Tony, el paparazzo inglés que contraté en la puerta de un cine de Cannes, no podía creer su suerte. Acostumbrado a guardias de horas para lograr la foto de la celebridad del momento, la idea de un viaje a los confines de la Costa Azul para probar la cocina de Mirazur, uno de los mejores restaurantes del mundo, le pareció, primero, una broma, y después, una especie de premio después de la locura del festival.
El camino a Menton, el pueblito del sur de la riviera francesa en el que Mauro Colagreco plantó bandera en 2006, es un anticipo del paraíso para los sentidos que viviremos después.
El chef platense tenía entonces 30 años y una carrera meteórica en la que había visto demasiado de cerca cómo la presión y la exigencia del circuito de élite gourmet podía quebrar incluso a los mejores.
Discípulo del recordado Gato Dumas y de Beatriz Chomnalez –quien lo impulsó a viajar a Europa y a quien considera su primera “gran maestra”–, llegó a París en plena crisis del 2001, junto a su primera mujer, Daniela –con la que tiene a Luca, su hijo mayor, de 11 años– casi sin contactos y cuando apenas se defendía con el francés, y pronto llegó a trabajar con la santísima trinidad de los chef: Bernard Loiseau, Alain Ducasse, y Alain Passard. Y era la mano derecha de Loiseau cuando se suicidó en 2003, luego de que los medios informaran que era probable que perdiera una de sus tres estrellas Michelin.
Nacido el 5 de octubre de 1976, Colagreco celebra hoy sus 45 años como el único argentino que alcanzó ese nivel, hace tres. 2019 también fue el año en el que Mirazur fue nombrado en los World’s 50 Best Restaurant Award –el Oscar de la gastronomía– como el mejor restaurante del mundo, después de varias ediciones entre los primeros diez; hace menos de un mes, él mismo fue elegido en el top ten de los Best Chef.
Aquella mañana de 2012 nos recibió en la puerta de sus dominios sobre el Mediterráneo con la noticia reciente: Mirazur acababa de entrar al selecto grupo de restaurantes de dos estrellas de la Guía Michelin, lo que convertía al ex pilar de las inferiores de La Plata Rugby Club en el primer latinoamericano consagrado entre los étoilés. También ese año había sido honrado con la Orden de las Artes y las Letras del gobierno francés por su aporte a la cultura.
Lo mejor todavía estaba por venir.
Nos sentamos a charlar en su huerta jardín. Ante la maravillosa vista del puerto monegasco, caminamos entre los tres niveles con variedades de tomates, cítricos y aromáticas. Me explicó que no había un día en que el menú se repitiera: había aprendido con Passard a sublimar con creatividad los productos de su propio jardín. El secreto de su singularidad estaba ahí, en esa manera de pensar la carta y hasta de recibir a sus invitados: la puerta de entrada a los sabores no estaba en la mesa, sino en el jardín; la casa racionalista –también de tres plantas– en la que el mar entra por todas las ventanas, y donde funcionan el comedor y el equipo de cocina más disciplinado que conocí, era “parte de la huerta y no al revés”, me dijo. Me parece hasta hoy la manera más gráfica de entender la cocina de producto de la que hizo una marca.
Una imagen que se completa con la que todavía atesoro como uno de los mayores privilegios que me dio este oficio: su invitación a recorrer con él el mercado de Ventimiglia, el pueblo italiano al otro lado de la frontera donde transcurre parte de su rutina de inspiración en busca de lo más fresco del mar y la montaña.
Con la bolsa de las compras en la mano partimos en su auto hasta el lugar en donde el anfitrión cambió el bonjour por el ciao. Por entonces ya hablaba cinco idiomas, pero a ambos lados del puesto de migraciones era apenas Mauro. “Ciao, Mauro”, le gritaban los vendedores del mercado agitando cajones para tentarlo con la pesca del día, enormes champignones y trufas. El intercambio duraba unos minutos y era alegre y colorido; todos tenían claras las preferencias de ese cliente que era literalmente estrella, todos le ofrecían lo más fresco, como en una coreografía.
De vuelta en la cocina, Colagreco terminó de definir entonces la carta con su equipo y me dio otra de sus claves: confiaba en que cada uno de sus cocineros, del primero al último, tratara a esos productos seleccionados por él con la misma pasión con la que los pescadores le vendían las gambas recién llegadas. Todo era importante: cada corte, la manera de tratar desde una papa hasta las ostras con crema de peras que luego se servirían con total sencillez sobre una piedra negra para dar pie a la tercera parte del viaje.
En el salón principal de Mirazur, el mar y la tierra parecen fusionarse en una ilusión óptica tras las grandes ventanas. El efecto alcanza cada plato, como si el paisaje con sus perfumes y gustos encontrara el equilibrio entre sus manos.
El paparazzo Tony no sabe si hacer fotos o comer. Mauro me contó entonces que, cuando se instaló en Menton, tenía la idea de hacer “tres o cuatro cartas por temporada”, pero después de pasar la mañana con él entre la huerta y el mercado, no me costó entender por qué cambió sus planes.
Mirazur es una interpretación perfecta de toda esa exuberancia, donde cada nota y sabor están pensados para conmover. Por eso él mismo bautizó a su cocina como “sentimental”, convencido de que el ingrediente principal de la comida “es el amor”. Y eso también se ve en la organización de su empresa, casi familiar.
Su mujer, Julia Ramos –una politóloga brasileña a la que conoció en Francia y con la que tuvo a su hijo menor, Valentín, de 8 años– es quien se ocupa de su agenda y de la gestión del restaurante, que, aunque se haya convertido en un templo para los peregrinos del buen vivir de todo el mundo, está lejos del dogma de lo sagrado: si algo define a la cocina de Colagreco, es su carácter libre y desprejuiciado.
Es la premisa con la que pronto abriría sus otros restaurantes en París, Beijing, Macao, Palm Beach, Bangkok y hasta la hamburguesería Carne, en su La Plata natal y en Buenos Aires.
También la que subyace en el recién estrenado documental Reinventing Mirazur, “cocinado” durante la pandemia y presentado en la sección culinaria del Festival Internacional de Cine de San Sebastián.
El proyecto muestra la evolución de su cocina de producto en lo que su propio equipo de incondicionales señala como una “nueva locura”: plasmar un concepto total en donde los productos de temporada crecen bajo la influencia de la Luna, y poder armar así un menú que respete las fases de la luna según los principios de la agricultura biodinámica.
Parece claro que, a los 45, ni siquiera el cielo es el límite para quien hace quince está al frente del mejor restaurante del mundo.
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