El general Armand de Caulaincourt dormía profundamente cuando su ayudante lo despertó en la mitad de la noche. “La ciudad está en llamas”, le dijo alarmado. El militar, un noble de 38 años, era el que más le había insistido a Napoleón Bonaparte de no invadir Rusia. El ya conocía el país y a su gente cuando fue enviado años atrás por el propio emperador un poco como diplomático y otro poco de espía. Ahora ya era tarde: la ciudad de Moscú, prácticamente abandonada por sus pobladores, ardería hasta las cenizas.
El 13 de septiembre, en una miserable choza del pueblo de Filí en las afueras de Moscú, el general Mijail Kutúzov, un experto militar de 67 años que ya había combatido a los ejércitos napoleónicos, convenció a su estado mayor de quemar la ciudad, siguiendo con la estrategia de tierra arrasada frente al avance del gigantesco ejército francés que se acercaba. “Que Napoleón entre en Moscú no significa que haya conquistado Rusia”, le escribió al zar Alejandro I, con el que no tenía demasiada química. Nunca le había caído en gracia este general inteligente, frío y calculador, al que le faltaba el ojo derecho que había perdido en las guerras contra el imperio otomano. El zar lo había nombrado para levantar la alicaída moral del ejército ruso.
Hacía 200 años que Moscú no caía bajo un ejército invasor. La última vez había sido en 1612, cuando los polacos se apoderaron de ella.
Rusia había roto una alianza que tenía con Francia de mantener un bloqueo continental a Gran Bretaña y Polonia. El Zar permitió el ingreso de mercancías inglesas, contradiciendo lo que había acordado con Francia en Tilsit en 1807. Y Napoleón –desechando los consejos de sus asesores militares- decidió invadir el país. Reunió a un ejército de 691.500 hombres que partió el 23 de junio de 1812. Tenían mil kilómetros por delante.
Aun cuando la marcha se realizó en verano, el ejército tuvo problemas de logística y de agua para sus sedientas tropas, y se movía lentamente. El 17 de agosto se enfrentaron primero en Smolensko y el 7 de septiembre chocaron contra los rusos en Borodinó, una sangrienta batalla en la que murieron 40 mil rusos y 20 mil franceses. Esa victoria le abrió a Napoleón el camino a Moscú.
Los rusos adoptaron la estrategia de tierra arrasada. Los campesinos destruían las cosechas, quemaban las chozas, los molinos, se deshicieron de los forrajes, se destruían puentes. Los rusos evitaron librar una batalla en campo abierto.
Cuando Napoleón entró a Moscú la encontró abandonada, sin alimentos, y con pocos lugares para refugiarse. Iluso, preguntó dónde estaban las autoridades civiles para recibirlo. Hasta pensó que se le entregaría las llaves de la ciudad. Muy lejos de eso, detrás de las murallas de la ciudad se escuchaban los ruidos de la retaguardia rusa que partía.
No solo no fue bienvenido. Entre el 14 y el 18 de septiembre, la ciudad ardió.
En un primer momento, el emperador francés pasó una noche en el Kremlin, que tenía sus puertas abiertas. A regañadientes al ver el peligro de los incendios, se trasladó al castillo de Petrovsky, en las afueras. Su propia tropa sorprendió a un ruso queriendo incendiar el Kremlin, y fue ejecutado a bayonetazos en un patio interno. Napoleón volvería a ese palacio cuatro días después.
En la ciudad todo era descontrol. Las casas, en su mayoría construidas en madera, ardieron hasta las cenizas. Sus 275 mil habitantes se habían ido, y solo quedaron unos seis mil, la mayoría extranjeros, delincuentes y enfermos.
El conde Rostopchin, gobernador militar de Moscú estuvo a cargo del operativo de los incendios, y ordenó que también se quemasen las iglesias. Los franceses encontraron en distintos puntos de la ciudad detonadores inflamables.
Napoleón le mandó tres cartas a Alejandro I, que estaba en San Petersburgo, proponiéndole un acuerdo, pero siempre bajo sus condiciones. El zar nunca las respondió. Es más, cuando se enteró de los incendios, dijo que habían iluminado su alma.
Bonaparte dejó que sus tropas se dedicasen al saqueo, a la rapiña y a las violaciones. La catedral de San Basilio fue usada como establo. Napoleón hizo descolgar la cruz dorada para llevársela a París pero se desilusionó cuando comprobó que era de madera con un baño dorado.
Dicen que algunos de los incendios fueron provocados por los propios soldados franceses, en su afán de armar fuegos para cocinar. Lo cierto fue que de 9 mil edificios, unos 6500 quedaron destruidos.
Pasaba los días encerrado, hojeando libros de una biblioteca. Durante un par de noches mandó a representar obras francesas por una compañía de actores que estaba en la ciudad por casualidad.
Antes de irse, Bonaparte ordenó volar el Kremlin, pero no pudieron. Solo lograron derribar una de sus torres.
Fue un error de cálculo el de haberse quedado seis semanas en una Moscú incendiada, abandonada, sin nada para comer y con el invierno en ciernes. El general Kutúzov se extrañó que su oponente no hubiese sospechado de la trampa en la que había caído. El 19 de octubre ordenó la retirada. Ese día la temperatura era ya de cuatro grados bajo cero, la que bajaría a menos 30 grados en diciembre. El 24 de octubre los rusos los vencieron en Maloyarolavets.
Y comenzó el infierno.
Sus soldados no tenían ropa de invierno. Hambrientos, enfermos de tifus, muchos con sus extremidades congeladas, sometidos a continuos ataques de guerrillas, perdieron la disciplina y todo se transformó en un sálvese quien pueda. Era peligroso dormirse porque se corría el riesgo de no despertar más.
Cruzar el helado río Beresina fue un martirio. Los rusos habían destruido los puentes y los que construyeron los franceses, precarios, terminaron cediendo. A fines de diciembre de ese año llegaron como pudieron a Königsberg, capital de la Prusia Oriental, los pocos miles que habían logrado sobrevivir. Los que murieron terminaron sepultados en diversas fosas comunes abiertas en varios puntos del camino.
Si uno visita Moscú, puede pedir en una pastelería el postre mil hojas. Allá se llama postre Napoleón. Esa exquisitez de hojaldre y crema pastelera recibió ese nombre en 1912, al cumplirse el centenario de los tiempos en que un emperador soñaba con ser el dueño del mundo.
SEGUIR LEYENDO: