A orillas del Río Paraná el viento sopla fuerte, pero eso no sería un problema. El nivel del agua registra niveles bajos, lo que dificulta la tarea de cualquier deportista que quiera nadarlo. A eso se le suma la distancia: 21 kilómetros para llegar hasta la meta.
- Suena complejo, ¿lo pensás hacer igual?
- Lo voy a intentar. No importa cuánto tarde, solo quiero tocar la otra orilla.
Sabe a utopía para Anila Rindlisbacher. Entrena desde mayo para una competencia de aguas abiertas que se realizará en 2022. No es nadadora de élite. Tampoco tuvo un vínculo cercano con el agua. Al contrario, la natación fue su salvavidas, la solución que encontró para sortear un extraño problema de salud.
Estuvo seis años en cama, en un larga internación domiciliaria, sin hablar, con dificultad para comer y dormir. Debió dejar su carrera profesional. Llegó a pesar 45 kilos. Ahora, a sus 50 años, quiere demostrar que no hay imposibles.
Nació en Monte Caseros, Corrientes. Al terminar el colegio secundario se mudó a Rosario, Santa Fe, para estudiar la licenciatura en marketing. Título en mano se lanzó a emprender. “A los 23 años di mis primeros pasos en el marketing promocional, era un boom de los noventa. Monté mi empresa”, le cuenta a Infobae.
Nunca frenó. “Me gustaba lo que hacía, lo hacía bien, tenía una empresa competitiva”, agrega. De a poco se expandió por todo el país. En paralelo, conoció a su marido, se casaron y proyectaron una vida en pareja juntos. “Mi vida era muy activa entre la oficina, aviones y reuniones con empresas importantes”, destaca. Con 36 años, tenía un emprendimiento consolidado.
En plena actividad todo cambió. Un día como cualquiera debió retirarse antes de tiempo de una reunión laboral porque no se encontraba bien. Ya había amanecido con un malestar en el pecho, no le hizo caso y siguió. “De la nada empecé a sentir dificultad para respirar y después me quedé afónica”, relata. “Nunca había sentido nada parecido. Me fui a casa, luego acudí a una guardia y me dijeron que tenía broncoespasmo. Nada grave”.
Los días siguieron y Anila no mejoraba: “El cuadro empeoró. Volví al médico, que me recetó desinflamatorios para mis problemas respiratorios”. La situación se extendió por semanas. Hasta que jamás recuperó su voz. “Ya estaba desesperada, no lograba mantenerme activa ni descansar bien. Era imposible tener un vida normal”.
Su rutina diaria se centró en visitas médicas, entre consultorios de todas las especialidades: otorrinolaringología, neumología y un sinfín de médicos clínicos. “Todos me trataban los síntomas que presentaba, sin encontrarme causa. No tenían idea de lo que me pasaba”.
A los tres meses del primer episodio, Anila debió cerrar su empresa que había fundado con apenas 23 años. “Fue un golpe anímico durísimo porque estaba encaminada profesionalmente, y había montado mi lugar en el mercado después de largos años de esfuerzo”, se lamenta. Pero su salud le impedía hacer las tareas, así que indemnizó a sus empleados y se dedicó a tratar de recuperarse.
Fueron seis interminables años en cama, visitando a centros médicos, sometiéndose a estudios invasivos para encontrar respuestas. La trataron como asmática, le indicaron el uso de barbijo, se tuvo que deshacer de alfombras y cortinas y montar un hospital en su casa. “Viví aislada, en una especie de internación domiciliaria. Me la pasaba leyendo para matar el tiempo, y a la vez para encontrar la solución a lo que me aquejaba. Estaba segura de que lo que sufría tenía un nombre. Solo quería encontrar el diagnóstico”.
Su día a día variaba según los síntomas. “Me incomodaba que me viniera a visitar, porque no podía hablar, escuchaba lo que me contaban y cuando podía respondía con señas o escribiendo”, recuerda con dolor.
El marido de Anila no solo fue el sostén económico del hogar, sino el gran apoyo emocional. La acompañó en cada visita médica, y se encargaba de la comunicación ya que su mujer no podía comunicarse verbalmente. Frente a la angustia, la impotencia de no conocer su diagnóstico y su salud deteriorada, Anila se consumió, y se fue apagando.
No bajaba los brazos, y siempre consultaba con nuevos especialistas. Iba con sus estudios en busca de una solución. “Marco cita con un neumonólogo. Viajó a Buenos Aires. Le entregué el historial clínico y sin mirarme a los ojos, me dice ‘esto no tiene cura’. Me desgarré por dentro, por la falta de empatía pero a la vez por no poder responderle”.
El diagnóstico
Todo el entorno de Anila estaba al tanto de su salud, aunque no tenían contacto directo con ella porque estaba en confinamiento. “Un amigo de mi marido le sugirió ir a ver a la doctora Liliana Bezrodnik, una inmunóloga que atendía en Capital Federal”. Un médico más para visitar. Hacia allí fue. “Llegué al consultorio con mi barbijo y eran solo niños. Eso me llamó la atención. Tuve la consulta, le mostré mi historia clínica. Me pidió otros estudios específicos y a la semana le puso nombre y apellido a este dolor de años”.
Inmunodeficiencias primarias (IDP), o también denominada trastornos inmunitarios primarios. Una enfermedad poco estudiada, pero además considerada rara, que debilita el sistema inmunitario, lo que concede el avance de infecciones generalizadas. Es genética y generalmente se detecta a temprana edad. Aunque a Anila se le manifestó a los 36 años.
“Sentí un alivio -rememora-. Había encontrado la respuesta que tanto buscaba”. A partir de ahí empezó el tratamiento con una medicación diaria. A los meses recuperó algo de su voz y varias molestias desaparecieron. Sin embargo, recién a partir del tercer año de atención logró recuperar calidad de vida.
A Anila le dolía la cintura, entre otras cosas. Era un malestar lógico por permanecer tanto tiempo recostada. “No le di bolilla porque estaba pendiente de mis problemas respiratorios. Ni bien me mejoré fui a ver un traumatólogo, que me dijo lo obvio: tenía lumbalgia por el sedentarismo y me recomendó nadar”.
Brazadas de libertad
“Nadé unos metros, no recuerdo cuántos, pero me di cuenta enseguida que no me costaba. Me sentía bien en el agua, me gustaba”, admite. Así estuvo un par de semanas. Hasta que se animó a tomar clases. “Me acompañó mi marido porque le tenía que explicar al profesor mi condición, ya que todavía hablaba poco”.
No solo se sintió mejor anímicamente, sino que también reconocía que había recuperado el entusiasmo por algo: nadar le aliviaba los síntomas crónicos como sus sinusitis y la disfonía.
Convencida de que podía lograrlo, en febrero de 2018 se animó a participar en una competencia de aguas abiertas en el lago de Federación, Entre Ríos. “Eran apenas 2,5 kilómetros pero en aguas abiertas. Se lo conté al profesor y me dijo que no lo hiciera. Una kamikaze. Nadé lento, pausado, tragué un poco de agua y llegué a la meta. En cada brazada, sentí que le daba un cachetazo a la enfermedad, que me iba liberando de ella”.
Fue la prueba que necesitó para convencerse de que era capaz. Después vinieron otras carreras. Una de las más importantes se llevó a cabo el 29 de febrero de 2019, donde logró unir a nado Uruguay y Argentina. Fueron cinco kilómetros de pura adrenalina y disfrute.
Con la pandemia debió poner en pausa la actividad, lo que para Anila representó una recaída de su enfermedad y una disminución en su calidad de vida. Muchos de sus síntomas reaparecieron. Una vez que rehabilitaron la apertura de las piscinas, regresó a nadar y a sanar.
La próxima brazada
Ambiciosa, se prepara para el siguiente reto. 21 kilómetros sobre el río Paraná. Tiene una rutina activa, de lunes a sábados, armada por su coach, Pablo Testa, uno de los mejores entrenadores de aguas abiertas de la Argentina .
“Ahora que soy libre, nado por la vida”, admite. No solo la de ella, sino la de otros pacientes con IDP. En cada carrera en el agua busca concientizar y difundir. Se sumó a la iniciativa Alas, una organización abocada a la causa, presente en toda Latinoamérica. “Si yo pude, ¿quién no puede?”, reflexiona.
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