Sir Cosmo Haskard, gobernador de la ocupación británica en las Islas Malvinas, no podía creer lo que escuchaba: “Señor, como argentinos, hemos venido a esta tierra para quedarnos, ya que la consideramos nuestra”, le dijo con voz firme el hombre joven que, acompañado por una silenciosa mujer rubia, había llegado hasta su casa acompañados por un policía local al que habían tomado de rehén.
“¡Fuera de aquí! Ustedes no están en su casa”, respondió, cortante, apenas salió de su estupefacción. Eran poco más de las 9 de la mañana del 28 de septiembre de 1966 y Haskard sabía muy pocas cosas: que un avión inesperado -un DC4 de Aerolíneas Argentinas- había aterrizado en la pista de Puerto Stanley a las 8.42, después de sobrevolarla tres veces; que una veintena de personas -algunas de ellas armadas- había bajado del avión y se había atrincherado debajo del fuselaje y que dos de ellos habían pedido al policía local destinado en el aeropuerto que los llevara hasta él.
Haskard no sabía todavía que el joven que le hablaba se llamaba Dardo Cabo y que su acompañante -una rubia muy atractiva- era Cristina Verrier. Ignoraba también -aunque quizás lo presintiera- que acababa de convertirse en involuntario partícipe de un hecho que pasaría a la historia como “El Operativo Cóndor”, una audaz operación ideada por un grupo de jóvenes peronistas para reclamar, desde el mismo suelo de las islas, la soberanía argentina sobre las Malvinas.
Para concretarla, un grupo comando de 17 hombres y una mujer había tomado el avión -que tenía como destino Río Gallegos- en pleno vuelo y había obligado al piloto a desviarse hacia las islas, en lo que fue el primer secuestro aéreo de la historia argentina.
Una llamada telefónica
Fuera de los integrantes del grupo comando, por lo menos uno de los pasajeros que abordó el Douglas DC4 LV-AGG “Teniente Benjamín Matienzo” de Aerolíneas Argentinas que había despegado a las 0.34 del Aeroparque Jorge Newbery con destino a la capital santacruceña sabía que algo iba a suceder. Se llamaba Héctor Ricardo García, director del diario Crónica y de la revista Así.
A esa altura de su vida, García ya había marcado caminos en el periodismo argentino. Reportero gráfico de oficio original, en 1954, cuando tenía apenas 21 años, “inventó” Así es Boca, la revista deportiva que lo metió en la gráfica. Después la transformó en Así, un bisemanario que revolucionaría el periodismo con sus fotografías y sus notas policiales. Para 1966, el diario Crónica -fundado tres años antes- era el más vendido de la Argentina si se sumaban sus tres ediciones diarias.
La tarde anterior, alrededor de las seis, había recibido una llamada telefónica en su oficina de Riobamba al 200. “Soy Dardo Cabo, ¿podríamos vernos dentro de una hora en la confitería El Ciervo?”, lo invitó el autor de la llamada.
García no dudó. Sabía que Dardo Cabo era dirigente de Tacuara e hijo de Armando, un reconocido militante de la Resistencia Peronista. Ahí, seguramente, había una noticia. Valía la pena acudir a la cita.
“Usted o nadie”
Poco antes de la hora señalada, el director de Crónica caminó las dos cuadras que separaban la redacción del diario de la emblemática confitería de Callao y Corrientes y reconoció a Cabo sentado con otro hombre en una de las mesas. Cuando se saludaron, se presentó como Alejandro Giovenco.
-Le propongo una nota periodística muy importante – le dijo Cabo a García.
-¿Qué es? – preguntó el director de Crónica, hombre de preguntas directas.
-Si quiere saberlo tiene sacar un pasaje en el avión de Aerolíneas que sale a las 0.30 desde Aeroparque a Río Gallegos.
-¿Para qué? – insistió García.
-Es lo único que puedo decirle – fue la respuesta.
García pensó un momento y planteó una alternativa:
-Yo tengo otros compromisos, si no me dice para qué, no voy. Lo que puedo hacer es mandar a un periodista del diario.
-Es una lástima, es usted o nadie – lo cortó su interlocutor.
El director de Crónica permaneció unos segundos en silencio, jugando con el pocillo de café, y respondió.
-Está bien, entonces voy yo.
Poco antes de la medianoche llegó al Aeroparque Metropolitano, armado con una cámara y una libreta de apuntes, y sacó un pasaje con destino a Río Gallegos en el vuelo sin escalas AR-648. Vio a Giovenco y a Cabo entre los 42 pasajeros que esperaban abordar el avión, pero éstos se hicieron los desentendidos. Años más tarde, el director de Crónica contaría que en ese momento se puso nervioso, pero que su hambre de una noticia sensacional pudo más y se subió al vuelo.
Una idea audaz
Diez meses antes, en diciembre de 1965, el gobierno del radical Arturo Illia había dado un paso trascendente en el reclamo por la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas. El Comité de Descolonización de las Naciones Unidas había reconocido los derechos argentinos sobre el Archipiélago Sur -Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur- por 94 votos a favor, 14 abstenciones y ningún voto negativo. A criterio del organismo se trataba de “una situación colonial” e instaba al Reino Unido y a la Argentina a dialogar para resolverlo.
Habían pasado muchas cosas en el país desde entonces. Un golpe había derrocado a Illia e instalado en el Casa Rosada al general ecuestre Juan Carlos Onganía, iniciando la autodenominada “Revolución Argentina”, que el militar apodado “La Morsa” pretendía prolongar durante veinte años.
En ese contexto, Dardo Cabo vio la posibilidad de una jugada resonante que tendría dos objetivos: el reclamo por la soberanía argentina sobre las Malvinas y dar un golpe propagandístico contra la dictadura de Onganía.
Así surgió la idea de tomar un avión durante el vuelo, desviarlo a las islas y hacer una ocupación simbólica que llamara la atención al mundo entero.
Con esa idea reunió a un grupo de 18 jóvenes de entre 17 y 31 años, todos ellos militantes peronistas, aunque de diversas agrupaciones. A Cabo, de 25 años, y Giovenco, de 21, que comandarían la operación, se sumaron María Cristina Verrier, dramaturga y periodista (27), hija de César Verrier (juez de la Suprema Corte de Justicia y funcionario del gobierno del expresidente Arturo Frondizi); Fernando Aguirre, empleado de (20); Ricardo Ahe, empleado de (20); Pedro Bernardini, obrero metalúrgico (28); Juan Bovo, obrero metalúrgico (21); Luis Caprara, estudiante de ingeniería (20); Andrés Castillo, empleado de la Caja de Ahorros (23); Víctor Chazarreta, obrero metalúrgico (32); Norberto Karasiewicz, obrero mEtalúrgico (20); Fernando Lisardo, empleado (20); Edelmiro Jesús Ramón Navarro, empleado (27); Aldo Ramírez, estudiante (18); Juan Carlos Rodríguez, empleado (31); Edgardo Salcedo, estudiante (24); Ramón Sánchez, obrero (20); y Pedro Tursi, empleado (29).
El grupo era realmente variopinto y sus integrantes tendrían futuros muy diferentes e incluso enfrentados. Alejandro Giovenco terminó siendo el jefe militar de la Concentración Nacional Universitaria (CNU), cuyo blanco principal eran los militantes de la izquierda peronista, mientras que Cabo se convertiría en uno de los líderes montoneros. Giovenco moriría en 1974 cuando una granada le explotó en las manos, y Cabo sería asesinado en enero de 1977 por la última dictadura, tras ser sacado de la cárcel “para un traslado”.
Pero antes de que los caminos se bifurcaran, ambos estaban en el mismo barco o, en este caso, en el mismo avión.
El secuestro del avión
El vuelo AR-648 despegó a las 0.34 con 42 pasajeros, entre ellos el gobernador del Territorio Nacional de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, contraalmirante José María Guzmán. La tripulación técnica, estaba compuesta por el comandante Ernesto Fernández, el primer oficial Silvio Sosa Laprida, el técnico de vuelo Aldo Baratti y el radiooperador Joaquín Soler.
A las 7.27, el comandante del vuelo se comunicó con la torre de control sólo para dar un mensaje: “Siendo las 06.05, comandos a bordo toman aeronave solicitando poner rumbo 105 Malvinas para aterrizaje”, dijo y cortó la comunicación.
A esa hora, cuando el avión se encontraba entre Comodoro Rivadavia y Puerto San Julián, los integrantes del grupo comando, liderados por Cabo, se habían levantado de sus asientos y mostraron sus armas. El propio Cabo y Giovenco se dirigieron entonces a la cabina, apuntaron con sus armas a los tripulantes y le exigieron al piloto que pusiera rumbo a las Malvinas.
“Mi nombre es Dardo Cabo y con el Comando Cóndor a mis órdenes tomamos desde este momento el control del avión para dirigirnos a las Islas Malvinas y ejercer el gobierno de las mismas, por derecho histórico argentino y porque el honor de la patria así lo exige. Somos dieciocho patriotas dispuestos a morir en el intento… Pongan rumbo ciento cinco desde Puerto Deseado, que nos llevará a Malvinas, donde aterrizaremos y tomaremos el gobierno como sea; estamos armados, ¡y decididos a morir si es necesario!”, fueron las palabras del líder del grupo.
El comandante, pensando que era una broma -nunca se había secuestrado un avión en la Argentina, esas cosas pasaban en lugares remotos-, les dijo que no conocía el rumbo a Malvinas. Giovenco sacó un mapa y le dijo: “Acá tiene las cartas de navegación”.
El DC4 tuvo el combustible suficiente como para llegar, hacer tres pasadas por la pista hasta aterrizar ese frío y ventoso miércoles 28 de septiembre a las 8.42 en lo que los ingleses llamaban Puerto Stanley, y al que los “cóndores” bautizaron “Antonio Rivero”, en memoria del gaucho que en 1833 resistió como pudo la ocupación británica.
En las islas
Apenas el avión se detuvo en la pista, Cabo, Giovenco, Cristina Verrier y los otros 15 jóvenes integrantes del comando se atrincheraron bajo el avión.
Para los kelpers, acostumbrados a las ovejas y el sonido del viento, eso resultaba incomprensible. Muchos se agolparon alrededor del DC4 y los argentinos le dieron panfletos en inglés donde explicaban que era un acto pacífico de justicia y no un ataque. Sin embargo, algunos -entre ellos el joven jefe policial local que no portaba armas- fueron tomados como rehenes.
Cabo y Verrier fueron a la casa del gobernador Haskard, donde mantuvieron el diálogo cortante que se relata al principio de esta nota.
De regreso con sus compañeros, deliberaron qué hacer. Pidieron tomar contacto con el cura católico de las islas, Rodolfo Roel, quien les dio misa a los participantes del operativo y, además, alojó a los pasajeros del avión.
A las seis de la tarde, los integrantes del Operativo Cóndor se encerraron en el avión. A la madrugada del jueves 29, un emisario del gobernador inglés les llevó un mensaje: “Están cercados, si intentan salir del avión los soldados y policías tienen orden de tirar. No respondemos por vuestras vidas. Es mejor que se rindan”, decía. Al principio se negaron, pero a la tarde siguiente decidieron entregarse.
Días después, Héctor Ricardo García relataría en Crónica la rendición: “A las 17 (hora local), todos los componentes, con el sacerdote y el comandante formaron junto a la bandera argentina que estaba flameando desde el día anterior y procedieron a arriarla. Luego, con ella en brazos, entonaron el himno nacional argentino, de viva voz, mientras atónitos custodios ingleses, sin moverse de sus puestos, pero siempre con armas listas, seguían con atención la emocionante ceremonia. Media hora más tarde, el comandante Fernández García recibía sobre su avión todas las armas y entregaba a los argentinos las mantas y almohadas de la aeronave. A las 18, en varios jeeps, y luego que las fuerzas locales palparon de armas uno por uno, marcharon a la iglesia, y allí fueron alojados hasta el sábado a las 14 horas”.
Mientras tanto se desarrollaron negociaciones entre el gobierno argentino y el británico. De pronto, los integrantes del grupo comando se enfrentaron a una posibilidad que no habían previsto: ser trasladados a Inglaterra para ser juzgados.
Finalmente, el sábado a la mañana, el sacerdote católico les dio una noticia que los alivió: los subirían a un barco y los llevarían a un puerto argentino. Los jóvenes le pidieron que rezara con ellos el Padrenuestro. Una lancha carbonera llevó a los detenidos hasta el buque de la Armada Argentina Bahía Buen Suceso. El traspaso se hizo en alta mar.
Cárcel, condenas y una primicia
Los llevaron detenidos al Penal de Ushuaia, la prisión más austral de la Argentina. Los 18 integrantes del grupo fueron juzgados, la mayoría con penas leves de nueve meses. Dardo Cabo, Alejandro Giovenco y Juan Carlos Rodríguez) tenían antecedentes penales, por lo que debieron pasar los siguientes tres años en prisión. Cabo y Verrier se casaron en la cárcel.
Héctor Ricardo García estuvo a punto de correr la misma suerte. Al principio, los ingleses lo identificaron como un pasajero más, pero cuando supieron de quién se trataba, lo separaron de los otros pasajeros y lo mantuvieron detenido con los integrantes del comando. No podían creer que hubiera abordado el avión inocentemente, como él sostenía en su defensa. También le confiscaron la cámara y los rollos, pero se las ingenió para que lo dejaran comunicarse por radio con Crónica para pedir que enviaran a un periodista a Río Gallegos con la misión de comprarle fotos a los pasajeros del avión que desembarcarían allí.
La dictadura de Onganía decidió que García fuera excarcelado. No quería pagar el precio de la detención del director del diario de mayor circulación de la Argentina.
De regreso en Buenos Aires, escribió una larga crónica publicada en tres partes, en las páginas centrales del diario. La tituló así: “Yo vi flamear la bandera argentina en las Malvinas”.
La tapa del diario anunciaba con tipografía enorme: “Crónica en Las Malvinas”.
Héctor Ricardo García sonreía satisfecho en una foto: había conseguido la primicia de su vida.
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