Muchos años atrás, en un conocido apart hotel de Mar del Plata, a su dueño -luego devenido político- se le ocurrió poner un mimo a la hora del desayuno para caminar entre las mesas. Con la cara pintada de blanco, una remera a rayas horizontales y un pantalón negro, comenzó a seguir por detrás a la gente mientras cargaba sus bandejas y sus tazas. Gordos, flacos, petisos, altos, todos eran caricaturizados por el esforzado actor, para la risa de los demás. Claro, ni la hora, ni el aglomeramiento frente a las facturas, ni la exposición al ridículo ayudaron al simpático show. Huelga decir que varios de los burlados no se lo tomaron nada bien. Sólo faltaba que alguien anotara en una lista a los candidatos a pelearse con el mimo. No fue un escándalo por milagro. Y por supuesto, al día siguiente el mimo ya no estaba.
La historia -rigurosamente cierta, quien escribe fue testigo- seguramente no le habría causado gracia a Marcel Marceau, el genial mimo francés que murió el 22 de septiembre de 2007 y por quién se celebra, en todo el mundo, el día que homenajea a los cultores de esta disciplina artística que prescinde de las palabras y se comunica con el cuerpo. Pero además -y esto quizás no es tan conocido como su inmortal personaje Bip- durante la Segunda Guerra Mundial fue uno de los que salvó de la muerte a cientos de niños judíos.
Tampoco la anécdota le hace gracia a Joaquín Baldín (57), uno de los mimos más reconocidos de nuestro país, que conoce ese tipo de rutinas que degrada a este tipo de manifestación. “Para mi, en la concepción del trabajo mímico, la construcción del hecho cómico tiene que ser consensuada. No me puedo reír de vos, sino junto a vos -le cuenta a Infobae desde Mar del Plata, donde vive-. La inteligencia del actor debe ser responsable de sus propias torpezas. Lo risible no es la burla porque medís 2 metros. A lo sumo podrás ser un buen burlador, pero no un buen actor mimo. Yo sobreviví casi 40 años en el oficio porque pienso en lo que le va a causar gracia al otro, no en qué lo puede ofender”.
Para muestra, ofrece su currículum. O parte: “Con Karina Vilella, una genia de las cuestiones protocolares, trabajé 11 años en el Alvear Palace Hotel, con el Protocolo para Niños. Y ahí tenés que ser muy cuidadoso. Lo hacíamos a la hora del té. La gente, cuando va a un espacio así, no te va a ver a vos. Se encuentra con vos. Si no tenés claro que vas a brindar un momento de felicidad y te burlás, es lógico que dures un día”.
Baldín, nacido en La Plata el 3 de enero de 1964 en La Plata, arrancó en la que denomina “mi ciudad por adopción” y comenzó a estudiar mimo en Mar del Plata en el año 84 y al año siguiente debutó profesionalmente. “Luego me fui con mi maestro Alberto Agüero y su circo a Buenos Aires…”. Aquí estudió con quienes llama “grandes maestros del mimo”, como Ángel Elizondo, Eduardo Alonso, Alberto Sava, Lerchundia, Roberto Escobar, Cristina Moreira, el circo de los Hermanos Videla, entre otros. Tiene 75 espectáculos en su haber, y actuó en el Teatro Cervantes, en El Globo, en ferias de ciencias, de turismo, en Tecnópolis. Después viajó a España, Alemania, Costa Rica, Venezuela, Ecuador y varios más… Esta semana estuvo con su compañía Comedia de Máscaras y su espectáculo Juegos Imperiales en el Festival de Mar del Plata y este viernes 24 a las 19 horas se presentará con “Por los caminos del Sr. Plop” en Villa Victoria Ocampo de la misma ciudad.
Pero semejante carrera no lo privó de ser un artista callejero. “El teatro de mimo, como una expresión popular, te lleva por plazas, parques, comedores barriales… Son experiencias que te conectan de forma directa con el público. Pero no es el único camino. Tuve la suerte de trabajar en más de tres mil fiestas privadas. Vos tenés un trato directo con la gente y ahí, como en la calle, tenes que tener buenas rutinas, ser profesional. Eso te lleva años, no es solo pintarse la cara. Siempre digo que hay que tener mucho contenido formativo para evitar caer en los golpes bajos, el gesto banal. Más cuando trabajas cuerpo a cuerpo. Si te toca trabajar en una plaza, un espacio público, tenes que ser muy cuidadoso. Así como cuando una palabra sale disparada puede herir, un gesto mal colocado puede ser ofensivo… En mi caso, siempre trabajé con mucha libertad, en la búsqueda de que la sutileza supere al gesto. Algo obsceno no es artístico en sí mismo. La intencionalidad, la sutileza de un buen sobreentendimiento con una mirada, una respiración o una colocación del cuerpo te dan más entendimiento que un gesto en bruto”.
Para él, “la comunicación no verbal es la primera expresión que tenemos cuando nacemos. Eso queda en algún registro de nuestra mente. Hay gente que tienen muy buena posibilidad de comunicar con el silencio, y otros necesitan la palabra. En nosotros, la voz es nuestro cuerpo”.
El mimo nació en el teatro griego y trabajaba en función del recitado. El filósofo y dramaturgo griego Luciano de Samósata catalogó este arte en el primer siglo de la era cristiana. Decía que “no es una profesión fácil ni liviana. Requiere conocimiento musical, del ritmo, la distancia, la filosofía y la ética”. Sugería que “los mimos deben conocer todo lo que hay, lo que ha sido y lo que habrá… nada debe escapar de su memoria atenta”.
Durante el medioevo sus cultores fueron perseguidos. Fue rescatado por Jean Gaspard deBurau, un poeta del silencio que trabajó en Francia del 1700 al 1800 y dejó sentadas las bases del teatro físico. Luego, Ettiene Decroux sistematizó la enseñanza del teatro de mimo. Marceau fue su discípulo y de allí surgió su creación de Bip, un personaje popular que supo construir memodramas entre la alegría y la tristeza. “Trabajaba los pecados capitales como nadie. Marcel Marceau Fue un genio, Cada construcción era universal. El popularizó el teatro de mimo”, señala Baldín.
Sobre el futuro de este género, Baldín -que tiene una escuela llamada PECU (Primera Escuela de Circo Urbano MDP)- es optimista. “Van apareciendo mimos jóvenes muy interesantes. Mimos.. y mimas. Curiosamente, y lejos de cualquier debate sobre el lenguaje inclusivo, en Francia les dicen ‘les mimes’”, concluye.
Quien piense que es una profesión donde sólo tallan los varones, no conoce a Julia Elizondo (41). Es hija de Ángel, uno de los principales maestros del arte de comunicar sin palabras, que abrió la Escuela Argentina de Mimo en 1964 y que, en octubre, presentará un libro sobre su vida en Morón y una Muestra del 13 al 20 del próximo mes, de ese instituto. “Yo crecí viendo a papá haciendo mimo, pero nunca me influyeron para que me dedicara al arte. En mi adolescencia, a los 17, mi mamá me sugirió que fuera. Y me gustó. Estudié, luego fui profesora y sigo vinculada desde el área organizativa”.
Sobre la cuestión de género, ella sostiene que “hay muchas mujeres que se dedican al mimo. Quizás no fueron los casos más conocidos, pero claramente hay un rol femenino”.
Ella también conoció el arte callejero. “Es interesante. A veces se dan cosas inesperadas. Lo que trabajé más fue la improvisación, algo propio del juego y la creatividad”. Y coincide en la mirada de Baldín: “Nunca sufrí rechazo ni alguna situación agresiva. Pero admito que hay gente que no se copa mucho o que te mira medio raro. El del mimo es un lenguaje de acción y a veces pasan cosas, sobre todo cuando el mimo es invasivo con el espacio del otro. Son cosas que generaron una imagen negativa. Si ves que la persona no quiere interactuar no tenés que obligarlo, pero también hay gente que se recopa”.
Para Julia, “quizás todos hacemos mimo en algún momento del día, aunque no necesariamente el arte, donde se trabaja la riqueza de distintas partes del cuerpo. Por ejemplo, en los objetos, imaginarios o reales, donde se trabajan las manos. O el espacio, donde se trabajan los pies y las piernas. Y también la puntuación: es como saber hablar con pausas, crear suspenso y expresar sentimientos y sensaciones”.
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