Diego Rivero tiene dos trabajos en simultáneo. De lunes a viernes es administrativo en una empresa que vende piezas de autos, y de viernes a domingo sale a llenar de diseño las calles de Palermo. “El primero lo hago para tener un sueldo fijo a fin de mes, el otro para devolverle la esperanza al mundo”, dice. Posters devenidos en murales invaden las fachadas de comercios, locales gastronómicos y casas particulares. Zapatillas blancas cobran dibujos personalizados, patinetas sobrias se convierten en objetos únicos. Todo obra de la firma Ninja Arte, su seudónimo, un nombre que no eligió al azar y representa su batalla.
Hasta los 20 años, Diego tenía una vida sin sobresaltos. Iba de su casa al trabajo, salía con amigos y poco más. “Terminé la escuela, no tenía plata para estudiar y la única opción era conseguir un trabajo. Por un conocido, me contrataron en una empresa de repuestos plásticos. Eso me vino bien para ayudar también en casa”, le cuenta a Infobae.
Su vida empezó a cambiar cuando su cuerpo fue dándole pequeñas alarmas. Una de sus actividades diarias era entrenar: “Todas las mañanas antes del horario laboral iba al gimnasio del barrio”, relata. Un día de verano notó que algo le pasaba: “Quise hacer la rutina de siempre levantando peso y no pude. Intenté con otro ejercicio y tampoco”.
Tuvo que dejar de hacer actividad física durante varios días. Después llegaron fuertes dolores de cabeza y hasta desmayos que no lo dejaron continuar con su vida laboral. Sentía que su cuerpo se iba debilitando. La balanza denunció una pérdida de diez kilos en pocos días. “Fui a ver a varios médicos de distintas especialidades, me sometí a diversos estudios invasivos para encontrar la causa de mis dolencias. Incluso me trataron por desórdenes alimenticios, pero nadie supo darme una respuesta”.
El organismo de Diego se apagaba. Él estaba convencido de que tenía una enfermedad y de que su enfermedad tenía un diagnóstico. El cuadro empeoraba sin pausa: un día, abrió los ojos y vio todo negro, se había quedado ciego. Casi sin fuerzas, allá por 2002, luego de casi un año de estar luchando contra algo desconocido, le encontraron tres tumores en el cerebro: germinomas. “La neuróloga que me atendió le contó a mi madre toda la gravedad de mi caso. Ellas, para cuidarme, me comunicaron solo la existencia de un tumor”.
Pasó, primero, por dos intervenciones quirúrgicas. En la primera le insertaron una válvula en el cráneo por una hidrocefalia. A los pocos días, su cuerpo la rechazó por lo que debió ser internado de urgencia. “En una hora sufrí siete convulsiones. Los médicos ya me daban por muerto”, contó. La segunda operación fue un éxito. Después de las cirugías, se sometió a un tratamiento largo y doloroso: agresivas sesiones de quimioterapia y rayos. “Los tumores se redujeron de manera significativa. Lo complejo fue volver a la vida, porque ya no era el de antes”, relata.
“Tuve que aprender a caminar nuevamente, a ganar fuerza y, sobre todo, confianza. Estuve encerrado casi dos años”, confiesa. Diego sufrió secuelas de aquellas convulsiones: uno de los ojos se le desvió. “No tenía dinero ni ganas de otra cirugía, pero mis amigos hicieron una colecta solidaria para cubrir todos los gastos. Lo revivo y me emociono”, cuenta conmovido la importancia que tuvieron sus amigos y familiares en su proceso de rehabilitación.
Diego, que en ese entonces tenía 24 años, pudo resetear su vida. Hizo de todo: atendió en un cibercafé, después trabajó en una agencia de publicidad y más tarde en una empresa que vendía pintura. En su casa de Villa Madero -donde nació y se crió- pasaba largas horas con un lápiz en la mano y una hoja en blanco dibujando lo que sentía. Siempre con colores llamativos. “Me veía siendo artista -recuerda-. De hecho quise estudiar algo relacionado a eso pero no había plata para formarme, solo lo hacía como hobby”.
El deseo no se diluyó. En 2015 se propuso cumplir su meta. “Hice doble turno en cada trabajo para poder costear los cursos y adquirir herramientas”. Al año siguiente, obtuvo su título. Hoy no solo lo llaman grandes marcas y personalidades de renombre, sino que lo convocan en universidades para dar talleres.
Es por eso que su nombre artístico, Ninja Arte, no es casual: engloba toda su lucha. En el barrio de Palermo ya es famoso: los vecinos lo reconocen por las calles caminando con su gorra y mochila donde lleva sus marcadores acrílicos. “No tengo un estilo. Me inspiro en lo que siento. Es una especie de terapia, por eso lo recomiendo como escape para el estrés”, comenta.
-¿Por qué elegís la calle como escenario?
-No lo hago solo por mí. Es una manera de devolverle al mundo todo lo que me dio. En un museo no todos los podrían ver, lo que hago es para compartirlo. Lo gratificante es que a la gente le gusta.
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