La última vez que Ada Rizzardo y Elías Morales vieron con vida a su hija María Soledad fue la noche del viernes 7 de septiembre de 1990, cuando la joven de 17 años se despidió de ellos para ir a una fiesta en la discoteca Le Feu Rouge, de San Fernando del Valle de Catamarca, la ciudad en la que vivían.
Para María Soledad y sus compañeros de quinto año del Colegio del Carmen y San José se trataba de una fiesta diferente: la habían organizado con el objetivo de recaudar fondos para su viaje de egresados.
Los padres de María Soledad sabían que no volvería a su casa esa noche. Le habían dado permiso para, después de terminada la fiesta, ir a dormir a la casa de una compañera de colegio. Les dijo que dormiría hasta tarde y que volvería alrededor de las cuatro de la tarde del día siguiente.
No volvió. Una cuadrilla de trabajadores de Vialidad Nacional encontró su cadáver –en realidad el de una joven desconocida– el lunes 10 a las 9.30 de la mañana a la vera de la Ruta 38 a unos siete kilómetros de la capital catamarqueña en una zona conocida como Parque Daza.
El cuerpo de la joven estaba muy golpeado, con quemaduras de cigarrillo, y el rostro desfigurado con la mandíbula fracturada. Le faltaban parte del cuero cabelludo, las orejas y uno de los ojos. Elías Morales pudo reconocer a su hija por una pequeña cicatriz que tenía en una de sus muñecas.
En los días que siguieron, tratar de reconstruir lo que le había sucedido desde que María Soledad salió de su casa hasta que se encontró su cuerpo destrozado se convirtió casi en una misión imposible. Muy pocos se atrevían a contar cuándo y dónde la habían visto la noche del viernes y la madrugada del sábado, la escena donde fue hallado el cadáver fue manipulada y el cuerpo de la joven fue lavado para borrar cualquier huella por orden del jefe del la Policía de la Provincia, el comisario general Miguel Ángel Ferreyra.
Si el crimen había sido atroz, las maniobras de encubrimiento que le siguieron fueron despiadadas. Se trataba de proteger a sus asesinos, a los que pronto se conocería como “los hijos del poder”.
Las últimas horas
La noche del vienes 7, María Soledad participó de la fiesta de recaudación de fondos en Le Feu Rouge, pero se fue antes de que terminara. En realidad, su plan no era dormir en lo de una compañera – como les había dicho a sus padres – sino encontrarse con el hombre al que consideraba su novio, Luis Tula, doce años mayor que ella.
En Catamarca muy pocos sabían que Tula era un hombre casado, porque tanto él como su mujer, Ruth Salazar, había decidido mantener el matrimonio en secreto. María Soledad, como casi todos, pensaba que su novio era un hombre soltero.
Entre las 3 y las 3.30 de la madrugada del sábado 8, María Soledad salió de Le Feu Rouge y se dirigió hacia una parada de colectivos cercana, pero no tomó el transporte público sino que se subió a un jeep, donde estaba Tula y que, según algunos testigos, pertenecía a Arnoldo “Arnoldito” Saadi, primo del gobernador de la provincia, Ramón Saadi.
Se la vio poco más tarde en otra discoteca de la ciudad, llamada Clivus, donde según pudo reconstruirse, Tula la presentó a un grupo de hijos de policías de alto rango y funcionarios públicos de la provincia, entre ellos Pablo y Diego Jalil, sobrinos del entonces intendente local, José Jalil; y Guillermo Luque, hijo del diputado nacional por Catamarca Ángel Luque, y dos amigos de éste Eduardo “El Loco” Méndez y Hugo “Hueso” Ibáñez.
La última vez que se la vio con vida fue poco después, saliendo de la discoteca acompañada por algunos integrantes de ese grupo que “la manoseaban”. Un barman del establecimiento declararía después que estaba como “mareada y “obnubilada” cuando subió a un vehículo, posiblemente el jeep de Arnoldito Saadi.
Más tarde, al instruir el caso, la fiscalía manejaría la hipótesis de que María Soledad había sido drogada y llevada a “Los Álamos”, un albergue transitorio ubicado en el cruce de las rutas 1 y 41, donde habría sido violada por entre dos o cuatro personas.
Encubrimiento y muestras de impunidad
La policía catamarqueña no demoró en hacer correr una versión poco creíble, que apuntaba a dejar fuera de foco a “los hijos del poder”. La muerte de María Soledad, señalaba la especie, había sido sorprendida por un grupo de vagabundos cuando caminaba al costado de la Ruta 38.
Para reforzarla, el jefe de policía Ferreyra salió a declarar: “Les pido que tengan un mayor control sobre sus hijos. Deben saber quiénes son sus amigos y compañeros. Conocer los lugares a los que concurren y no dejarlos a la deriva es fundamental para su seguridad”.
A nadie se le escapó que apuntaba a responsabilizar a los padres de la joven e, indirectamente, culpar a la víctima por haber sido asesinada.
La hipótesis se caía sola y la policía no tenía una sola prueba para sostenerla. La siguiente opción que se barajó apuntaba a Ruth Salazar, la mujer de Tula, que la habría matado por despecho y su marido había ayudado a encubrirla.
Pero los pocos testimonios comprobables que había señalaban a Tula y a “los hijos del poder” con los que se encontró en la discoteca Clivus, especialmente a los hermanos Jalil, Guillermo Luque, Méndez, Ibáñez, Arnoldito Saadi y Miguel Ferreyra, hijo del jefe de policía.
Mientras tanto, en lo más alto del poder, se escuchaban frases que evidenciaban de manera escandalosa la impunidad a la que estaban acostumbrados.
-Al hijo de Ferreyra se le fue la mano y se le murió una “chinita” – se escuchó decir a la esposa del gobernador Ramón Saadi.
-Si mi hijo hubiera sido el asesino, el cadáver no aparecía – dijo a la prensa el diputado nacional Ángel Luque, desatando un escándalo que llevaría a su expulsión del Congreso.
Borrar las huellas
La mañana del lunes 10 de septiembre, el colectivero Antonio Ponce daba su primera vuelta del día por la Ruta 38. Más tarde declararía que vio a un patrullero y a varias personas en el lugar donde después se enteraría que había sido encontrado el cadáver de María Soledad. Contó que se bajó del colectivo y se acercó a ver qué pasaba.
-Andá, acá no hay nada. Fue un accidente – le dijo el policía que le cortó el paso.
Después se supo que un hombre de confianza del jefe de policía Ferreyra, “El Gato” Leguizamón, había ordenado levantar el cuerpo sin revisar la escena y llevarlo a la morgue para lavarlo a manguerazos en una batea. Si había huellas, las borraron todas.
También se empezaron a buscar chivos expiatorios. “Hay una familia, los Vargas -el matrimonio ya falleció- que vivían acá cerquita que sufrió horrores. Como coincidía la marca y el auto de ellos con el de Luque, un Ford Falcon, esa familia sufrió horrores. A nosotros nos extrajeron dos veces sangre y ustedes se preguntarán ¿para qué? El auto de los Vargas apareció con sangre de mi hija. Esa sangre que a nosotros nos sacaron la pusieron en el auto de ellos, sospechamos. Pero gracias a Dios el abogado de ellos los ha podido defender, pero han queda traumados para toda la vida”, contaría años después Ada Morales, la madre de María Soledad.
Las marchas y una monja decidida
Cuatro días después de descubierto el cadáver las maniobras que buscaban la impunidad de “los hijos del poder” eran evidentes.
Para denunciarlas y reclamar justicia para la joven asesinada, la rectora del Colegio del Carmen y San José, la monja Martha Pelloni, organizó y se puso al frente de una serie de “marchas del silencio”, de las que también participaron los padres de María Soledad.
Esas movilizaciones con el tiempo resultaron decisivas para impedir el encubrimiento del crimen, sobre todo porque lograron rápidamente el apoyo de amplios sectores en todo el país, conmovidos por el caso y la impunidad de sus autores.
El 17 de abril de 1991 – siete meses después del crimen –el presidente de la Nación, Carlos Menem, ordenó la intervención de la provincia de Catamarca, lo que quitó resortes de poder para continuar con el encubrimiento.
Dos juicios y justicia a medias
En ese contexto, se realizó en la Capital Federal una autopsia del cadáver de la joven asesinada.
La cocaína en el cuerpo de María Soledad Morales se encontraba en dosis muy superiores a las que provocan intoxicación: en uno de los riñones se detectó la presencia de hasta 34,6 microgramos de droga) por gramo de tejido, cuando la concentración letal es de 27 microgramos de cocaína por gramo. Los peritos dictaminaron que le había sido inyectada y que esa había sido la causa de la muerte, ocurrida 36 horas antes del hallazgo del cadáver, es decir durante la madrugada del 9 de septiembre.
Hubo que esperar hasta 1996 para que se iniciara el juicio oral por el asesinato de María Soledad. Los imputados fueron Guillermo Luque y Luis Tula. El primer tribunal adoptó una actitud escandalosa a favor de los acusados, sobre todo de Luque.
La televisación nacional del proceso resultó decisiva para que no se cometiera una nueva injusticia. En la transmisión se vieron claramente los gestos de uno de los jueces, Juan Carlos Sampayo, que daba constantes muestras de parcialidad.
El escándalo obligó a anular el juicio.
Al año siguiente se realizó un nuevo juicio, que finalmente produjo dos condenas. El 27 de septiembre de 1998, Guillermo Luque fue condenado a 21 años de prisión por el asesinato y violación de María Soledad (cumpliría sólo 14 años entre rejas), mientras que Luis Tula fue condenado a 9 años de prisión como partícipe secundario del delito de violación.
El tribunal también ordenó que se investigara el encubrimiento. Se señalaba como sospechosos al ex gobernador Saadi, al jefe policía Ferreyra y la plana mayor de la fuerza, y a otros funcionarios presuntamente involucrados. Esa línea de investigación nunca se llevó a cabo.
Por entonces, en la Argentina no se hablaba de femicidio para calificar muertes atroces como la de María Soledad Morales.
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