En el campamento aliado había presentimiento de muerte. No tranquilizaron las palabras del general Bartolomé Mitre que, inspeccionando con su catalejo las posiciones paraguayas, dijo: “Mañana yo destruiré todo eso en dos horas”. Miles de hombres le pondrían el pecho y la vida en un temerario ataque frontal en un terreno anegado por los días que había llovido sin parar.
Era la guerra de la Triple Alianza, en la que Argentina, Uruguay y Brasil enfrentaron al Paraguay desde fines de 1864 a marzo de 1870.
El 6 de septiembre de 1866 comenzaron a planear el ataque a Curupaytí. Lo pensaron para el día 17, cuando se cumpliría el quinto aniversario de la batalla de Pavón. Pero el mal tiempo postergó los planes. El sábado 22 a las seis de la mañana finalmente paró de llover y se dio la orden de ataque.
Los argentinos y brasileños iban a enfrentarse a siete batallones de infantería, cuatro regimientos de caballería, 49 cañones y 2 baterías de coheteras que defendían un frente de 1000 metros.
Gracias a la postergación del ataque los paraguayos, al mando del coronel José Eduvigis Díaz, considerado uno de los jefes más inteligentes, pudieron terminar las defensas que se levantaron en dos semanas con la supervisión del ingeniero británico George Thompson. Hicieron un foso exterior de tres metros y medio de ancho y casi un metro ochenta de profundidad. Con la tierra extraída se armaron parapetos y voltearon árboles llamados abatís que tenían agudísimas púas que atravesaban como nada la suela de los calzados. Detrás del parapeto se distribuyeron 13 cañones que apuntaban al río Paraguay y 36 que defendían el terreno que tenían enfrente. Unos 500 metros adelante se excavó otra trinchera con avanzadas de infantería y caballería. “La posición está fuertísima y puede ser defendida con ventaja”, aseguró Thompson a Francisco Solano López, el líder paraguayo.
La noche anterior, un grupo de oficiales se reunieron a cenar en la carpa del tucumano Caupolicán Molina, uno de los médicos cirujanos del ejército que se había ganado el afecto de Mitre luego de haber atendido a su hermano Emilio. Estaban Juan Bautista Charlone, jefe de la Legión Militar, Manuel Fraga, jefe del 4° de infantería de línea, José Arredondo, a cargo de la segunda columna, Manuel Rosetti, jefe del 1° de infantería de línea, Alejandro Díaz, jefe del 3°, Francisco Paz, del 12° de infantería, Luis María Campos y José Ignacio Garmendia.
Era la última vez que comerían juntos.
Si bien la guerra de la Triple Alianza fue impopular en el interior del país y costó reclutar hombres, las filas del ejército argentino se llenaron de hijos de muchas familias porteñas, algunos de ellos muy jóvenes. Muchos de ellos estaban en esa carpa.
En el campamento argentino reinaba un aspecto de rara alegría. Todos sabían que en pocas horas habría un combate sangriento.
Arredondo iba a irse porque Mitre lo había invitado a cenar, pero le pidieron que fuera después, que se quedara a comer con ellos. Cuando finalmente se retiró, Charlone dijo: “Él va a ser el único de nosotros que salga ileso mañana”. Le preguntaron por qué había dicho eso. “¡Quién sabe! Cosas del espíritu nomás. He dicho eso como hubiese dicho cualquier cosa”.
Al día siguiente Charlone le entregó a un ayudante sus papeles personales, su cartera y reloj. Con Arredondo se sinceró: “Qué quiere, compañero. Tantas veces va el cántaro al agua que al fin se rompe; no está de más el hallarse preparado para todas las cosas. Usted, en cambio, que no ha tomado el café con nosotros, nada tiene que temer, va a salir ileso, aunque como siempre se halle en lo más recio del combate”.
El propio Arredondo sorprendió a Rosetti dando indicaciones sobre una escribanía en Buenos Aires que guarda su testamento. “Alguna vez hemos de caer…” y confesó: “No quiero que me hieran en el vientre, porque tengo horror a la peritonitis; es la única muerte que no me agrada: las demás me son indiferentes”.
Fraga admitió a Arredondo que “yo creo que mi día será mañana”. En Tuyutí, cuatro meses atrás, le habían salvado la vida. Le encomendó a un oficial sus efectos personales que le debía entregar a su esposa de 21 años.
Más tarde Arredondo encontró en la carpa del coronel Rivas a Francisco Paz, Alejandro Díaz y Dominguito Sarmiento, entre otros. Todos estaban convencidos de que morirían en el ataque. “Decididamente esta es una broma que me quieren dar, o una epidemia endiablada. Al diablo con estos locos”, se quejó.
Domingo Fidel Sarmiento, jefe de compañía del 12° de infantería de línea le escribió a su madre: “No sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por la patria es vivir, es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas”.
Cleto Grandoli, 17 años, que se había enganchado como voluntario, había sido ascendido en el campo de batalla a subteniente por el valor demostrado, era abanderado del Batallón Santa Fe, también le escribió a su madre: “El argentino de honor debe dejar de existir antes de ver humillada la bandera de la Patria. Yo no dudo que la vida militar es penosa, pero, ¿qué importa si uno padece defendiendo los derechos y la honra de su país? Mañana seremos diezmados, pero yo he de saber morir defendiendo la bandera que me dieron”.
A las 8 de la mañana comenzó la primera parte del plan: las naves acorazadas de la escuadra brasileña desataron un feroz bombardeo sobre las trincheras de Curupayti. Durante unas cuatro horas, los artilleros navales, sin poder distinguir con exactitud hacia donde debían dirigir el fuego, dispararon cinco mil proyectiles que debían destruir la artillería y ahuyentar a los cinco mil defensores.
Imposible que algo haya quedado en pie luego de semejante ataque. El almirante Tamandaré izó la señal convenida: era el momento del ataque terrestre.
La infantería avanzó en cuatro columnas. Era cerca de 17 mil hombres distribuidos en 28 batallones. Fueron sorprendidas por un intenso fuego de artillería de cañones que casi no habían sido afectados por el bombardeo. Aun así los atacantes continuaron el avance y lograron sobrepasar la trinchera avanzada de los paraguayos.
Pero en ese punto fueron rechazados una y otra vez. Batallón tras batallón era enviado a una muerte segura. “Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto caía herido, y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la vida”, recordaba Lucio V. Mansilla, quien fue herido en un hombro.
Los oficiales fueron blanco fácil. Iban vestidos con sus uniformes de gala, hasta con sus condecoraciones.
Hubo muchas manifestaciones de heroísmo de aquellos que peleaban “por la gloria o por la muerte”. Como la embestida del joven mayor Julio A. Roca que, con la bandera del 6° Regimiento, corrió hacia las trincheras enemigas, atravesó los fosos y ante la mirada atónita de los paraguayos, la agitó casi frente a sus narices. Ese instante de sorpresa fue aprovechado por Roca en regresar a sus líneas sano y salvo.
A las cuatro de la tarde se ordenó retirada ante el elevado número de muertos y heridos que quedaban en el terreno. Las fuerzas aliadas tuvieron un millar de muertos y 2880 heridos. Del lado paraguayo las bajas fueron 23 muertos y 69 heridos.
Los paraguayos no los persiguieron. Una vez dueños del campo de batalla, se ocuparon de rematar a los heridos que no podían caminar y de despojarlos de sus ropas y sus pertenencias.
Mitre dejó el mando de la guerra y lo reemplazó el mariscal de Caxías, mientras que el almirante Tamandaré fue relevado de su cargo de la flota imperial y reemplazado por el vicealmirante Joaquim José Inácio de Barros. La guerra se detuvo casi un año. Curupaytí fue la mayor victoria paraguaya en la guerra.
La premonición se cumplió: Dominguito, el hijo de Sarmiento, murió desangrado en el campo de batalla por una esquirla que le destrozó el talón de Aquiles. “Vi a Sarmiento conducido en una manta por cuatro soldados heridos: aquella faz lívida, lleno de lodo, tenía el aspecto brutal de la muerte”, relató Garmendia. También cayeron Francisco Paz, el hijo del entonces vicepresidente argentino Marcos Paz, Charlone, Fraga, Rosetti, Díaz, Calvete, Retolaza. El teniente Manuel Viñales cuando fue gravemente herido quiso seguir peleando. “No es nada un brazo menos; la patria merece más”. Moriría días después.
Curiosamente, de ese grupo de oficiales se salvó Campos. En la víspera del combate le dijeron que saldría herido “solamente para que cuente el cuento”. Y así fue.
El soldado Cándido López perdería su mano derecha en esa batalla. Aprendió a pintar con la izquierda y elaboró una fantástica serie de cuadros de episodios de esa terrible guerra.
Grandoli, el oficial de 17 años, también murió allí. Su cuerpo nunca fue recuperado. La bandera que protegía, con la marca de 14 impactos de bala y manchada con su sangre, se encuentra en el Museo Histórico Provincial Julio Marc de Rosario. En su homenaje, el 22 de septiembre es el día del abanderado.
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