Fue un caso único de la dictadura militar. Una secuestrada-desaparecida en 1977 comenzó a llamar a su familia en diciembre de 1983, diez días después de que Alfonsín asumiera su gobierno.
En las conversaciones hablaba de “traslados”, “guardias”, y preguntaba por el hijo que había parido en su cautiverio. Pensaba que estaba al cuidado de su abuela.
Una de las conversaciones fue grabada. La escuchó el ministro del Interior Antonio Tróccoli, en su despacho el 30 de abril de 1984. El ministro transpiró: había una desaparecida que estaba viva.
Cecilia Viñas fue secuestrada junto con su marido Hugo Penino el 13 de julio de 1977. Un grupo que se identificó como “Coordinación Federal” le pidió al portero que abriera la puerta del edificio. Se trataba de un “procedimiento policial”. El grupo se concentró en el noveno “F” y esperó el regreso del matrimonio. Llegaron tarde. Venían del velatorio de la madre de una compañera de trabajo. No hubo testigos que vieran salir a la pareja del edificio de Corrientes 3645, en el barrio de Almagro.
“La señora que hacía la limpieza llamó a mi prima y fueron al departamento con mi viejo. Encontraron todo revuelto. Se habían afanado guita, electrodomésticos, las cuatro alhajas que podrían tener. Suponemos que eran de la Marina, pero no se sabe —afirmó Carlos Viñas, hermano de Cecilia—. Mi viejo llamó al padre de Hugo, que era primo hermano del general (Osvaldo René) Azpitarte, a cargo del V Cuerpo de Ejército, en Bahía Blanca. Fueron a verlo, y el tipo de forma muy cruda les dijo que cada fuerza hacía lo que quería con sus secuestrados. ‘Si los tuviera yo, y ellos habrían estado en la joda, no los ven más’, les dijo… Y Azpitarte era pariente de Hugo. Salieron devastados de la reunión. Mi viejo después fue a ver a monseñor Emilio Graselli (secretario del vicario castrense) y al coronel Alberto Valín (jefe del Batallón 601), por un contacto de un general retirado, y todos le decían que se estaba haciendo un proceso de búsqueda”.
Cecilia Viñas había nacido en Mar del Plata. Sus padres se separaron durante su infancia; su madre y su abuela representaron un sostén desde la infancia. También su hermano menor, Carlos. Lo acompañaba al Club Universitario de Mar del Plata a jugar al rugby. Estudió magisterio y psicología y tuvo distintos empleos. Su trabajo más importante —el último en Mar del Plata— fue en la concesionaria de autos Ruca Moar. Trabajaba como administrativa, en el área de Contabilidad.
Allí conoció a Hugo Penino, que estudiaba economía. Los dos eran militantes gremiales. Ella era delegada de SMATA y ayudaba a los familiares de presos políticos. Su espacio de militancia era el Movimiento Sindical de Base (MSB), vinculado al PRT-ERP.
Después del golpe militar decidieron mudarse a Buenos Aires y abandonar la militancia hasta que la situación se aclarara.
Hugo Penino consiguió empleo en Ford Copello y Cecilia en Nexo Publicidad. Había hecho un curso sobre tarjetas perforadas, una de las primeras herramientas informáticas para guardar datos. Los dos tenían buenos sueldos. Una vez, su madre le avisó que el Ejército había ido a su casa de Mar del Plata a preguntar por ella, pero Cecilia continuó en su trabajo. Quería hacer una vida normal. Ya estaba casada y esperaba un hijo.
“Pensaba que no tenía nada que esconder. Ninguno de los dos era clandestino. Yo estuve con ellos un mes antes del secuestro. No tenían ningún temor. Ella, con la pancita; los dos muy felices; todo bien. Lo que tenía Cecilia es que largaba todo lo que se le venía a la cabeza. Yo le decía: ‘Bajá los decibeles porque los tipos están muy pesados’. Y hablamos de la pareja de mi viejo, una mina bastante reaccionaria, hija de un comandante de Gendarmería, con un cuñado en la Marina, y mi hermana discutía bastante sobre la situación del país. Yo le decía que se hiciera la boluda”, recuerda su hermano Carlos.
La búsqueda
Después de la noche del secuestro, su padre salió a buscarla. Se contactó con miembros de la Iglesia, militares, abogados, para averiguar dónde estaban su hija y su yerno.
“En esa época se hablaba de centros de recuperación, de gente que había que recuperar para la sociedad, porque le habían lavado la cabeza. Era lo que se decía. En la sociedad tradicional de esa época, para nuestros padres ese argumento podía ser razonable. A mi viejo le hacían ese cuento los ‘buitres’, abogados que le decían que tenían información de que Cecilia estaba en tal lado y presentaban un hábeas corpus. Le cobraban una fortuna. Mi viejo iba a la casa de mi hermana, pagaba las expensas y dejaba una nota arriba de la mesa —'Cecilia, cualquier cosa llamame a este teléfono’—, pensando que en algún momento podría volver. Es más, no había cambiado la cerradura del departamento. Eran los cuentos que le hacían estos tipos, casi todos milicos. Mi viejo hizo lo que pudo. Tuvo suerte de que no lo secuestraran a él. El portero le avisó que lo estaban esperando y se quedó en el auto en la playa de estacionamiento de enfrente. Mi viejo era socio de (la panadería) El Cañón de Esmeralda, tenía fondos de comercio, sociedades. Y cuando trascendía que tenías buena posición, te secuestraban y te decían: ‘Yo te mato si no me firmás acá’. Y te hacían entregar los bienes”, indica Carlos Viñas.
El primer dato cierto lo obtuvieron en diciembre de 1977.
“Le avisan a mi papá que Cecilia había tenido un varón y que los dos estaban bien. Después de eso no supimos nada más. Yo, hasta entonces, estaba viviendo en el sur y en 1981 me instalé en Buenos Aires. Hicimos una reunión familiar y, con todas las precauciones, decidimos buscar al chico. Mi mamá —Cecilia Fernández de Viñas— y la mamá de Hugo —Luisa Moreno de Penino— fueron las fundadoras de Abuelas en Mar del Plata. Y yo también empecé a trabajar con Abuelas en Buenos Aires”, recuerda Carlos.
Las llamadas
El 10 de diciembre de 1983, los militares abandonaron el poder. Raúl Alfonsín asumió la Presidencia. Hacía seis años y medio que habían secuestrado a Cecilia Viñas y Hugo Penino.
“Diez días después lo veo a mi viejo y me dice: ‘Llamó tu hermana’. Yo estaba trabajando en el negocio de él. Lo miré para ver si no estaba chapa. Me dijo que Cecilia había llamado a la casa de mi mamá en Mar del Plata y no había nadie. Y preguntó por mi abuela. Para nosotros, la abuela había sido muy importante porque nos habíamos criado con ella. Y mi viejo le dijo: ‘Después te digo’. La abuela había fallecido ese mismo año. Entonces, Cecilia le dice a mi papá: ‘Nos trasladan a Mar del Plata, llevá plata, no te extrañes que me aparezca. Decile a mamá’. Mi viejo, con total convencimiento, decía que era ella, ‘que era la gorda’”, señala Carlos.
El 29 de abril de 1983, la dictadura militar había resuelto dar por muertos a los “desaparecidos”: “Debe quedar definitivamente claro que quienes figuran en nóminas de desaparecidos, y que no se encuentran exiliados o en la clandestinidad, a los efectos jurídicos y administrativos se consideran muertos, aun cuando no se pueda precisar hasta el momento la causa y la oportunidad del eventual deceso, ni la ubicación de sus sepulturas”, aseveraba el Documento Final, para dar por cerrados los debates acerca de “la lucha contra la subversión”.
Pero Cecilia Viñas vivía.
Después de la primera llamada, su familia se instaló en Mar del Plata, en dos viviendas —la del padre y la de la madre—, veinticuatro horas de guardia, a la espera de un nuevo llamado.
“Pasamos el fin del año 1983 al lado del teléfono, pero sin novedades, hasta que mi papá se tuvo que ir a Buenos Aires”, recordó su hermano Carlos.
Casi un mes después, el 14 de enero de 1984, Cecilia volvió a comunicarse: “Llamó al departamento de mi mamá, le preguntó dónde estaba papá y mamá le respondió: ‘Yo tengo la plata’. Y ella dice que no hace falta, que la plata la puso ‘el padre de una compañera’”.
Fue en ese llamado cuando Cecilia preguntó por su hijo y descubrió que no estaba con su abuela. Sus captores le habían dicho que lo habían entregado a su familia.
“Esto es tremendo para Cecilia. No sabe dónde está su hijo. Esa misma noche vuelve a llamar a Lucía Greco (de Ordóñez), que es amiga de la familia, y le pide que busquen al hijo. Cecilia se llevaba muy bien con ella, eran bastante confidentes. Y la mujer la animó, le dijo que sí, que todos lo estaban buscando. Le dio esperanzas”, relata su hermano.
“Cecilia vuelve a hablar el 4 de febrero de 1984 —continúa Carlos—. Llama a Buenos Aires a la casa de mi viejo y la atiende su pareja, que era su enemiga. De ahí surge que Cecilia estuvo convencida de que la que la había delatado había sido ella. Esta señora se llama, o se llamaba —porque nunca más la vi—, Ana María Bravo. Esa misma noche, Cecilia llama a mi mamá a Mar del Plata. Para entonces, yo había puesto un ‘chupete’ en el teléfono para que grabáramos la conversación. Y la grabación es una mezcla rara, confusa, que yo odio explicar. Cuando habla de ‘la víbora’ que la delató se refiere a la pareja de mi padre. La otra, que dice que es una buena persona, es la señora Lucía Greco, amiga de la familia (Ordóñez). Mi mamá graba la conversación.”
Cecilia avisa que volverá a llamar de madrugada al departamento de su padre en Buenos Aires. Su pareja, Ana María Bravo, a partir de ese momento, se va de la casa.
—La llamada de Cecilia la atendí yo, un poco forcejeando con mi papá, que también quería hablar. No la pude grabar. Cecilia me pidió que buscara al hijo. Le pregunté por Hugo, su marido, y me dijo que desde el momento del secuestro ya nunca más lo vio.
—¿Cómo sentiste a tu hermana en esa conversación?
—Totalmente angustiada. Pero era ella. Seguridad total. Podrían haber puesto a una actriz con la voz angustiada, pero había códigos que conocíamos ella y yo. Me dijo que la próxima vez estaría en Mar del Plata. Y nos fuimos con mi viejo otra vez. Y llama el 19 de marzo. Ese día, no sé por qué, Alfonsín estaba en Mar del Plata. Cecilia habla con mi papá, pero con la voz “soplada”, tratando de que nadie escuche. Le dice: “Esta vez no pudo ser, la próxima vez te llamo seguramente en Buenos Aires”.
—¿Ella creía que iban a soltarla?
—Sí. Desde la primera llamada decía: “No te extrañes que aparezca”; “En cualquier momento me largan”.
—¿La plata era para los que iban a soltarla?
—No se sabía. Cuando a mi viejo lo contactaba alguien con información, le decía: “Dame guita, porque hay que comprar pilchas para este o aquel”. Mi papá siempre andaba con guita en el bolsillo.
—¿Qué significa cuando en la grabación Cecilia dice: “De día son otras personas”?
—Eso significa que había guardias. Que no eran las mismas personas que estaban a la noche. Y también dice “nos trasladan”, como si fuera un grupo de rehenes al que mantenían secuestrado.
Cecilia Viñas fue la única desaparecida de la que se tuvo información durante la democracia. Esto implicaba que, aun en el gobierno de Alfonsín, había una fuerza militar que todavía tenía secuestrados-desaparecidos en algún centro clandestino.
La familia Viñas trasladó esta información a Chicha Mariani —fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo—, a Estela de Carlotto, a algunos miembros de la Conadep, entre ellos a Graciela Fernández Meijide, y al Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel.
Ese verano comenzaron a aparecer las primeras identidades de secuestrados, enterrados como “NN” en distintos cementerios.
“Yo tocaba todos los contactos que podía —dice Carlos—. Había trabajado en la campaña de Alfonsín, en un comité del barrio de Belgrano, y conseguí una reunión con (Enrique) Nosiglia, que en ese momento estaba en el Ministerio de Bienestar Social. Y me dijo: ‘Te voy a dar un dato, el desaparecido que está vivo es que colaboró’. ‘¿Y quién carajo sos vos para juzgar a un desaparecido?’, le dije. Casi nos cagamos a piñas. Eso fue de forma inmediata al llamado de Cecilia. Después nos conectaron con (Horacio) Ravenna, que era secretario de Derechos Humanos de la Cancillería, y él nos contacta con el ministro del Interior (Antonio) Tróccoli. Fuimos a verlo con mi papá y mi mamá y con Pérez Esquivel. En ese momento fue sólo un saludo. Pérez Esquivel le había informado sobre Cecilia antes y me derivó al comisario (Antonio) Di Vietri, jefe de la Policía Federal. Yo pensaba que se iban a mover y que la iban a encontrar, como en las películas.”
En el segundo encuentro de la familia Viñas con Tróccoli, Carlos llevó la grabación y se la hizo escuchar en su despacho. El ministro empezó a transpirar. “Ahí tuvo la certeza de que había una desaparecida en democracia”, afirma. El hermano de Cecilia quedó en contacto con dos comisarios que le había derivado Di Vietri. Uno de ellos se llamaba Salguero.
—Yo buscaba mucho por la costa, porque Cecilia decía que la trasladaban entre Mar del Plata y Buenos Aires. Y una vez, pasando por Mar Chiquita, vi un lugar que podía estar controlado por la Marina, y me impidieron el paso. “Zona militar”, me dijeron. Entonces se lo comuniqué a Salguero, para ver si se podía ordenar un allanamiento. Pero después me di cuenta de que el comisario Salguero era jefe del “Departamento de Personas Desaparecidas”, que buscaba gente que se perdía por mal de Alzheimer. Fijate el cinismo. Y después, por consejo del propio Salguero, empecé a buscar por manicomios, los recorría de palmo a palmo. Incluso familiares de desaparecidos, que sabían que yo los recorría, me daban fotos de sus parientes.
—¿Ya había una causa judicial por tu hermana?
—Sí, abrieron un expediente y designaron al juez García Méndez. Cuando tomé contacto con él, ya la había cerrado. Pero después de una serie de presentaciones de “Incidentes”, fui querellante y empezamos a citar gente que había hablado con mi hermana. Para esa época, al portero, que fue citado como testigo, le tiraron el auto encima y casi lo matan. A nosotros nos amenazaban por teléfono y nos ponían la música de (la película) El golpe. Los servicios de inteligencia de la dictadura estaban activos.
—¿Después de la entrevista con Tróccoli, Cecilia no llamó más?
—No. No hubo más llamadas. Y nosotros mantuvimos reserva, pero la revista Caras y Caretas informó de las llamadas y el propio Tróccoli lo hizo público.
—¿Cómo se enteran de que el hijo de Cecilia nació en la ESMA?
—Por la declaración de secuestrados que habían visto a mi hermana en la sala de embarazadas y la reconocieron. Y, al poco tiempo, un médico pediatra le informó a Abuelas que sospechaba que una vez había atendido a un chico que podía ser hijo de desaparecidos. Es el primer dato concreto. Lo habían llamado para una consulta por la Obra Social Naval y vio a un chico triste, con una madre que parecía la abuela. Le llamó la atención. Y cuando comenzaron las denuncias de la Conadep y saltaron los primeros nombres de represores, recordó el apellido Vildoza. El médico era dibujante y nos dio el dibujo que hizo del chico.
El capitán de navío Jorge Vildoza estuvo destinado en la ESMA entre el 1° de febrero de 1977 al 2 de mayo de 1979.
Mañana, segunda y última parte. (Esta investigación se publicó originalmente en 2018)
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