En Colonia Castex, un poblado rural en la provincia de La Pampa, comparten clientela la Francesa, la Julia y el Ñato. Los prostíbulos, a comienzos del siglo XX, simulan ser espacios de socialización. No son clubes, pero se baila. No son sociedades de fomento, pero la cultura brota. No son casas de apuestas, pero se juega. No son bares, pero sirven tragos. Son burdeles: las orquestas tocan y los hombres pagan por bailar con mujeres. Él tiene 24 años. Es un joven ávido. “Bailarín sagaz, desafiante y mujeriego”, describirá León Gieco en la canción Bandidos rurales que lanzará en otro milenio. Allí donde los anarquistas le enseñan los dogmas de la explotación del hombre, también conoce el amor y el peligro.
No es alto: tiene una contextura menuda, el pelo más rubio que castaño, la tez blanca, los ojos claros. Baila con hidalguía, toca la guitarra, canta. Viste como un gaucho típico: chambergo y camisa negra, pañuelo blanco al cuello, bombacha de campo gris y botas o alpargatas negras. En sus brazos se distinguen dos tatuajes: la silueta de una mujer en el derecho, un triángulo que guarda en su interior el número trece y sus iniciales. Es, sin pretenderlo, un galán. Las leyendas, las que de él abundan, hablan también de una mirada penetrante. Es codiciado por las mujeres y celado por los desgraciados hombres no correspondidos. “Raya al medio con pañuelo / tatuaje en la piel / quedó fuera de la ley, quedó fuera de la ley”, anticipará Gieco en su letra.
Enamora y se enamora de “la” Dora, una prostituta de los burdeles a los que acudía cuando no mezcla sus ideas en los comités y sus monedas en las casas de juego. Novios, amantes o lo que sea, sienten atracción mutua. No esconden sus impulsos. Los hacen públicos. Esos rasgos de pasión se convierten en una perdición o, bien, el canal de idealización de su emergente “bandolerismo social”. Hay en Castex un cabo de policía que también prefiere a Dora. Elías “el Turco” Farach no tolera la inclinación de la joven por el gaucho. La impotencia lo ciega, lo enferma. El hostigamiento es atroz, inescrupuloso. Lo cuenta mejor Gieco: “Se enamoró de la mujer que pretendía un policía / lo golpeó, lo puso preso un tal Farach Elías / ‘Andate de Castex -le dijo-. Aquí tenemos leyes’ / Corría el año 1919”.
El cabo lo amenaza. Lo intima a que deje de ver a la bailarina. Él lo ignora. La ira es tal que el policía decide encerrarlo en un calabozo. Lo desnuda, le pega con un rebenque, lo tortura. Hay quienes dicen que convoca a Dora para que presenciara el ultraje. Lo intima a que abandone el pueblo si es que quiere seguir vivo. El gaucho se va. En realidad se oculta, por miedo y por estrategia. Sus heridas se curan. Su orgullo no. El andar campante y presumido del cabo lo impulsan a recuperar su integridad. Audaz y temerario, se deja ver en sus lugares habituales. El ruido de su regreso circula por las calles con voracidad.
Es el mediodía del 4 de noviembre de 1919. Farach se entera del acto de insurrección y lo busca para ejecutar su advertencia. Él está esperándolo en una casa de comida llamada “La colonia”. Lo acompaña un amigo. El cabo llega impetuoso: quiere llevárselo detenido de nuevo, torturarlo de nuevo, matarlo. El acusado se resiste, imprudente, y entre sus prendas saca un arma. Un disparo. Dos, tres. El policía cae muerto. El pueblo queda aturdido, inmóvil. Gieco cantará en 2001: “Antes de irse, fue al boliche a verlo al fulano / Con un 450 belga, revólver en mano / Le agujereó el cuello y lo dejó tirado ahí / Ahora sí fuera de la ley, ahora sí fuera de la ley”. Ahora sí, Juan Bautista Vairoleto huye con su caballo y su mito a cuestas.
La historia argentina lo recuerda “el Robin Hood de las Pampas”, “el Robin Hood criollo”. Los documentos judiciales lo descubren como Vairoleto o Vairoletto. Los textos posteriores también lo nombran Bairoleto y Bairoletto. Él, en su vida errante, se hizo llamar José Ortega, Francisco Bravo, Marcelino Sánchez o Martín Mirando. También es conocido como “el pampeano”, “Atila de La Pampa” y “San Bautista Bairoletto”. Un hombre con tantos nombres y seudónimos, musa de canciones, obras de teatro, películas, poemas y libros, tiene una vida que contar. Una vida enraizada en la cultura popular: en Mendoza, por ejemplo, a los niños que se portan mal les dicen “no te hagas el Vairoleto”.
Vairoleto es el apellido de Vittorio, un inmigrante italiano que se radicó en Cañada Rosquín, Santa Fe, por el 1900. Con Teresa Bondino, otra inmigrante de la región piamontés, tuvieron seis hijos. El quinto fue Juan Bautista: nació el 11 de noviembre de 1894. Eran parte de un experimento social, el fenómeno demográfico del interior del país: comerciantes de tierras seduciendo a colonos extranjeros para trabajar las llanuras. “A medida que irá creciendo la estancia ganadera asentada en grandes latifundios, se irá consolidando el sistema de ‘colonias’ para poblar y sobre todo explotar las áreas fértiles impulsado por capitales europeos interesados primordialmente en la exportación. Así, algunos propietarios directamente, y otros en convenio con las sociedades de colonización arrendaron sus propiedades a numerosos contingentes provenientes de la provincia de Santa Fe, de Buenos Aires e incluso de Europa; principalmente de italianos”, apunta el proyecto académico “Vairoleto: El Bandido Santo”, del departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata, redactado por Yésica Signorelli y Lorena Bustamante.
Se cría en un contexto de profunda desigualdad social. Su familia apenas subsiste. Los contratos son deplorables: restringen la siembra únicamente al trigo y prohíben la cría de gallinas y la tenencia de más de dos vacas. “Juan Bautista era un niño de pelo claro y ojos azules, vivaz e inteligente, un poco más travieso que los otros. Le gustaba mucho dibujar y aprendió rápido a leer y escribir. Cuando iba a tercer grado ganó un certamen de lectura y el premio fue un libro que lo fascinó, el Martín Fierro de Hernández. En aquellas aulas pudo cursar hasta quinto grado”, escribió el historiador pampeano Hugo Horacio Chumbita en su libro Última frontera, vida y leyenda de Juan Vairoleto.
Teresa, su madre, muere la mañana del 6 de mayo de 1907. Juan tiene doce años y ya había dejado el colegio. La familia se había establecido en Ítalo, ciudad cordobesa punta de rieles de tren en la inauguración de un nuevo tramo del ferrocarril que avanzaba desde la ciudad santafesina de Rufino hacia el suroeste. Francisco Alcante, un arriero amigo de Vittorio, adopta como ahijado a Juan Bautista. Es un niño campesino que se hace baqueano. Su padrino le enseña a trenzar una soga, a blandir el arreador, a entender a los caballos. “a amaestrarlos para responderle en cualquier maniobra y circunstancia -enumera Chumbita-, a conocer sus cualidades a simple vista y a definir los innumerables matices del color de su pelaje. Lo adiestró para tirar las boleadoras y manejar el arreador y el lazo en todas sus variantes, tiro derecho, a la cruzada, por sobre el brazo, de revés, de codo vuelto, pasar sobre el brinco, enlazar de payanca y en cadena. Lo aleccionó para atender los chistidos de la lechuza, el rodeo de los aguiluchos o las apariciones de los peludos, y le reveló, por ejemplo, que cuando el sol se pone tiñendo el cielo de rojo amanecerá con viento, cuando el gallo canta a primera hora de la noche anuncia niebla, cuando el zorrino se muda de día llevando la cría viene un temporal, y si la hacienda da culata a la lluvia y el ventarrón es porque seguirá la tempestad”. Le enseña, en definitiva, los secretos, los atajos, los misterios de los campos y los caminos. Le servirán después.
Al año siguiente, en 1908, un agrimensor de la gran ciudad lotea tierras en la llanura pampeana, lares salvajes que habían sido conquistados por los ferrocarriles sud y oeste de capital británico con el propósito de transportar el grano a los puertos. Es Eduardo Castex quien le dio nombre a Colonia Castex, la tierra prometida de la familia Vairoleto. Vittorio arrienda un terreno de casi 400 hectáreas del lote 22, tres leguas al norte de la estación, a la vera de los caldenares de la “isleta” del Monte Nievas. “Parte del campo de los Vairoleto era monte de caldén, pero era buena tierra negra para cultivar. La familia entera trabajó para poner en producción la chacra, levantando la casa de adobe y chapas, cavando pozos de agua, limpiando el terreno, alambrando y haciendo cercos. Algunos materiales los proveía la compañía, y se cargaban en una cuenta. No les reconocían compensación por las mejoras, así que todo era precario. Hasta el número de vacas o cerdos que podían tener estaba reglamentado para que no excediera el mínimo de consumo familiar”, describió el historiador.
Juan trabaja en un almacén. Antes o después, también es mozo, changarín, cuidador de plaza, alambrador, comerciante. Un joven próspero de no haber sido hijo de inmigrantes rurales de comienzos de siglo. En 1915 cumple con el servicio militar en el Regimiento 2 de Lanceros del arma de Caballería en Ciudadela. Cuatro años después conoce en un prostíbulo el amor de Dora y la impunidad del cabo Farasch. Enamora a la prostituta y despierta la envidia del policía. Lo torturan y le prohíben amar. Es común que suceda. La excepción es la rebeldía, la insurrección.
“Soy un admirador de Vairoleto no porque sea mi abuelo, sino por lo que hizo, por lo que representó”, dice Fabio Erreguerena, nieto del hombre y el mito, también sociólogo y Doctor en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo. “Yo estudié sociología para estudiar a mi abuelo. Cuando estaba en la secundaria, le hice una consulta a la orientadora vocacional. Le conté que tenía un abuelo que había sido muy conocido en el pasado. Yo quería saber qué carreras me daban más herramientas para poder entenderlo. Me recomendó historia o sociología”. A veces, cuando repasa la vida de su abuelo, le parece que está contando un cuento. A su mamá Juana, en cambio, la fábula alrededor de Juan Bautista Vairoleto no le simpatizaba: Erreguerena sabe que a ella le hubiese gustado más tener un padre que ser la hija de una leyenda mitológica.
“Vairoleto es hijo de su tiempo”, resume Erreguerena. “Ese tipo de gente vivía en la más absoluta indefensión. Era la época del caballo del comisario: no había justicia, la policía era absolutamente discrecional, el Estado no llegaba, no había leyes que los protegieran”. Vairoleto ha matado a un policía a sangre fría enfrente de todos. Tiene que huir. Los persiguen tres oficiales y el auto Ford TT cedido por un hacendado. Se esconde primero en los ranchos de su hermano Simón, confunde a un tenaz policía y escapa al galope hacia las profundidades de los montes y los rincones de las chacras de los campesinos que le dan cobijo porque saben la historia completa de Dora y Farasch.
Castex tiene tierras fértiles, prostíbulos, comercios de ramos generales, montes y la “policía brava”, una institución que aplica la ley sin protocolos ni miramientos, con arbitrariedad y descaro. Vairoleto se refugia en el monte de caldenes. Alcante, el arriero, su padrino, le había enseñado todo. Los forajidos y desamparados como él sobreviven en los bosques del árbol endémico de la Argentina y símbolo de la geografía cultural pampeana. Dispone del calor por la provisión de leña y del alimento por la caza de animales salvajes. Las estrellas lo ubican, la vegetación lo camufla, los pobladores lo asisten cómplices. Pero él no se asume un asesino: había matado al cabo para no volver a ser víctima de los abusos y las torturas. La leyenda dice que rechaza una propuesta económica para matar a dos políticos del pueblo. No quiere seguir escondiéndose.
Vittoro muere el 12 de diciembre de 1919. Juan, un prófugo que vive en la clandestinidad del monte, es intensamente buscado por la policía. Su ética lo confronta: no puede ausentarse al sepelio de su padre. La policía monta un operativo señuelo. Pero la familia pospone el entierro y lo desdobla por días. La ceremonia se llena de familiares y curiosos. El pueblo, en solidaridad con él y en plan fisgón, hace bulto. Una mujer vestida de largo luto, con un bebé en brazos y un niño sujeto a su falda, llora frente a la tumba durante horas. Es él y ha engañado una vez más a los policías opresores. Los mitos rurales no cuestionan la veracidad del cuento: lo prefieren así, idealizado.
Cinco meses después, Vairoleto cae. En verdad, negocia un acuerdo: una entrega voluntaria a cambio de la garantía de que no lo mataran. Desea someterse a un juicio justo y purgar su pena en prisión para dejar de huir: ha vuelto a la ley. Es trasladado a una cárcel inhóspita de Santa Rosa, La Pampa. El proceso se extiende trece meses. El primer día de julio de 1921, el juez Rafael Allende ratifica la exención de condena y el sobreseimiento. El fiscal Sixto Rodríguez expuso: “No siempre la policía es prudente al intervenir, y si estaban ambos enemistados, el ataque del que fuera objeto el procesado ha sido capaz de producir la reacción que ocurrió. No encuentro que haya exceso en la defensa si la víctima hizo ademán de sacar un arma. La actitud de la víctima, en consecuencia, justifica la acción del procesado. Está exento de pena en cuanto al hecho, no así por haberlo ocultado, pena que, sin embargo, ha cumplido en exceso. Corresponde sobreseer”.
Vuelve, con ínfulas de héroe, a Castex, a su casa, al prostíbulo, a Dora. Pero él y las cosas ya no son las mismas. La cárcel lo había endurecido. La bailarina está en pareja. Su fama lo condiciona. No tiene plata ni trabajo. Sus vínculos en los comités partidarios le proporcionan tanta seguridad como señalamientos. Acepta un empleo como matón de un partido político, lo que activa la persecución opositora. Lo acusan de robos, de agresiones. Lo meten de nuevo en la cárcel. Lo sacan, lo vuelven a meter. Se cansa. Se va. Huye de Castex.
Primero Victorica, después Telen. Más tarde, otra vez la cárcel por la acusación de un robo a un comercio. Una causa, tal vez, armada por la víctima y desarmada por un comisario amigo le consume un año de su vida en la misma prisión de Santa Rosa. Tras su liberación, la confirmación de que le depararía una vida errante, fuera de la ley, sin rancho, sin patrones. “En el monte pampeano siembra el mito con toda su fuerza. Nuestro oeste es el territorio de frontera, es el lugar de divorcio y de encuentro, de interacción de dos mundos, el pasado y el presente, la civilización y la barbarie, el campo y la ciudad”, reflexionó el historiador local Chumbita.
Lo que pasará después es la construcción del Vairoleto mito: el ladrón noble, el “Robin Hood de las Pampas”. Sus primeros robos sirvieron para subsistir. Los siguientes fueron para congraciarse con su gente. Su nieto, el sociólogo Erreguerena, describe el contexto precapitalista de los medios de producción: “Estaba desapareciendo el gaucho original producto de la propiedad privada y el avance del capitalismo. Estos bandoleros sociales eran entendidos como los representantes de esos gauchos, que eran famosos por su rebeldía, por su dignidad, frente a una autoridad que no tenía frenos ni control, que se caracterizaba por constantes excesos, sobre todo en ámbitos campesinos. Estas personas no doblaron la espalda y tuvieron la dignidad para enfrentarse al poderoso: al aparato del Estado, la policía, los jueces”.
Sus anécdotas, promovidas por las canciones, los poemas, los libros y las fantasías de los pobladores, construyen una vida inmaculada, maquillada de inocencia. Las versiones permiten corregir o difuminar sus delitos: convierten sus crímenes en ajusticiamientos. Sus muertes no eran de él, sino de sus cómplices. La realidad se confunde en los pliegos de su historia. Usaba un Winchester y un Colt. Dicen que era un eximio tirador. Asaltaba almacenes de ramos generales, estancias, haciendas, pagadores. Dicen que le robó comida, dinero y ropa a un almacenero del campo “el Destino” de Winifreda que se quedaba con plata de sus vecinos, que robó para ayudarle a un campesino a no perder su tambo en manos de un terrateniente. Dicen que le regaló un caballo a un niño para que dejara de caminar kilómetros hacia la escuela. Dicen que ayudó a un productor humilde hostigado por un prestamista. Dicen que no era codicioso, que viajaba con lo puesto, que robaba para compartir. Su guarida era la intemperie de los campos o los ranchos de los indios, los arrieros, los peones, sus confidentes. Dicen que también era un curandero con designios divinos: los animales “bichados” sanaban cuando les hablaba. Era admirado por su don de dignidad. Los desdichados lo premiaban por su rebeldía con comida, abrigo, hospedaje.
“Simbolizó con sus andanzas y gestos románticos la continuación de la rebeldía tradicional de los gauchos. Fue un héroe para los chacareros y los peones de la pampa seca, los hachadores del monte, los puesteros de las travesías y los paisanos indios de la meseta”, apuntó Chumbita en su libro. “Eran actos ilegales para la legalidad formal pero que el pueblo avalaba explícita o implícitamente. Esa admiración hacia el bandolero, hacia un conjunto de conductas penadas por la ley, lo convirtieron en alguien social. Era su revancha: ‘vos conmigo podés, pero con Vairoleto no’. Ese público los protegió, le daba caballos para que continuara su fuga, le daba cobija en su rancho, le daba comida. Estaba orgulloso de esa ayuda y lo contaba, lo amplificaba. E incluso, muchas veces, lo inventaba. La gente se apropiaba del mito y quería participar de su protección”, repasa Erreguerena.
Había dejado de ser un bandolero del oeste pampeano. Lo perseguían policías de Chaco, Mendoza, Río Negro, La Pampa, Neuquén y San Luis. No quería volver a la cárcel. Era un justiciero fuera de la ley. Se convirtió en un forajido devenido a santo. Sobrevivía en la clandestinidad, entraba y salía, llegaba y se iba, duraba poco en cada pueblo. Era un nómade por obligación. “Vivía en complicidad con los campesinos; ya que al igual que él, repudiaban a la policía de aquellos tiempos por los excesos que cometían. Se dice, también, que respetaba a los viajantes de comercio por considerar justo y sacrificado su trabajo: cuando éstos atravesaban su dominio él les pedía una ‘contribución voluntaria’ y los dejaba seguir viaje. Un hombre así será ayudado por todos, y cada uno: es considerado como un agente de la justicia e incluso un restaurador de la ética y a menudo él mismo se consideraba así”, repasa el trabajo “Vairoleto: El Bandido Santo” de la Universidad Nacional de La Plata.
Era un fantasma con connivencia popular. En la década del treinta, la policía lo hacía responsable de todos los asaltos y los crímenes. A los campesinos los invitaba a rebelarse. Sus vínculos anarquistas lo habían convencido: criticaba el sometimiento, la explotación, alimentaba los aires de alzamiento. Era un revolucionario de su época. “Que hoy, a ochenta años de su muerte, todavía lo recordemos solo es explicable en el contexto en el que se desenvolvió: una Argentina en tránsito de una forma de producción típicamente feudal hacia la modernización. Lo que hizo Vairoleto es expresar ese malestar social: no había otros canales orgánicos por dónde transmitir su disconformidad y su rebeldía. Manifestó esa situación de injusticia, de destrato que había en el campo a comienzos del siglo pasado, cuando no había partidos de representación política. De hecho cuando empiezan a haber, el bandolerismo social desaparece”.
Y Vairoleto desaparece de su marginalidad en 1939. Estaba en pareja con Telma Cevallos, la hija de un matrimonio de campesinos protectores del bandolero en General Alvear, Mendoza. Se conocieron cuando él tenía casi cuarenta años y ella, 25. Quería establecerse, retirarse, volver a ser anónimo, volver a trabajar la tierra, dejar de huir, dejar de ser perseguido. El 29 de febrero del ‘39 nació Juana, su primera hija. Construyeron un rancho en la localidad de San Pedro del Atuel en un predio de diez hectáreas que obtuvo por intercambio de una serie de favores. El 28 de julio del año siguiente nació Elsa, su segunda hija. Ya no era Vairoleto. Se hacía llamar Francisco Bravo. Creía que viviría una vida mansa cosechando papas, zapallos y tomates. Pero se equivocó: pudo torcer su historia, pero no la de los otros.
Había conocido a Vicente Gascón, alias “el Ñato”, en sus andanzas por los poblados de La Pampa en 1927. Se cree que era un delincuente despiadado, frío, sin escrúpulos. La policía lo detuvo en una situación fortuita. Era otro prófugo. Lo encarcelaron, lo torturaron y lo usaron para acercarse a Vairoleto. Le propusieron su vida a cambio de la de él. La traición se capitalizó la madrugada del 14 de septiembre de 1941. Guiados por “el Ñato”, el operativo policial rodeó el rancho del forajido. Los ruidos lo alarmaron. Había prometido no volver a ser agarrado con vida.
“Vairoleto tiene una muerte abrupta. En una redada, él se suicida. No lo mata la policía. La gente construye las historias a su gusto y las propaga. Son típicas las historias que aumentan sus virtudes: su infalibilidad para disparar, sus habilidades ecuestres, su manejo con el caballo, los asaltos en simultáneo. Hay una mezcla de verdad y de no verdad. Incluso la mentira tiene un efecto interesante: no es mentir con maldad, es exagerar, es darle más poder al mito”, expresa Fabio Erreguerena, hijo de Juana Vairoleto y uno de los nueve nietos del último gaucho alzado. Lo describe Gieco en una estrofa de su canción homenaje al bandolero social: “Vairoleto cae en Colonia San Pedro de Atuel / el ultimo balazo se lo pega él / Vicente Gascón, gallego de 62 / con su vida en Pico pagó aquella traición / Sol, arena y soledad, cementerio de Alvear / en su tumba hay flores, velas y placas de metal / El ultimo romántico lo llora Telma, su mujer / muere fuera de la ley, muere fuera de la ley”.
Vairoleto y sus modificaciones gramaticales (”b” larga y doble “t”) inspiraron calles, comercios, festivales, vinos, hosterías, predios, canciones, poemas, obras de teatro, películas, documentales, un patio cultural en Chacharramendi, una historieta en la revista Fierro, una cervecería en Mendoza, una hamburguesería en Mar de las Pampas que apela al hashtag “la más buscada”. En Santa Isabel, La Pampa, inauguraron hace dos años un monumento en su honor. Lleva la bandera argentina, monta un caballo que salta un alambrado, mira hacia la tierra batida, encara hacia el río Atuel de Algarrobo del Águila, hacia sus huellas.
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