La última vez que había estado en estas tierras había sido 137 años atrás. Fue una noche, en la que, casi huyendo como un criminal, transitó las oscuras calles de Buenos Aires. Salió de la casa de Robert Gore, encargado de negocios británico, de la calle Bolívar, entre México y Venezuela. Vestía levita oscura, lo acompañaba su hija, a la que había mandado buscar a las apuradas, y era escoltado por media docena de marineros ingleses convenientemente armados. Estaba herido en su mano derecha, producto del combate que ese día se había librado en el Palomar de Caseros.
En el muelle abordó la fragata británica Centaur, luego pasó junto a su hija al vapor Conflict y así inició un exilio en Gran Bretaña que no terminaría con su muerte. Porque sus despojos, incómodos para unos, ansiados por otros, permanecerían en tierra inglesa hasta las 8 de la mañana del 30 de septiembre de 1989 cuando el ataúd con sus restos fue desembarcado en el aeropuerto internacional de Rosario.
Con 59 años a cuestas, Juan Manuel de Rosas se había establecido en Southampton, en el sur de Inglaterra. Alquilaba una vivienda en el 23 de Carlton Crescent y desde octubre de 1862 también hizo lo propio con la Burgess Farm, una chacra de 140 acres en Swaythling, a 10 kilómetros de la ciudad, sobre el camino a Londres. En 1865 cuando sus fondos escasearon, debió la casa de la ciudad y se fue a vivir al campo.
Obsesionado por la falta de recursos, uno de los que lo ayudaba mandándole dinero era Justo José de Urquiza, el que lo había vencido.
Rosas siempre batalló para lograr vender sus bienes que habían sido confiscados –”para resarcir al Estado de sus malversaciones” decía el decreto condenatorio- pero cuando el líder entrerriano fue derrotado en Pavón en 1861, perdió todas las esperanzas. La legislatura de Buenos Aires lo había declarado en 1857 “reo de lesa patria”, casi no tenía contacto con su familia que había quedado en Buenos Aires y hasta su hermano Prudencio, que vivió cómodamente en un palacio en Sevilla, codeándose con personajes de la realeza, no se habría preocupado por su suerte.
Con el correr de los años sus vecinos dejaron de cruzarse con ese sudamericano que no podía con su genio y había inculcado en el pueblo la extraña costumbre de tomar mate, que hablaba mal el inglés aunque lo hacía de corrido y que recorría las calles montado a caballo con una prestancia especial.
Era solitario y retraído y cuando trabajaba en el campo solía seguirlo un negrito que le cebaba unos amargos. Murmuraban que, por su aspecto, ese general argentino no tenía ni para ropa. Se alimentaba con lo que producía en la chacra y no aceptaba invitaciones porque sabía que no las podía corresponder. Aún anciano, y sufriendo de gota, trabajaba diariamente en el campo y tenía la rara modalidad de contratar a los peones por día.
Un día especialmente húmedo y frío de marzo de 1877 lo sorprendió hasta muy tarde trabajando, y lo que primero fue un enfriamiento, el sábado 10 ya se había transformado en neumonía. Lo atendió su vecino y amigo, el doctor John Wiblin.
Su hija Manuelita vivía en Londres, y en su fuero íntimo él no le había perdonado por haberse casado y haberlo dejado solo. Solía visitarlo dos veces al año junto a sus hijos Rodrigo Tomás y Manuel Máximo. Esta vez recorrió los 120 kilómetros y llegó el lunes. Volaba de fiebre y se conmovía con los accesos de tos.
Si bien el martes había mejorado, en las primeras horas del miércoles 14 de marzo ella, que dormitaba junto a su cama, lo besó como acostumbraba, y al hacerlo en la mano la notó muy fría. “¿Cómo se siente, tatita?”, preguntó. “No sé, m’ hija”. Fueron sus últimas palabras.
En dos semanas hubiera cumplido 84 años. El lunes siguiente fueron los funerales en el cementerio local. El 24 el Southampton Times & Hampshire Express publicó una breve necrológica.
El féretro de roble inglés macizo y lustre francés, cubierto por un paño negro que tenía una cruz blanca, fue acompañado por dos coches fúnebres. Fue una ceremonia corta, de la que participaron unos pocos allegados. Se cumplió su deseo, de que en su despedida al más allá solo se rezase una misa.
Muy lejos, en Buenos Aires, al llegar la noticia, viejos federales nostálgicos de la divisa punzó y de los años de la Santa Federación salieron a manifestar, lo que dio lugar a que otros viejos unitarios que habían sufrido la persecución y el exilio hicieran lo mismo y tuvieran como blanco el sepulcro de Juan Facundo Quiroga en La Recoleta, donde quisieron enlazar por el cuello a la Dolorosa, la escultura que coronaba el sepulcro.
Desde entonces, hubo varios intentos y proyectos de repatriar sus restos. El 30 de octubre de 1973 la misma legislatura que lo había condenado, retiró los cargos, hubo un proyecto en el tercer gobierno de Juan D. Perón que su muerte frustró, y en el comienzo del gobierno de Carlos Menem se concretó.
El 21 de septiembre de 1989, a las tres de la tarde, se realizó la exhumación. Trámites que la burocracia inglesa prolonga por semanas, lo abrevió a solo una. Presenciaron el desentierro su tataranieto Martín Silva Garretón y Manuel de Anchorena.
El féretro estaba en un nicho de mampostería, debajo de los de su hija Manuelita y su yerno Máximo Terrero. Al estar debajo de todo, el trabajo demoró horas y se usó una pala mecánica para excavar. Tenía la tapa deteriorada. La inexperta manipulación había provocado la destrucción de algunos huesos. Los restos se pasaron a otro ataúd y fueron llevados a la funeraria Mallum.
El viernes 22 por la tarde el Boeing 707 de la Fuerza Aérea que llevaba los despojos aterrizó en el aeropuerto francés de Orly, en el sector reservado a los jefes de Estado. Habían colocado una alfombra roja y banderas argentinas y francesas a media asta. El féretro de madera clara, que contenía a otro, estaba cubierto por dos banderas, la azul y blanca federal y la celeste y blanca, la misma que hasta el 2 de abril de 1982 había flameado en la entrada de la embajada argentina en Londres. Acompañaban los restos miembros de la Comisión Nacional de Repatriación, con Julio Mera Figueroa a la cabeza. Un grupo de gremialistas que se encontraba en Europa depositaron un poncho punzó sobre el ataúd.
El 27 de septiembre se abrió el féretro ante la presencia de sus descendientes. Los huesos, desarticulados, eran de color castaño y muchos estaban casi destruidos. El cráneo estaba volcado hacia la derecha y la mandíbula aún aprisionaba una dentadura postiza. Era todo lo que quedaba del que durante un cuarto de siglo había gobernado con mano de hierro la Confederación Argentina. Se hallaron además un crucifijo de madera y un plato de porcelana, que podría haber sido usado para colocar agua bendita durante el velatorio.
De Francia, el vuelo hizo escala en las islas Canarias y en Recife. El 30 de septiembre por la mañana llegó a Rosario, donde se hizo un acto en el Monumento a la Bandera, con misa y con la presencia de descendientes directos de Rosas. Allí Carlos Menem pronunció su primer discurso como presidente e hizo una apelación a la unidad nacional. “Al darle la bienvenida al Brigadier General don Juan Manuel de Rosas también estamos despidiendo a un país viejo, malgastado, anacrónico, absurdo (…) En la unidad nacional nadie está obligado a renunciar a sus ideas ni a su juicio histórico; en la unidad nacional nadie está obligado a claudicar en sus opiniones sobre nuestro pasado”.
En el buque de la Armada Murature, fue llevado por el Paraná hacia Buenos Aires. Una parada de rigor fue en la Vuelta de Obligado, con salvas y homenaje.
El 1° de octubre llegó al puerto de Buenos Aires y un multitudinario cortejo de jinetes vestidos a la usanza federal, acompañó el féretro a su destino final, la bóveda de los Ortiz de Rozas en el cementerio de La Recoleta.
No se cumplió la premonición de José Mármol de que “ni el polvo de sus huesos la América tendrá”.
En noviembre de ese año se inauguró un monumento con su figura que mira fijo al busto de Domingo F. Sarmiento, acérrimo opositor, colocado justo donde estaba su famoso caserón en Palermo. Y al billete de veinte pesos le pusieron su rostro, de los tiempos en que era llamado el Restaurador de las Leyes.
Para alegría de unos y fastidio de otros, Rosas había vuelto.
SEGUIR LEYENDO: