Esos hombres -sigilosos, concentrados, enigmáticos, con máscaras de gas, uniformes de obrero y botas- se habían tomado tan en serio la travesía que iniciaban que parecían astronautas que estaban por pisar la luna.
Cavaban con entusiasmo, hasta llegar a una profundidad de seis metros, la que tiene una tumba, pero esta banda misteriosa no pensaba en la muerte, sino en todo lo contrario: su misión secreta era la de crear un túnel que al final tendría una luz que iba a encandilarlos y al mismo tiempo llenarlos de dicha.
Todo lo que esos hombres habló, pensó, sintió, vivió, en ese túnel de 50 metros de largo, en el que se las rebuscaron para instalar equipos de aire, fue devorado por la oscuridad subterránea que intentaban vencer con las guirlandas que llevaban en algunos tramos y lograban, sin proponérselo, un tono navideño.
Cuando los policías entraron en el banco de Crédito Argentino, en Callao y Las Heras, en La Recoleta, se encontraron, en la bóveda, en el primer subsuelo, con 264 cajas de seguridad abiertas, objetos en el suelo y ese agujero por donde entraron esos hombres de lo que sólo se podía palpar su ausencia impregnada en ese cuarto del que se llevaron 25 millones de dólares, entre dinero y joyas.
El robo, sin disparos, violencia ni persecuciones, fue descubierto el 6 de enero de 1997. Pero se sospecha que los ladrones lo cometieron entre 4 y el 5.
El hecho conmovió a la sociedad. Por entonces, la Argentina -cuyo presidente era Carlos Menem- vivía un período de bonanza económica y faltaban cuatro años para la crisis que llevó al corralito, cuando los bancos retuvieron los ahorros de la gente.
Pero en 1997 se vivía otra situación. El dólar estaba 1 a 1 (un peso, un dólar) y ese año la economía argentina experimentó un crecimiento de su PBI superior al 8%. En este contexto el intercambio comercial mostró una fuerte expansión del 17%, explicada por el incremento del 28% de las importaciones y del 7% de las exportaciones.
Los asaltantes del banco Crédito Argentino, una entidad que por entonces tenía 102 años, habían planeado el golpe desde hace por lo menos seis meses, cuando alquilaron un local cercano donde funcionaba una librería y a los vecinos ellos les decían que pensaban instalar una colchonería.
El juez Adolfo Calvete y la fiscal Mónica Cuñarro trabajaron con los detectives de la comisaría 17 y de la División Robos y Hurtos de la Policía Federal, a cargo del comisario Eduardo Curletto, para tratar de esclarecer el gran robo.
Cuñarro terminó por convertirse en la heroína de la historia. La forma en que se trabajó para esclarecer este robo es emblemática y suele darse como ejemplo notable de una investigación en las clases de la Policía Federal y de la Universidad de Derecho.
Lo primero que se supo es que la banda había alquilado dos locales a nombre de Luis Alcides Espejo. El primero, en la avenida Callao 1519, sirvió para empezar a construir el túnel hacia el banco situado en Callao 1499, a dos cuadras de la comisaría 17. El segundo estaba ubicado frente al banco y, según se sospechó, lo usaron para vigilar los movimientos de la entidad.
“Fue una obra de ingeniería, un trabajo artesanal, Hicieron un túnel casi perfecto, lo entubaron con madera, retiraban la tierra con un carrito y la ponían en bolsitas”, dijo uno de los jefes policiales sobre el asalto.
El presidente de la Sociedad Central de Arquitectos, Eduardo Kesselman, fue más lejos: “Me sorprendió el robo. Más que sorprender es para aplaudir a la gente que conoce tanta tecnología de infraestructura urbana, porque para hacer ese túnel y teniendo en cuenta todo lo que pasa en el subsuelo de la ciudad, cloacas, cañerías telefónicas, de agua y eléctricas hay que tener mucho conocimiento”.
Dos policías se introdujeron en el túnel hacia la dirección contraria a la del banco y uno de ellos tuvo que ser internado por un principio de asfixia, lo que confirmó que los asaltantes usaron algún sistema de ventilación.
El robo corrió peligro más de una vez. Uno de los testimonios que aparece en la causa es el de una empleada de una farmacia vecina al banco, que recordó haber escuchado ruidos extraños y tenido que levantar perfumes y cremas que se caían de las estanterías por las vibraciones en el piso. “Pensamos que era un sismo, íbamos a llamar a la Policía”, pero eran los boqueteros y sus herramientas que pasaban por debajo de ese lugar.
Está probado en la causa que el portero del edificio de departamentos donde funciona el banco llamó a la Policía el sábado al mediodía a raíz de los ruidos que escuchó en el sótano que daba a la bóveda y no mandaron a nadie a investigar. Horas después se activó la alarma silenciosa, pero sólo se avisó a la empresa de seguridad privada que maneja las alarmas cuatro horas más tarde. La policía descubrió el robo a los dos días de producido.
“Tenemos a varios sospechosos”, se apuró a decir uno de los detectives. Antes de irse, dio más pistas: “Buscaremos entre los boqueteros uruguayos, que son especialistas en este tipo de delitos”.
No muy lejos de la sede policial, en un café, rodeado de los diarios del día, un hombre vestido con traje leía esas declaraciones. Luego salió del lugar, puso una moneda en un teléfono público y, con tono más seguro que aliviado, cuando alguien lo atendió dijo: “Venimos bien, no tienen ni idea. Están perdidos”.
Uno de los primeros sospechosos fue el uruguayo Claudio Rubén Silva Silva, “el rey de los boqueteros”. Era un novato de 25 años cuando el 8 de agosto de 1976, en plena dictadura militar, decidió dar el zarpazo en el banco Galicia de Marcelo T. de Alvear 670, Recoleta, de donde huyeron con un botín de cinco millones de dólares y 50 kilos de joyas.
Cuando se enteró que estaba entre los sospechosos, se presentó ante la Justicia. “Vivo en una humilde casa, trabajo honestamente como colocador de pisos, no permitiré que manchen mi nombre”, dijo.
Lo sometieron a ruedas de reconocimiento, le allanaron la casa y hasta buscaron al “Ruso”, un hampón que trabajaba en su banda, pero nada vinculó al experto ladrón en el golpe. El punto más alto del show mediático de Silva Silva fue cuando irrumpió en los estudios televisivos donde conducía su programa el periodista Mauro Viale, uno de los damnificados del asalto, para decir que era inocente. Viale, que criticaba todos los días al banco con notas y un videograph en pantalla que decía: “¿Usted confiaría sus ahorros al banco de Crédito Argentino?”, se acercó a Silva Silva para preguntarle si le había robado el dinero. El ladrón se fue en medio del programa.
El periodista y conductor no fue el único personaje reconocido en ser víctima de la banda. Pueden mencionarse a la conductora televisiva Mirtha Legrand, a los productores artísticos Hugo y Gerardo Sofovich y al ministro de la Corte Suprema, Carlos Fayt.
En promedio, cada uno de ellos tenía medio millón de dólares. A uno de los clientes le robaron un sable de 150 años que había heredado de su tatarabuelo. Como su valor era incalculable, le pagaron 100 mil dólares pesos por daño moral y psicológico.
La pesquisa no sólo se orientó a Silva Silva. Sino a otros dos boqueteros uruguayos a los que llegaron por dos identikits. “Esto es una caza de brujas”, se quejó uno de ellos. Se sospechaba que un familiar de uno de ellos había alquilado una caja de seguridad, pero el dato era falso. Y las pruebas de reconocimiento de los testigos dio negativa.
“Es es la principal pista que seguimos”, dijeron los investigadores. El robo de Silva Silva es el antecente de este golpe y tuvo características similares. El magistrado sometió a reconocimientos a además de Silva Silva a los uruguayos: Oscar Aizemberg y Néstor Stabilito Del Valle. Y la Policía detuvo a un peligroso delincuente en Merlo que tenía antecedentes por robo a bancos. Pero ninguno de ellos habría sido parte de la banda, a esta altura, “fantasma”.
También se investigaron a varios arquitectos e ingenieros que habrían brindado “valiosa colaboración” a la banda que actuó al viejo estilo “rififí”.
Los investigadores trabajaron contrarreloj. Las autoridades pedían resultados. La banda no había dejado ni una huella. Actuaron con guantes. Pero dos días después de descubrirse el gran golpe, se produjo la primera detención. Se trató de Luis Alcides Espejo, de 39 años, detenido por la madrugada en su precaria casa, donde vivía con sus padres, de la localidad bonaerense de Villa Madero. El motivo: los locales alquilados por los delincuentes tuvieron como garante a Espejo, hasta presentaron sus documentos.
Dos días después, Espejo fue liberado por falta de pruebas. Ni las ruedas de reconocimiento dieron positivas. “Ensuciaron mi nombre”, dijo el ex sospechoso. También se detuvo a Roberto Mejía Gómez, de nacionalidad peruana, pero también lo liberaron a las pocas horas. Nunca se informó el motivo de esa aprehensión.
Los detectives se enfrentaron a un enigma: ¿quién era el verdadero Espejo que alquiló los locales y hasta puso a su nombre la licencia de conducir del auto que usó la banda para sacar la tierra del boquete?
Al mismo tiempo ante el juez se presentó a un taxista que al ver las fotos o identikits de los presuntos sospechosos dijo que reconocía a al menos cuatro de ellos. Hubo diez allanamientos, pero sin resultados.
Días después hubo otras dos detenciones. Se trató de los boqueteros uruguayos Federico Freddy Barceló y Mariano Toledo Silvera. Además se sospechaba que habían desvalijado una joyería. En el departamento donde fueron detenidos se secuestraron sopletes, cortafierros y diversas herramientas como las que utilizaron los asaltantes de la joyería para violentar una puerta y una caja fuerte. Y se le secuestraron dos monedas de oro como las que fueron robadas en la joyería y cuatro armas de guerra.
Sin embargo, era otra pista que no condujo a nada.
Las esperanzas de encontrar a los verdaderos ladrones se diluían. Ninguno de los detenidos había tenido algo que ver con el hecho y eso pesaba en los encargados de la investigación. Pero hubo un hecho que dio un giro en la causa.
En ese momento, la fiscal Cuñarro no estaba dispuesta a darse por vencida.
Se sentía decepcionada con la investigación policial. La banda era un gran fantasma en medio de un enigma que hasta ahora parecía imposible de resolver. En cambio, el juez Calvete mantenía un espíritu más optimista. “Algo se nos va a ocurrir”, decía.
No tenían ayuda de nadie. Debían pensar qué camino seguir. Cuñarro no pudo mantener la calma.
-No podemos quedarnos así, de brazos cruzados, esperando un milagro. Nos están tapando con pistas que no llevan a ningún lado, detenciones inútiles y no avanzamos nada. Esta gente ganó mucho tiempo.
La fiscal se reunió con el juez y fue directa:
-Adolfo, nos están tomando por estúpidos. Que se termine esto. Por favor. Si vos no tomás una decisión radical, lo haré yo.
-¿Entonces qué hacemos? -quiso saber el juez.
Cuñarro pareció iluminarse con una idea:
-¿Y si damos vueltas con el auto? En las horas que ellos estuvieron en la zona. Deberíamos pensar como los miembros de la banda.
La desesperación de Cuñarro terminó por convencer al juez, que respondió:
-Está bien, pero no se lo digamos a nadie.
Y fue así que se turnaban para dar vueltas. Cuñarro en auto con su beba en la sillita en el asiento de atrás. Cuñarro con el juez. El juez con su secretario. Cuñarro y su secretario.
Daban vueltas en forma obsesiva. Miraban el movimiento de la farmacia de la esquina y comprobaron que tenia muchos clientes y ellos aprovecharían para comprar cualquier cosa con la excusa de controlar los movimientos de la zona.
-Si yo soy ellos -razonó Cuñarro- lo primero que tengo que tener en la cabeza es un plan de salida. Por dónde me voy, qué calles tomar.
Y dio decenas de vueltas en el auto. Dedujeron por qué calles habría escapado la banda. De ese lugar hacia el Obelisco.
De pronto, el juez Calvete les comentó:
-¿No notaron que hay una sola persona que está de lunes a lunes siempre en el mismo lugar, a la misma hora y hace siempre la misma rutina?
Cuñarro y el resto sabían casi todo de esa zona. Quiénes salían a pasear sus perros. A qué hora el portero de la esquina salía a comprar cigarrillos. A qué hora abría y cerraba el kiosco.
Pero Calvete se referia a un vagabundo que dormía frente al banco. No querían asustarlo.
Pero descubrieron que el mendigo sabía casi los nombres de toda la gente que vivía o trabajaba en la cuadra, el nombre de la de la señora que le daba el colchón, la hija de la señora Lidia que pasó a comprar tal cosa, quiénes le daban comida o moneda. Era amigo del barrio, que no era expulsivo. Todo los vecinos lo conocian y lo apreciaban.
Otro descubrimiento de las rondas nocturnas de Cuñarro, Calvete y su equipo tuvo que ver con uno de los departamentos que alquilaron los delincuentes. Debía ser un edificio que no tuviera riesgo de derrumbe porque había que excavar. Cuñarro supo por el portero que en un edificio antes funcionaba una chocolatería. Cuando habló con un amigo que tenía un local de ese tipo, lo primero que le dijo fue que ellos no podían tener cualquier local si fabrican chocolate. Porque deben tener más o menos entre dos y cinco metros para abajo para construir una especie de heladera amplia y especial para poder conservar el chocolate. El proceso no debe cortarse nunca. Ese detalle, que era importante, confirmó que habían elegido ese banco porque cerca había funcionado un local que permitía la excavación.
Calvete consiguió el listado con las llamadas que salieron de ese teléfono público. Eran más de mil. No había, en ese entonces, un sistema tecnológico de entrecruzaminto de llamadas. Con su hija fue descartando los números y buscando las llamadas que duraran pocos segundos.
“Si no nos hubiésemos puesto firmes, la causa se hubiera caído. No era una cuestión de orgullo, sino de respeto a los damnificados y a la Justicia: no podía quedar impune ese robo. Yo estuve en el banco el día que se descubrió el robo. Vi las cajas de seguridad rotas. Y el boquete y el túnel, donde una persona podía entrar parada. No fue una banda de ladrones, sino de policías y ex espías, hasta ese momento no habia habido una banda de ese tipo en el robo a bancos hasta ese momento”, recuerda Cuñarro.
Cuñarro y Calvete consideraron que tras el hallazgo del mendigo y de otras pruebas ahora sí debían incorporar a un policía al equipo de investigación. No confiaban en casi nadie, hasta que les llegó por recomendación de un juez el nombre de Jorge Roncaglia, un principal que había tenido una destacada labor en un gran robo.
La incorporación en el equipo del policía Néstor Roncaglia resultó importante, además del trabajo a sol y sombra que venían desempeñando Cuñarro y Calvete, Roncaglia y sus hombres volvieron a hablar con el vagabundo, que tenía antecedentes por hurtos menores. Era carterista. “El mendigo dijo que llamativamente los de la banda hablaban por teléfono público cuando tenían dos celulares en el cinturón del pantalón. Pudimos confeccionar dos identikits. Y trabajé en el estudio de las llamadas del teléfono público. Calvete también. Y los dos llegamos a resultados somilares. Era una banda de policía y ex espías”, dice Roncaglia.
La Policía Federal y la Justicia investigaron por lo menos 900 hojas de listados de llamadas telefónicas en busca de algún indicio que delate a los delincuentes. Muchas de esas llamadas se hacían de ese teléfono público a un locutorio de la zona. Después de horas sin dormir, llegaron a una conclusión: muchas de esas llamadas tenían en común la zona, el rango horario (en general diez horas, lo que trabajaban por día para hacer el boquete) y los teléfonos estaban a nombres de mujeres.
Cuando se supo quiénes eran esas mujeres, se llegó a cinco hombres. Para los pesquisas, había altas probabilidades de que esos sospechosos fueran los autores.
Se les intervino los teléfonos y llegaron a 500 horas de escuchas. A la fiscal Cuñarro se le ocurrió lanzar anzuelos a través de un diario. Con la idea de confundir y sacar a la luz a los delincuentes.
Una vez le pidieron a un periodista si podía publicar que la banda estaba identificada y eran todos boqueteros uruguayos.
Cuando salió la noticia, desde uno de los teléfonos intervenidos, un hombre llamó a otro hombre y le avisó: “¿Leíste el diario? Están más perdidos que turco en la neblina”. Y cortó.
Días después, llegó otra falsa noticia. “Encontraron una mancha de sangre en la bóveda y correspondería a uno de los involucrados uruguayos”. El mismo hombre llamó y volvió a decir: “No tienen nada. Podemos estar tranquilos”.
“En una de las llamadas, un nena le dice a la otra: mi papá tiene mucha plata en una valija. Yo le saco billetes y ni se da cuenta”, dice Cuñarro. “La otra nena no lo podía creer. Era la hija de uno de los ladrones. A ese mismo hombre lo teníamos identificado. Un día le pedí a uno de mis hombres que se hiciera pasar por fotógrafo y le hiciera una foto con flash cuando saliera de su casa. Lo hizo. Al rato, el sospechoso marcó el número de uno de sus cómplices y le dijo: ‘Pasó algo grave, tenemos que reunirnos’. Dijimos: bingo”, narra Roncaglia.
Pero el 27 de agosto, más seis meses y medio del asalto, a esos hombres misteriosos se les vio la cara. Cinco de ellos fueron detenidos en 15 allanamientos en Palermo y en las localidades bonaerenses de San Isidro, Lomas del Mirador y Pablo Nogués.
En los operativos se secuestraron 20 mil dólares, alhajas, herramientas que se habrían utilizado para hacer el boquete en el banco y mascarillas de oxígeno. A los detenidos también se les secuestró cinco vehículos, dos motocicletas, algunas armas y varios títulos de propiedades de altos valores monetarios.
En una quinta encontraron 450 mil dólares y en la ciudad encontraron el auto robaron que usaron los ladrones. Era un Renault Fuego.
Dos de los acusados, René Riviere y Jorge Pomponi, habían pertenecido a la Side y a la Triple A en la última dictadura militar argentina. Es decir, sobre ellos podrían estar oculta la verdad sobre delitos aberrantes cometidos en esa etapa oscura de la Argentina. Los otros dos eran Antonio Mandaradoni, maestro mayor de obra, y Norberto García, ex policía bonaerense.
Riviere, además, sería informante de la DEA. Lo llamativo de este asalto es que sólo cayeron personas de los Servicios de Inteligencia del Estado. Muchos de ellos al quedar cesanteados se dedicaron a ser mano de obra de delitos, robos, secuestros. Pero en este caso faltaba, según creen los pesquisas, la parte delincuencial del asalto: los ladrones de raza, que habían hecho el boquete y robado las cajas. Se cree que la banda tenía un listado de las personas que tenían cajas de seguridad en ese banco.
Otro detalle que nunca fue resuelto: una hipótesis firme resaltó que la banda fue en realidad por tres cajas que tenían que ver con la dictadura militar. Aunque no se dijo, entre los clientes del banco había al menos dos ex genocidas.
Hubo un quinto detenido, Rubén Escobar, quien en 1988 junto a Pomponi fueron acusados de integrar una célula de extrema derecha. Pero fue absuelto.
En 2000, poco más de tres años después del robo, la banda fue a juicio.
Ninguno de ellos dijo nada relevante. Había un pacto de no decir nada, nunca. Mandadaroni fue señalado como un habitual comprador de lingotes de oro, joyas y alhajas a desconocidos en la calle Lavalle, donde funcionan los locales de empeño. Aseguró que todas las joyas, relojes de afamadas marcas, alhajas y objetos de oro eran de su propiedad y que los había adquirido con el fruto de su trabajo en los Estados Unidos de donde había regresado hacía pocos años.
También fue interrogado sobre una medalla de oro con la estrella de David y aseguró que la había comprado “porque era un buen negocio”, pese a que en su familia nadie profesa la religión judía.
El imputado, de nacionalidad italiana, aseguró que en los Estados Unidos, específicamente en Miami, “trabajaba cono instalador de mármol y cerámicas” y allí conoció a René Riviere, otro acusado en la misma causa, quien aseguró que al volver a la Argentina se dedicó, en diferentes momentos, a la compraventa de antigüedades, a la actividad aduanera y a la venta de un sistema de telefonía.
La banda, concluyeron los pesquisas, actuó con una estructura celular. Es decir, no se conocían entre sí. Entre los sucesos insólitos que ocurrieron en el juicio puede mencionarse la coartada de Norberto García. Cuando le preguntaron por qué el día del robo estuvo unas diez horas en Recoleta, explicó que había estado con su novia desde el sábado a la mañana hasta el domingo a la noche porque habían discutido y buscaban reconciliarse. Dijo que fueron al cine, a almorzar, a cenar y al museo. Además de dormir en un hotel alojamiento.
El tribunal Oral Número 1, integrado por Ricardo Giúdice Bravo, Martín Vázquez Acuña y Rafael Oliden condenó a Antonio Mandaradoni, Norberto García y René Riviere a la pena de ocho años de cárcel por haber violentado las cajas de segurdad. El cuarto boquetero, Jorge Pomponi, fue sentenciado a ocho años y tres meses de prisión, una condena mayor que la de sus cómplices, a raíz de sus antecedentes en una causa por tenencia de arma de guerra que databa de 1993.
Según el fiscal del juicio Luis Cevasco, los condenados no son todos los que participaron. Tanto es así que el tribunal ordenó investigar a tres delincuentes.
Otra prueba: los cruces de llamadas y el análisis del contenido de los mensajes que por medio de un pager intercambiaban García, Riviére y Mandaradoni con Pomponi. Por ejemplo, entre 4 y el 6 de enero de 1997 García intercambió con Pomponi 87 mensajes. Y entre septiembre de 1996 y enero de 1997 Riviére envió a Pomponi otros 67, demasiados para dos personas que dicen que no se conocían.
El secuestro de joyas en casa de Mandaradoni y Riviére. En su defensa, argumentaron que fueron colocadas allí por la policía.
Los cuatro condenados, fueron a prisión el 27 de agosto de 1997, considerados coautores del delito de “robo calificado en poblado y en banda”.
Pero lo revelador del juicio fue poder revelar el enigma “Luis Espejo”. “La verdadera identidad del hombre que usaba ese nombre era Marcelo Dubiau, concuñado de Pomponi, quien se suicidó dos meses después de las detenciones de los condenados. ‘No quiero perjudicar a los muchachos’, escribió en una nota antes de matarse”, dice Luis Cevasco, el fiscal del juicio.
“¿Suicidio o suicidado?”, se pregunta hoy Néstor Roncaglia. Nunca quedaron claros los motivos de esa inesperada muerte.
También se supo que la banda pensaba robar el banco Quilmes de la zona de Tribunales. Había una caja alquilada a nombre de Luis Espejo.
Hasta hoy, quienes participaron de la investigación siguen convencidos de que no cayeron todos los asaltantes. En cuanto a los cuatro condenados, recuperaron la libertad y se no supo más nada. Como si se los hubiera vuelto a tragar la tierra.
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