“Che, loco, hoy es viernes 13″, avisó alguien desde una butaca de avión ese viernes 13 de octubre de 1972. Roberto Canessa no sabe quién lo dijo pero recuerda haberlo escuchado mientras entraban a un Fokker F27 de la fuerza aérea oriental con sus compañeros de equipo “¿O el día de mala suerte es el martes 13? ¿Es el martes o es el viernes?”, se preguntó curioso, tal vez sin esperar respuesta, este joven del que no se sabe si sobrevivió o no. “Y... vamos a averiguarlo”, contestó otro, audaz y premonitorio.
Algunos ya tenían más de 20 años. Otros no. Eran miembros del equipo de rugby amateur Old Christians Club de Montevideo que iban a jugar un partido contra el Old Boys Club, un equipo de rugby inglés, en Santiago de Chile, al día siguiente. Al final, llegaron al país de destino 72 días después. El viaje era una estudiantina, nada heroico. El vuelo serie FAU 571, una aeronave que transportaba cuarenta pasajeros y cinco tripulantes, había aterrizado en Mendoza para evitar un frente de tormenta que amenazaba el cruce por el cielo de la Cordillera de los Andes.
Las condiciones meteorológicas no habían cambiado para el segundo despegue. El panorama era hostil. Julio César Ferradas, el piloto, ya había atravesado los Andes otras 29 veces. Los aviones se caen, sí, pero las tragedias pasan en las noticias. Los aviones suelen aterrizar. Por eso, estudiantes de un colegio católico de un barrio encumbrado en la capital uruguaya cantaban, charlaban y desarticulaban con comedia los pozos de aire que obstaculizaban el paso sereno de la aeronave por el techo de la cordillera.
Alguien -recordó Canessa, ala izquierda del equipo- dijo que las turbulencias eran porque algunos habían pagado la mitad del pasaje. “Roberto, ¡callate la boca! ¡No seas tarado que a mí los aviones no me gustan nada y dejé a los chicos en casa!”, le exclamó una señora, a quien la oscilación violenta del fuselaje no le parecía tan divertida. “Loco, ¡mirá la cordillera!”, le pidió otro, instantes después. Era una exclamación, obra de la sorpresa por la inmensidad de las montañas, la nieve y la distancia que los separaba de ese paisaje majestuoso y peligroso.
“Era mi primer viaje en avión: nunca me había subido a un avión comercial. Era mi primer contacto con la nieve y con las montañas. Somos uruguayos. La montaña más alta tiene 512 metros: el Cerro Catedral, que lo vamos a visitar como si fuera una cosa impactante. Y yo acá me encuentro de golpe con la nieve y con las montañas. Nunca había visto nieve en mi vida, nunca había estado en una montaña”, rememoró impactado Roy Harley, wing derecho del equipo.
Su experiencia era el común denominador. Ninguno conocía la nieve ni las montañas. “No seas boludo, te parece que está cerca pero está lejos”, respondió otro. Canessa no respondió. Harley tampoco. El silencio se contagió. Lo que se escuchó después no fueron palabras. Primero el ruido de los motores exigiéndose y después un golpe seco y atronador. Pudo haber gritos, pero lo que se oía era un avión -o ya la mitad de él- deslizándose centenares de metros como por un fatídico tobogán. Habían chocado contra la cordillera de los Andes. Nunca habían subido a una montaña o tocado la nieve y ahí, en una inclemente planicie blanca a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, vivirían los siguientes 72 días y 71 noches.
Lo que queda de la tragedia o el milagro de los Andes son los sobrevivientes y sus testimonios. También las conferencias, los libros, las reseñas, las películas, pero antes sobreviven las personas y sus vivencias. Porque lo que pasó es lo que contaron. Y lo que pasó es: 45 personas a bordo de un avión que se estrelló con un pico de la cordillera, 29 muertos, 16 sobrevivientes alimentados con carne humana -única chance de soportar el espanto con otro espanto-, abandonada su búsqueda a las dos semanas, muerta su única radio y librados a su ingenio como condenados de antemano. Y aterrados, porque hasta aquella carne de los muertos que por razones religiosas o meramente humanas creyeron sagrada e intocable, terminó como alimento providencial y salvador.
“El avión pierde las alas, se empieza a deslizar a una velocidad terrible por la ladera de una montaña, se clava en el valle, se arrancan todos los asientos, me tira con una fuerza increíble contra una mampara. Ya me desmayaba y dije: ‘¡Paró!, ¡me salvé!’. ¡No lo podía creer! ¡Chocás contra la Cordillera y estás vivo! Y convencido de que había zafado, de que iban a venir las ambulancias, los bomberos, todos, salgo y estaba en el medio de la Cordillera de los Andes. No había ambulancia, no había bomberos, no había nadie, no había nada. ‘Bueno, pero nos vendrán a buscar. Habrá que esperar un poco. Organicémonos’, decíamos”, relató Canessa.
“En un momento sentimos los motores a fondo como pidiéndole subir hasta que de pronto pega de panza contra la montaña. Se parte a la altura de las alas. Desaparece la cola y queda nada más que la punta del avión. Toda la gente que iba de las alas para atrás se muere. Quedamos los de las alas para adelante, ese gusano que se desliza para abajo. No terminaba más, sentíamos el zumbido y todos los asientos que se habían arrancado del piso, volaban y se iban para adelante. Estaba atado y veía que mi asiento se volcaba y yo me iba contra esa masa, contra la mampara de la cabina de los pilotos”, contó Harley.
Recuerda, aún estremecido, ese segundo posterior a la tragedia, ese primer segundo de su supervivencia. Fue un silencio brutal, atronador. Sucedió cuando el avión se detuvo. Lo primero que pensó no fue en el accidente ni en su familia, sino en escapar. Después, cuando logró huir del avión, no se preocupó por sus compañeros o por su familia, sino en su zapato nuevo. “Enseguida empezaron los gritos. Sentía por abajo manos que me agarraban el pie. Había quedado apretado, no podía salir. Hacía una fuerza tremenda porque pensaba que iba a explotar todo. Empecé a hacer fuerza y en un momento pensé en arrancarme el pie. Pegué un tirón, se me sale el pie pero siento también que se me sale un zapato. Ahí tuve la preocupación de haber perdido un zapato. Me acababa de reventar en la Cordillera, se había partido el avión, se habían muerto 19 personas, todo era un desastre y a mí me preocupaba el zapato. Mi mente no había viajado a la misma velocidad del accidente. Yo todavía estaba pensando en las cosas materiales, en que estaba sin zapato, sin mi zapato nuevo que había perdido”.
Lo que pasó también lo narra Carlos Páez Vilaró, Carlitos -posición centro del equipo-, para diferenciarse de su padre, el célebre artista plástico uruguayo. “A los 18 años, a la edad que me tocó los Andes, yo no servía para nada: era un malcriado, un consentido, me traían el desayuno en la cama, tenía niñera, para que te des una idea del personaje. Y de pronto te encontrás a 4.200 metros de altura, a 25 grados bajo cero, con 29 muertos alrededor, a protagonizar la historia más grande de la Humanidad. Nadie hubiese apostado por mí. ‘Carlitos Páez no pudo haber sobrevivido a los Andes’, habrían pensado. Sin embargo, el ser humano puede hacer absolutamente todo. Yo hice cosas increíbles que nunca me hubiese animado a hacer. Tapeaba el avión para que no entrara frío y lo hacía muy bien”.
El mayor orgullo es, sin embargo, haber fabricado una bolsa de dormir. “Es lo mejor que he hecho en mi vida. Había una tela que servía de aislante del aire acondicionado y había visto un hilo de cobre de la bobina. Lo cosí para fabricar una bolsa de dormir para que los expedicionarios pudieran dormir afuera. Fue un aporte fundamental para la expedición final”.
Dijo que no dormían, porque dormir era ceder a la muerte. “Te dormías y te congelabas. Dormitábamos en el día cuando había un poquito de calor, pero si no era infernal”. Y dijo que la peor noticia que recibieron durante su subsistencia fue, cuando pudieron procesarla, la mejor: “A los diez días escuchamos por radio la noticia de que no nos buscaban más. Y fue la mejor noticia que recibimos porque ahí nos dimos cuenta de que la historia era nuestra historia, que dependíamos de nosotros. Y ahí es cuando organizamos la expedición, que Parrado y Canessa salieron a caminar y llegaron después de diez días en las condiciones más extremas, se encontraron con el arriero y ahí empezó todo el tema. Hay 26 libros escritos, hay tres películas hechas, nueve documentales, una obra de teatro que se estrenó en Montevideo y en Buenos Aires. Es una historia que no termina, que no nos deja”.
Roy Harley experimentó la misma dualidad. Los primeros días, en los sobrevivientes, había aflorado un sentimiento egocentrista: “Nos creíamos el centro del universo. ¿Cómo no nos van a venir a buscar? ¡Se cayó un avión!”. Pero no los rescataban y los días se amontonaban. Se habían predispuesto a esperar una ayuda externa. Y se inventaban historias a modo de excusa: “Demoran mucho porque estamos en un lugar complicado”, “tienen que organizar algo bien hecho porque no es fácil llegar hasta acá”. Fue él, con los conocimientos que absorbió en su primer año de estudio de la carrera de ingeniería, quien arregló una radio Spica que increíblemente captaba transmisiones uruguayas.
“El 23 de octubre nos enteramos que no nos buscaban más -repasó Roy-. Era una noticia de una radio uruguaya que decía: ‘Hoy 23 de octubre se suspende toda la búsqueda del avión uruguayo caído en la Cordillera’. Y es más, después decía: ‘Y se estima que mediados de enero, primeros días de febrero, se podrán hacer excursiones para buscar y encontrar los restos y los cuerpos del accidente’. Nos daban por muertos. El mundo, el Uruguay, nuestras familias nos daban por muertos. La noticia era que se suspendió la búsqueda y nos daban por muertos. Se acabó”.
La noticia despertó, primero, encono y rabia; después proactividad: “Fue un golpe durísimo, después de las muertes, del frío y de la desesperación, pero detuvo una incertidumbre. Dijo basta, se acabó, a ustedes no los buscan más, ahora depende de ustedes. De esa rabia, llanto, desesperación surgió un sentimiento de rebeldía. Nos dijimos ‘ahora somos nosotros y nosotros le vamos a mostrar al mundo quiénes somos y de lo que somos capaces de hacer’”. Desconoce y se pregunta qué hubiese pasado con ellos de no haber escuchado esa noticia en la radio: “¿Hasta cuándo hubiésemos seguido esperando, sin actuar, sin organizarnos? Para mí la historia tuvo un montón de cosas buenas: que no nos busquen más fue una buena noticia; el alud, que si bien mató a ocho compañeros, nos hizo unirnos más como grupo y dejar las camarillas; haber encontrado la cola renovó nuestras esperanzas; usar los cuerpos fue una buena decisión”.
Harley dice “usar” y no “comer”. Había salido de Uruguay con 85 kilos de músculo. Volvió siendo un fantasma raquítico con 38 kilos de huesos. El día después del accidente encontró su saco: lo tenía puesto un amigo. Le preguntó si en los bolsillos internos había la cámara de fotos Olympus que era de su padre y dos turrones que había cambiado en el aeropuerto con los pesos argentinos que le quedaban. Con la cámara retrató siete postales de su supervivencia -aún conserva tres fotos inéditas en su casa-. A los turrones los depositó en una despensa para administrarlos entre todos.
Comieron los turrones y todo lo que tenía sabor a algo: gomina, agua de colonia, cremas, remedios. Pero, claro, no bastaba. “Ahí fue cuando alguien dijo ‘me parece que tenemos que comer a los muertos”, recordó Canessa en una entrevista publicada en Infobae en 2017. ¿Quién lo había dicho? “Yo creo que fue Carlitos que lo dijo con Nando (Fernando Parrado) para ver qué pasaba. Y yo dije: ‘Sí, bueno. Proteínas, grasa, todo eso tenemos. Y los amigos ya no están, así que como combustible sirve’. Es horrible, es asqueroso, no te educaron para eso pero el hombre se acostumbra a todo. Ya después, comíamos como si fuera de todos los días. Eso no fue lo peor de los Andes. Claro, de afuera la gente no puede entender. Por eso, yo creo que les maravilla tanto la historia, porque está lo que sentíamos nosotros y lo que la gente piensa de afuera que sentíamos”.
“Piensan que nos salvamos porque nos comimos a los muertos -agregó-. ¡Nos salvamos porque salimos caminando, porque tuvimos una suerte increíble, porque Dios nos dio una mano, porque éramos un equipo, porque hicimos las cosas que los hombres hacen cuando les va bien! Eso es lo que yo quiero transmitir: la fuerza en hacer las cosas en grupo, en trabajar juntos, en dejar afuera los egos y las vanidades, porque te transformas en un grupo insuperable como fuimos nosotros. Ahora ya no lo somos más, ahora somos viejos charlatanes”.
Canessa jura que lo peor no fue haber comido la carne de sus amigos, sino el sentimiento de envidia que le embargaba por no ser uno de ellos. “Cuando salí del alud y teníamos todo mojado, congelado, hacía un frío bárbaro, pasaron tres aludes más, no sabíamos si teníamos oxígeno, habíamos escuchado que se había suspendido la búsqueda, y vos mirabas a un muerto y decías ‘se terminó para vos, ¿qué voy a hacer yo?, ¿mi agonía es más larga?, ¿tengo que sufrir más tiempo?, ¡qué buen negocio es morirse!”.
Pero era un raptus que se disolvió rápido. Cuando el alud lo tapó y lo ahogó, asumió que se estaba muriendo. “No es tan grave morirse. Pensé que era peor. Eso estuvo bueno, porque ahí medio que le perdí el miedo a la muerte. Cuando le perdés el miedo a la muerte, a la vida la mirás diferente”, reveló. A los sobrevivientes, el paso de los días en la intemperie cordillerana les engendró una filosofía: “mientras haya vida, habrá esperanzas”. Dijo Canessa: “Estábamos rodeado de todos nuestros amigos muertos pero tal vez si pasaba un helicóptero te sacaba vivo. Capaz que pasaba mañana. Hoy me estoy muriendo, pero capaz que mañana salgo de acá”.
Salió de ahí 72 días después. Otro día 13, esta vez un miércoles y de diciembre, Fernando Parrando, Antonio Vizintin y Roberto Cannessa iniciaron una expedición en busca de algo, comida, auxilio, lo que sea. La búsqueda tuvo sus bemoles y peripecias. Persiguieron, ya sin Vizintin, el curso de un río hasta que en la orilla contraria hallaron un ángel. Era chileno, padre de nueve hijos, arriero, baqueano, tenía 43 años, se llamaba Sergio Catalán e intuyó que esas personas que desesperadamente le hacían señas no eran cazadores perdidos ni hologramas de su imaginación, sino pasajeros de ese avión que había caído en la cima de las montañas hace más de dos meses.
Un lápiz, un anotador, una piedra y un mensaje que cruzó el río con una súplica. Escribió Parrado: “Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedaron 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”.
Catalán cabalgó cerca de cien kilómetros hasta el retén de carabineros más cercano, en Puente Negro. Apeló al manuscrito para vencer el descreimiento de los oficiales, que activaron de inmediato el operativo rescate. El 23 de diciembre de 1972 los 16 sobrevivientes dejaron su refugio del fuselaje en las alturas de los Andes para volver a la civilización.
“Ver al arriero fue una sensación muy especial: se terminaba el mundo de los Andes y volvíamos a aquel del que habíamos salido. Veníamos de un mundo de frío y hielo, donde no había nada de vida y la muerte cercaba. Entrábamos a uno en el que había pájaros y vegetación. Encontramos a una persona a la que no habíamos visto jamás en la vida pero que se transformó en uno de los seres más querido”, narró Canessa.
“Ese encuentro fue dejar atrás la cordillera, la sociedad de la nieve, y abrió la posibilidad de volver a casa, a la facultad de medicina. Además teníamos la sensación de haber cumplido: lo que habíamos prometido al grupo no era llegar sino no aflojar y eso se coronó con la posibilidad de hacer contacto y pedir ayuda para que nos rescataran”, amplió en diálogo con la revista Gente.
“El arriero tenía la sabiduría de los hombres de la montaña, que a través de la naturaleza se acercan al cielo. Él decía que tenía una vida en su casa y otra en la montaña donde no sentía hambre ni frío y tomando un poco de té se acercaba a lo espiritual. Era un hombre de gran sabiduría y se dio cuenta de que había algo raro: esas personas -desesperadas- no podían ser cazadores. Él había escuchado que había un avión pero no sabía que éramos nosotros y sin embargo dejó todo y fue a buscar ayuda. Yo me pregunto, nosotros, por un desconocido, ¿dejamos todo y vamos a buscar ayuda? En dos palabras, Sergio Catalán era sabio y solidario”, concluyó agradecido.
En el mismo lugar donde le reportó al mundo que los rugbiers uruguayos del vuelo 571 de la fuerza aérea uruguaya estaban con vida, en esa localidad inhóspita llamada Puente Negro murió el 11 de febrero de 2020 a sus 91 años. “Fue un ángel que apareció de la nada -valoró Carlitos Páez Vilaró-. No nos estaba buscando sino pastando con su ganado. Lo curioso es que esta historia tiene mucho glamour, mucho Hollywood, mucho libro pero el nexo con la civilización fue a través de un hombre de campo, un hombre humilde que sin duda es un símbolo del camino por el que uno tiene que transitar”. Era el fin de un viernes 13.
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