Asumió el poder respaldado por una coalición corrupta. Pero para sorpresa de todos -aliados y adversarios- se atrevió a ejercer la presidencia con transparencia republicana.
El personaje se llamó Roberto Marcelino Ortiz y fue Presidente de la Nación.
Protagonizó una de las más grandes sorpresas de la política argentina.
Y terminó convirtiéndose en una dramática frustración, porque una pena de amor lo llevó a la muerte en la mitad de su mandato.
Así se interrumpió una posibilidad única de terminar con la corrupción política que caracterizó a la llamada Década Infame. Pero injustamente de él no se habla nunca. Quizás porque vivimos sometidos a un presente perpetuo que nos roba el pasado. Y lo peor de todo, nos impide soñar el futuro.
Les anticipo que en esta crónica vamos a meternos en una etapa muy brava: los años del fraude.
Aquellos tiempos en los que se desconocía la voluntad popular y el resultado de las elecciones era adulterado.
Un maestro de la ciencia histórica pedía hechos, no interpretaciones. En mi modesta condición de cronista comparto esa posición.
Para eso -me parece- conviene mirar nuestro pasado sin querer interpretarlo con nuestras ideas de hoy.
Antes que nada, vamos a ubicar a Ortiz en su tiempo.
Estamos hablando de finales de la década del 30 y principios de los 40. Unas pocas pinceladas nos ubicarán en la época:
- En 1936 aparecía la revista Patoruzú.
- En 1937 debutó la orquesta de Aníbal Troilo.
- Ese mismo año, Argentina Sono Film inauguró sus modernísimos estudios en Martínez, donde hoy está Telefé.
- En 1938 salió campeón Independiente, con un tridente ofensivo incomparable: De la Mata, Erico y Sastre.
- También en 1938 Baldomero Fernández Moreno ganó el Premio Nacional de Poesía.
- En 1939 comenzó la Segunda Guerra Mundial.
- En 1941 Homero Manzi compuso “Malena”.
Hijo de Fermín Ortiz, un inmigrante vasco que había hecho fortuna vendiendo aceite, Jaime Gerardo Roberto Marcelino María Ortiz Lizardi -ese era su nombre completo- cursó un par de años en Medicina hasta que un cierre temporario lo obligó a pasarse a la Facultad de Derecho, donde se recibió con muy buenas notas. Rápidamente se hizo conocido en el foro local y durante varios años formó parte del equipo de abogados de los ferrocarriles ingleses. Sin embargo, eso no impidió que cuando años después fue ministro de Obras Públicas, obligase a esas mismas empresas británicas a rebajar el precio de los boletos de tren, al que calificó de “abusivo”.
Esa fue la primera manifestación de independencia de un hombre que era producto de una clase política que despreciaba la democracia y apelaba reiteradamente al fraude como recurso electoral.
Hoy nos parece inconcebible, pero eran las ideas de la época. Atrás había quedado la vigencia de la Ley Sáenz Peña, que había permitido el triunfo de Hipólito Yrigoyen en el ya lejano 1916.
Cuando en 1928 el caudillo radical fue elegido para su segunda presidencia la situación política ya estaba enrarecida. Muy pronto se alzaron las voces que prepararon el ambiente para su derrocamiento.
Déjenme que refresque algunos datos, con fechas, nombres y apellidos.
El 10 de agosto de 1930 se conoció el Manifiesto de las Derechas y de los Socialistas Independientes, que decía: “Es urgente denunciar y cambiar este estado de cosas por una acción parlamentaria y popular concordante, enérgica y patriótica, de todos los hombres que quieran salvar las instituciones democráticas argentinas y evitar la ruina del país.” Firmaban los conservadores Rodolfo Moreno, Antonio Santamarina, Manuel Fresco y los socialistas Federico Pinedo, Héctor González Iramain, Antonio De Tomaso y Augusto Bunge.
Pocos días después, el 21 de agosto, se sumaba el Manifiesto de los Radicales Antipersonalistas, que coincidía y acusaba a Yrigoyen de encabezar “un gobierno sin otra conciencia que la exclusiva de un presidente que todo lo supedita al logro de sus insaciables ambiciones electorales, pretendiendo acaso prolongar el error colectivo del plebiscito con la formación de mayorías ficticias, siempre obsecuentes, que nacen del atropello.”
Como se ve, había unanimidad entre socialistas, conservadores y buena parte del radicalismo. Es que el golpe de estado de José Félix Uriburu del 6 de septiembre de 1930 pareció inevitable y también estuvo avalado por sectores y personajes tan diversos como el diario Crítica, el poeta Leopoldo Lugones o el entonces capitán Juan D. Perón.
Pero el gobierno de facto de Uriburu duró poco. Muchos de quienes lo apoyaron se nuclearon en una alianza política que se llamó la Concordancia.
Y en unas elecciones en las que el radical Marcelo T. de Alvear fue proscripto, la Concordancia llegó al poder llevando como candidato al general Agustín P. Justo, que fue presidente entre 1932 y 1938.
La Concordancia menospreciaba el voto popular, consagrado por la Ley Sáenz Peña. Su consigna central era lo que denominaba el “fraude patriótico”, paradoja idiomática con la que defendía la adulteración sistemática de los resultados electorales.
Y no lo ocultaba, al contrario. Sus principales ideólogos y dirigentes lo sostenían abiertamente, convencidos de la conveniencia de mantener lo que alguna vez había afirmado el propio Uriburu: “El voto secreto es lo que ha permitido el desenfreno demagógico que hemos padecido.”
Por su parte, el historiador Carlos Ibarguren sostenía:
-Las mayorías argentinas, por su reciente incorporación al país, no se han consustanciado con la esencia de la nacionalidad, viven una minoría de edad, son arrastradas por los demagogos, no analizan suficientemente los deberes inherentes a ese derecho que se les ha otorgado y necesitan de una tutela.
¿Por qué hacemos todo este recorrido? Porque este era el ambiente en el que apareció Roberto M. Ortiz.
Esta era su época, así pensaba la clase política de su tiempo.
Y él mismo había crecido en ese mismo sistema. Se había formado en las filas del radicalismo y luego militó en el antipersonalismo. Fue concejal, diputado, ministro de Obras Públicas de Alvear y ministro de Hacienda de Justo.
Otro personaje central de la segunda mitad de la década del 30 fue Manuel Fresco. Fue el gobernador de la provincia de Buenos Aires desde 1936 hasta 1940. Era médico y como tal había prestado servicios en los ferrocarriles ingleses, lo mismo que hizo Ortiz en su condición de abogado.
Pero esa fue la única coincidencia que hubo entre ellos. Porque Fresco era un ferviente defensor del fraude como instrumento político. Propuso eliminar el voto secreto y reemplazarlo por el “voto a la vista”. En uno de sus discursos dijo:
-El fraude impide el regreso de las masas entregadas a la demagogia y el poderío indiscriminado del número.
Mientras tanto, Justo preparaba su sucesión en la Casa Rosada. Y para las elecciones del 5 de septiembre de 1937 la Concordancia participó con la fórmula Roberto M. Ortiz - Ramón A. Castillo. Su oponente fue la UCR, con la fórmula Marcelo T. de Alvear - Enrique Mosca. Ganó la Concordancia, con el 55 por ciento de los votos. Y una vez más, había habido un escandaloso fraude. La manipulación fue vergonzosa y ante la cantidad de personas fallecidas que figuraron como votantes, alguien llegó a decir “la democracia se ha extendido al más allá.”
Así llegó Ortiz a la presidencia, el 20 de febrero de 1938. Pero ya había dejado traslucir que quería terminar con el fraude y restaurar de manera progresiva la transparencia de los comicios.
Ese proposito era muy peligroso.
Su esposa, que se llamaba María Luisa Iribarne y también era descendiente de vascos, se lo había advertido:
-Has hecho mal Roberto en aceptar esto, la presidencia nos matará a los dos…
Ellos eran muy unidos y se amaban profundamente. Vivían en la avenida Callao, cerca de la calle Paraguay, con sus tres hijos y habían superado el drama de la pérdida de otros cuatro descendientes. La cercanía de la confitería El Molino era una tentación para Roberto, que permanentemente encargaba los clásicos merengues con crema y dulce de leche, pese a padecer una preocupante diabetes.
María Luisa trataba de controlar esos desbordes alimenticios, pero finalmente optó por pedir la ayuda de un médico. Así fue que el doctor Pedro Escudero se hizo cargo de esa tarea y le ordenó a Ortiz un severo régimen de comidas, para evitar males mayores.
Las fotos de la época lo muestran a Ortiz erguido y de gran porte en el momento asumir la presidencia. Tenía 52 años y buscaba crear una síntesis entre los conservadores y los radicales. Una caricatura publicada en la portada de la revista Caras y Caretas lo muestra pasándole el plumero a un volumen de la Constitución Nacional que acaba de sacar de un estante, mientras que Justo le advierte:
-Si en el libro que ha sacado / pretende encontrar el modo / de poderlo arreglar todo / ¡está usted bien arreglado!
El primer desafío se le presentó cuando hubo elecciones en Catamarca, el 3 de diciembre de 1939. Una vez más el fraude fue vergonzoso, escandaloso. Se iniciaron negociaciones desde el Poder Ejecutivo para que se realizara otra vez el comicio, pero sin éxito. Entonces el presidente Ortiz dispuso la intervención de la provincia catamarqueña.
Allí se desató la batalla política contra Ortiz. Su propio compañero de fórmula, el vicepresidente Ramón Castillo, era catamarqueño y estaba vinculado a la clase política fraudulenta que gobernaba en esa provincia. Se hizo solidario con sus comprovincianos, mientras que los diputados del bloque de la Concordancia -que había llevado a Ortiz a la presidencia- dieron a conocer un comunicado en el que acusaron al presidente de haber cometido “un error gravísimo”.
Pero lo peor estaba por ocurrir.
Y fue en la provincia de Buenos Aires, donde iban a realizarse las elecciones para elegir al sucesor de Manuel Fresco. El poderoso gobernador había realizado muchas obras públicas y estaba rodeado de un eficaz gabinete, en el que se destacaba Roberto Noble, que era su ministro de gobierno y que en 1945 habría de fundar el diario Clarín.
Fresco, que simpatizaba con el fascismo, creía rotundamente en las bondades del fraude. Su candidato era Alberto Barceló, varias veces intendente de Avellaneda, distrito en el que el juego y la prostitución eran prácticas que se desarrollaban sin mayores impedimentos.
Las elecciones en la provincia de Buenos Aires se realizaron el 25 de febrero de 1940. En los primeros días, el escrutinio marcaba la ventaja de Obdulio Siri, el candidato radical, por una gran diferencia. Pero el 6 de marzo se anunció un sorprendente cambio en los resultados y como clara consecuencia del fraude Barceló resultaba electo.
Fue entonces que el presidente Roberto Ortiz tomó una de las medidas más valientes de la historia política argentina: el 7 de marzo de 1940 decretó la intervención de la provincia de Buenos Aires. De ese modo desarticuló el andamiaje del fraude y la corrupción que había sido el símbolo de la Década Infame.
El país empezó a vivir una nueva etapa. Alvear y los radicales apoyaron inmediatamente a Ortiz, porque se recuperaba el valor de la añorada Ley Sáenz Peña y el respeto por el voto popular. El mismo general Justo evitó oponerse a la caída de Fresco, porque de algún modo desaparecía todo resabio de la mentalidad corporativista del 30.
Un nuevo acuerdo político, de talante democrático, comenzaba a gestarse en la Argentina.
Pero como si se cumpliera un inevitable y desgraciado karma, el país vio como esa oportunidad se hizo trizas: repentinamente, un mes después, murió María Luisa, la esposa del presidente.
Ortiz se derrumbó anímicamente. Se recluyo en la residencia presidencial, en la calle Suipacha casi Santa Fe, donde hoy tiene su sede el Episcopado Nacional. Durante semanas lloró su pena, solo, inconsolable. Y al mismo tiempo, abatido y sin la amorosa tutela conyugal, abandonó el control de sus comidas. La consecuencia fue una recaída de su diabetes, lo que le provocó una retinopatía descontrolada. En otras palabras, Ortiz se estaba quedando ciego.
No tuvo más alternativas que delegar el mando en el vicepresidente Ramón Castillo, que inocultablemente se había convertido en su enemigo político.
Al mismo tiempo estallaba un escándalo político, por la venta de los terrenos de El Palomar destinados a la ampliación del Colegio Militar. Dos comisionistas habían comprado esas tierras a unas señoras mayores y luego se las vendieron al Estado con un sobreprecio que les deparó una ganancia millonaria. Hubo muchos políticos involucrados y el diputado radical César Guillot se suicidó cuando se descubrió el negociado. El propio ministro de Guerra, el general Carlos Márquez, fue acusado. Y ante la sospecha de deshonestidad de un integrante de su gabinete, Ortiz presentó su renuncia ante el Congreso:
-He creído un ineludible deber de conciencia devolver el poder que me confirió el pueblo, pues prefiero ser un ciudadano con dignidad que un presidente tildado de no haber cumplido con las más delicadas obligaciones de su cargo.
La renuncia fue rechazada por unanimidad. Ortiz siguió siendo presidente, pero su investidura era una simple formalidad porque la enfermedad avanzaba y él seguía recluido en su residencia. Castillo estaba al frente del Poder Ejecutivo y las viejas consignas de la Concordancia recuperaban terreno.
Así pasaron muchos meses, casi dos años. Hasta que merced a una gestión personal de un hijo de Ortiz, el presidente Franklin Roosevelt envió a Buenos Aires al eminente oftalmólogo español Ramón Castroviejo, que estaba radicado en los Estados Unidos. La posibilidad de hacerle un trasplante de córneas al presidente argentino había despertado una enorme expectativa.
Desde su llegada al país, el 11 de mayo de 1942, el joven Castroviejo -una eminencia mundial de 37 años de edad- se vio envuelto en una increíble trama que quizás alguna vez sea narrada en una miniserie. Reuniones, presiones, celos profesionales, operaciones políticas a través de los diarios, intereses económicos y envidias políticas, todo se desató con el trasfondo del avance de la enfermedad del paciente.
Hasta que el 18 de junio Castroviejo le comunicó a Ortiz que ya era tarde y que no se podía hacer nada. Y al día siguiente regresó a su país.
El 22 de junio Roosevelt le envió un telegrama a Ortiz, en el que lo invitó a viajar a Estados Unidos para tratarse allí. Pero el todavía presidente argentino entendió que no quedaban alternativas.
Ese mismo día renunció a su cargo:
-Si he conservado mi investidura durante estos dos largos años ha sido porque tenía el convencimiento de que no estaban agotados los recursos para aliviar mi organismo, quebrantado por una larga dolencia. Dios no lo ha querido y acato su voluntad.
Y agregó lo que sin duda es su testamento político:
-Pretendo haber hecho honor a mi promesa de restablecer las libertades públicas, de retornar a la verdad y pureza electoral y contribuir a la vida institucional de la Nación.
Murió pocos días después, el 15 de julio de 1942.
El historiador norteamericano Robert Potash dijo de él:
- A pesar de las circunstancias de su elección, el presidente Ortiz no estaba contento con ser el ejecutor de las ambiciones de Justo. Aspiraba más bien a imitar a un predecesor más distante, Roque Sáenz Peña, que utilizó la autoridad derivada de una elección fraudulenta para garantizar la honestidad de las futuras elecciones.
Fue un presidente desprestigiado que tuvo el coraje de torcer el rumbo.
La Argentina -empeñada en repetir viejos errores- todavía no ha podido aprovechar su ejemplo.
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