Bartolomé Mitre caracterizó a Bernardino Rivadavia como “el más grande hombre civil de la tierra de los argentinos”, y con semejante espaldarazo, sumado a que el círculo político que lo habría de acompañar se autodenominó “de las luces” en contraposición a la “barbarie” criolla, no hacía falta más para que presidiera un imaginario panteón de próceres nacionales.
Algo que llama la atención es que el “hombre de las luces” no cursó estudios superiores, y por tanto no dictó cátedra alguna, tampoco escribió ninguna obra de relevancia ni se recuerda de él pieza oratoria que merezca pasar a la historia. Vicente F. López dice que era “muy poco aventajado en las letras, no había profundizado la literatura clásica, ni el derecho político, ni las ciencias”. Nada de eso obsta que fuera una persona perspicaz e inteligente, pero quizás sus seguidores en la política hayan exagerado en presentarlo como un apóstol laico venido a traer las luces de la razón al Río de la Plata.
Pero sus rasgos y aptitudes personales son secundarias si se lo compara con aquello que al mencionar su nombre aparece como paisaje obligado en el imaginario colectivo argentino: Rivadavia ejerce aún hoy un hechizo sobre parte de los argentinos -recordemos que en 1985 al implementarse el Plan Austral apareció en los billetes-, y suele generalmente evocar conceptos como libertad, progreso y tolerancia.
Pero la historia documentada nos muestra un lado oscuro que desmiente a Mitre. Mucho antes de convertirse en Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata (digamos al pasar que lo fue azarosamente en 1826 por el voto de un Congreso controlado hábilmente por el unitarismo) inicia su carrera política como Secretario del primer Triunvirato en septiembre de 1811. La primera víctima de su visión “tolerante” de la política será la ya instalada Junta Grande integrada por diputados procedentes de todas las provincias del viejo virreinato. Es cierto que la Junta como órgano colegiado no funcionaba bien. Pero era la expresión de los pueblos de todo el virreinato y consecuencia de los debates del cabildo abierto del 22 de mayo de 1810.
El Triunvirato, a instancias de Rivadavia, decidió disolver la Junta valiéndose de excusas formales. Los intereses del comercio portuario de importación, que don Bernardino sabrá defender siempre, no combinaban muy bien con la presencia de diputados del interior profundo, mucho menos con las ideas de proteccionismo económico de las industrias locales que algunos impulsaban.
No sólo la disolución de la Junta se debe a Rivadavia. A los tres meses se llegó al colmo de ordenar la expulsión de la Capital de los diputados del Interior. Vicente Sierra escribe: “El 16 de diciembre se resolvía expulsar de Buenos Aires a los diputados de las provincias, propósito que se encontraba implícito en todos los actos del Triunvirato desde el día de su instalación. Si no se hizo antes fue por faltar pretextos válidos, que ni siquiera se encontraron con el espionaje ejercido en torno a las actividades de cada uno de ellos bajo la dirección de Rivadavia”.
Parece entendible que la ciudad de Buenos Aires honre su memoria con la avenida más larga del mundo. Lo que resulta llamativo es que calles céntricas en capitales provinciales lleven su apellido.
El episodio de la disolución manu militari de la Junta Grande puede entenderse como parte de las tensiones políticas lógicas derivadas del inicio de un proceso emancipatorio como el que transitaban las Provincias Unidas. Pero lo que constituye una característica propia del discurso rivadaviano será la contradicción flagrante entre lo que se declama a los cuatro vientos, y que es lo que básicamente recoge de él la historiografía, y lo que efectivamente se hace en el ejercicio del poder.
Veamos un ejemplo. Apenas instalado el Triunvirato se anuncia con bombos y platillos la creación de una Junta Protectora de la Libertad de Imprenta. Hasta aquí todo bien y perfectamente esperable del representante local del Iluminismo. Pero, como dice Fermín Chávez, “una de las víctimas más notables del autoritarismo rivadaviano fue un culto escritor boliviano que estudió en las universidades de Cuzco y Chuquisaca, Vicente Pazos Kanki, quien había sido redactor de la Gazeta dos años antes”.
“Este olvidado americano -escribió Chávez-, quien también será redactor de El Censor, terminó enjuiciado por la Junta Protectora de la Libertad de Imprenta, instrumento de censura del gobierno, tras haber suprimido las normas de libertad dispuestas por la Junta Grande.” El gobierno le inició un sumario y el periodista fue condenado al exilio. La disidencia en los medios era abolida como en los mejores tiempos del absolutismo monárquico.
Lo más cínico y cruel del sesgo autoritario de Rivadavia llegará en julio de 1812. Martín de Álzaga, acaudalado comerciante español radicado mucho tiempo atrás en Buenos Aires y que junto a Santiago de Liniers fue quien reconquistó Buenos Aires en las invasiones inglesas de 1806 y 1807, fue acusado junto con otros de complotar contra el gobierno de los triunviros. La acusación se valió de lo narrado por una esclava quien, de ser cierto el relato de los hechos (de todo lo cual no se dejó constancia alguna), claramente declaró bajo presión. Según relato de testigos de esa declaración ante funcionarios del gobierno no faltó ningún condimento para tener por acreditado el golpe, pero lo cierto es que nunca pudo demostrarse nada. El 6 de julio de 1812 Alzaga y otros acusados fueron fusilados en Plaza de Mayo y luego sus cadáveres quedaron expuestos por tres días ante la mirada de todos.
Notemos que el gobierno que meses antes dictó un decreto de “libertad de imprenta” pese a lo cual clausuró periódicos opositores y deportó periodistas, fue el mismo que fusiló personas en juicio sumarísimo no obstante haber dictado un decreto de “seguridad individual”.
En esta aproximación a la figura elevada a los altares por Mitre nos limitamos a sus primeros pasos en la política y no a su etapa como ministro de Martín Rodríguez y, luego, como Presidente de la República entre 1826 y 1827.
Acaso Rivadavia y su círculo, más allá de los hechos concretos antes analizados, representen cabalmente una forma de concebir la política y el modelo mismo de país, y de ahí su pervivencia como referente arquetípico para algunos. Algo sobre lo que reflexiona José María Rosa al decir que “en los unitarios de Rivadavia la patria eran las luces que solamente ellos poseían, la libertad (para pocos), la constitución que quitaba el voto a los asalariados y jornaleros; y opuestos a la patria eran los desprovistos de luces, los montoneros seguidores de caudillos, los federales enemigos de la constitución”. “La patria rivadaviana no sólo era compatible con el dominio imperialista; necesitaba la ayuda extranjera para mantenerse contra la antipatria nativa”, afirma Rosa.
En época de Rosas, Rivadavia integrará la célebre Comisión Argentina integrada en Montevideo por los unitarios que vivían en el exilio. Digamos, no obstante, que muchos unitarios seguirán viviendo en Buenos Aires sin ser molestados por el régimen rosista, y que otros se irán al extranjero por propia decisión.
Radicado definitivamente en Cádiz, España, morirá el 2 de septiembre de 1845. En su testamento dispuso expresamente que no quería ser enterrado en su tierra natal. Pese a ello, sus seguidores querían tenerlo cerca, quizás para poder seguir invocándolo como referente en años posteriores. Sus restos descansan en el mausoleo de Plaza Miserere.
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