no se rompería jamás.
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