La vida de Luis Federico Leloir, el ganador del Premio Nobel de Química que lamentó siempre no haber patentado la salsa golf

Nació en París, Francia, hace exactos 115 años. A los dos años ya vivía en la ciudad de Buenos Aires. Se recibió de médico pero se inclinó por la bioquímica apadrinado por Bernardo Houssay, otro Nobel. Sencillo, curioso, tenaz, la historia de un hombre que revolucionó la química y dio un humilde aporte a la gastronomía

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Para aquel entonces, en 1970, era la tercera distinción de este tipo para la Argentina, después de Carlos Saavedra Lamas en 1936 (Nobel de la Paz) y de Bernardo Houssay en 1947 (Nobel de Medicina)
Para aquel entonces, en 1970, era la tercera distinción de este tipo para la Argentina, después de Carlos Saavedra Lamas en 1936 (Nobel de la Paz) y de Bernardo Houssay en 1947 (Nobel de Medicina)

“Sentimos el orgullo de ser argentinos”, fue el título que un periodista eligió en la cobertura de la ceremonia de premiación. El día anterior, en la mañana del 27 de octubre de 1970, había sido condecorado Luis Federico Leloir, un argentino nacido en Francia por casualidad, con el Premio Nobel de Química. Sin embargo, ese día lamentaba la intromisión periodística de su instituto Campomar. “Gané algo muy importante, pero perdí mucho: la tranquilidad. Hoy, por ejemplo, no pude trabajar”, dijo, mientras la marea de cronistas y reporteros alteraba la atmósfera pacífica de su área de trabajo.

Los periodistas cubrieron la noticia y descubrieron al homenajeado. Llegaba a las nueve de la mañana y se iba a las seis de la tarde. Era un hombre de rituales consolidados, de una rutina espartana. Fuera del ámbito laboral, su prolijidad era extrema. Trajes a medida, camisas planchadas con precisión arquitectónica, zapatos siempre lustrados y del mejor cuero, una buena corbata. Pero en el laboratorio, su sitio, la escena era otra.

La retrató el fotógrafo de la revista Gente, tras la obtención del Nobel. Esas fotografías condensaron su figura y la estirpe de un genio sencillo. Un delantal de trabajo gris, raído, propio de los años treinta, mezcla de colegial con portero, los hombros encorvados sobre la mesa, un jean cansado, deslucido, zapatillas con agujeros que descansaban sobre un cajón de manzanas vacío y una silla singular: desvencijada, de paja, con sus patas unidas a la fuerza por un alambre. La silla desde la que Leloir investigaba se convirtió en una auténtica postal de austeridad y ascetismo.

La fotografía icónica de la silla y el laboratorio donde Luis Federico Leloir se pasaba sus días investigando
La fotografía icónica de la silla y el laboratorio donde Luis Federico Leloir se pasaba sus días investigando

A los periodistas que le preguntaban por qué descubrimiento había ganado el Premio Nobel les decía que no era fácil de enseñar, no quería reducirlo a una fórmula simple. “Los que no son científicos no entienden a lo que me dedico de la misma manera que yo no entiendo de tantas otras cosas. Es muy difícil de explicar. Tiene que ver con el metabolismo, con el comportamiento de las células, con complejas estructuras químicas… Mire, es sólo parte de un camino hacia lo más importante: saber más”, dijo ese 27 de octubre del primer año de la década del setenta.

El Conicet, en el cincuenta aniversario de la distinción, precisa en un documento que Leloir fue condecorado por “el descubrimiento de procesos bioquímicos básicos para la vida que fueron de gran importancia para el campo de la medicina y la química biológica”. En otras palabras, también suscribe que obtuvo el máximo galardón de la ciencia por “describir por primera vez los nucleótidos azúcares y su papel en la formación de hidratos de carbono”. “Los hallazgos de Leloir -agregan- sirvieron para entender en profundidad la galactosemia, una enfermedad hereditaria que provoca que quienes la padecen estén impedidos de asimilar el azúcar de la leche y que de no ser tratada produce lesiones en el hígado, riñones y en el sistema nervioso central”.

El mundo de la ciencia nombró el hallazgo como Leloir’s Pathway, el camino de Leloir. El mundo de la gastronomía nombró a su otro descubrimiento -uno más casero y menos importante- salsa golf. La historia escala a categoría de leyenda pintoresca. Era el verano de 1925 y Leloir por entonces era un aspirante a científico que almorzaba con amigos en un comedor de Mar del Plata: hay quienes dicen que era el Ocean, otros remiten al Golf Club. Comían langostinos con mayonesa, pero Leloir, presto a descubrir nuevos sabores, le pidió al mozo si podía facilitarle algunos suministros de la cocina.

Ganó el Premio Nobel de Química en 1970 por descubrir el proceso bioquímico mediante el cual los organismos aprovechan la energía de azúcares para vivir
Ganó el Premio Nobel de Química en 1970 por descubrir el proceso bioquímico mediante el cual los organismos aprovechan la energía de azúcares para vivir

Y el comensal experimentó: volcó mayonesa, ketchup, salsa Tabasco y pequeñas gotas de coñac en un mismo recipiente. Y mezcló. La curiosidad gastronómica de Leloir concibió la popular salsa golf. No hay épica en el hallazgo: “No hay nada especial en la anécdota”, cuenta Víctor Ego Ducrot, autor del libro Los Sabores de la Patria. “Fue sólo un grupo de niños aburridos haciendo lo que hacen los niños aburridos”, devela.

El hombre que creó un aderezo antes de convertirse en un premio Nobel había nacido en París, Francia, el 6 de septiembre de 1906 (hace exactos 115 años) por mera coincidencia. Su padre debía ser operado del corazón en un avanzado centro médico francés y allí se encontraba la familia. Vino a vivir a la Argentina a los dos años y se instaló en el barrio porteño de Belgrano como integrante de una casa de clase media. No fue un laureado estudiante en el secundario. Su primer impulso fue estudiar arquitectura. Duró apenas unos meses el entusiasmo. Se inclinó por medicina en la Universidad de Buenos Aires y para graduarse en 1932, a sus 26 años, tuvo que rendir cuatro veces el examen de anatomía.

Alguna vez dijo: “Han pasado unos 50 años desde que me dediqué a la investigación. He presenciado el maravilloso desarrollo de la bioquímica y el haber contribuido a él, aunque en forma modesta, es para mí un motivo de placer. No sé cómo ocurrió que seguí una carrera científica. No era una tradición familiar ya que mis padres y hermanos estaban principalmente interesados en las actividades rurales. Mi padre se graduó como abogado pero no ejerció la profesión. En nuestra casa siempre hubo muchos libros de los más variados temas y tuve la oportunidad de adquirir información sobre los fenómenos naturales. Supongo que el factor más importante en la determinación de mi futuro fue el recibir un grupo de genes que dieron las habilidades negativas y positivas requeridas. Entre las habilidades negativas podría mencionar que mi oído musical era muy pobre y por lo tanto no podía ser un compositor ni un músico. En la mayoría de los deportes era mediocre, por lo tanto esa actividad no me atraía demasiado. Mi falta de habilidad para la oratoria me cerró las puertas a la política y al derecho. Creo que no podía ser buen médico porque nunca estaba seguro del diagnóstico o del tratamiento”.

"Los hallazgos de Luis Federico Leloir fueron fundamentales para comprender la galactosemia y muchas otras enfermedades", informa el Conicet
"Los hallazgos de Luis Federico Leloir fueron fundamentales para comprender la galactosemia y muchas otras enfermedades", informa el Conicet

Si bien se recibió de médico, nunca se sintió uno. Trabajó en el Hospital de Clínicas durante dos años. En un relato autobiográfico breve, publicado en 1982, escribió: “Nunca estuve satisfecho con lo que hacía por los pacientes”. “Cuando practicaba la medicina, podíamos hacer muy poco por nuestros pacientes, a excepción de la cirugía, digitalina y otros pocos remedios activos”, relató disconforme.

En 1933 su estudio cobró sentido: conoció a Bernardo Houssay, el primer Nobel de ciencia argentino en 1947. Leloir vivía a media cuadra de su prima, la mítica Victoria Ocampo, cuñada de otro eximio médico, Carlos Bonorino Udaondo. Esa coincidencia lo llevó a unirse a Houssay en el Instituto de Fisiología de la UBA. En una nota publicada en este medio, el periodista Alfredo Serra repasó su devenir: “Su tesis doctoral, guiada por Houssay, fue el primer alumbramiento: premio al mejor trabajo. Pero, tan tenaz como consciente de sus limitaciones (‘Muy poco sé de Física, Matemática, Química y Biología’, confesaba), estudió Ciencias Exactas y Naturales en la UBA, y en 1936 se lanzó a una gran aventura: estudios avanzados en la Cambridge University, Inglaterra, supervisados por el premio Nobel Sir Frederick Gowland Hopkins, laureado por su descubrimiento de las sustancias hoy conocidas como ‘vitaminas’”.

Su trayectoria profesional también tuvo sus bemoles coyunturales. En 1943 firmó una carta junto a otras personalidades académicas que cuestionaba la neutralidad del régimen del gobierno militar de Pedro Pablo Ramírez en contra del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. El resultado: la expulsión de la Universidad de Medicina de la UBA y el exilio en los Estados Unidos para convertirse en investigador asociado en el Departamento de Farmacología de la Washington University. Duró poco:su estadía en el extranjero: dos años después regresó al país.

Leloir se apenó por no haber patentado el invento de la salsa golf: afirmaba que ese dinero le hubiese servido para financiar más investigaciones
Leloir se apenó por no haber patentado el invento de la salsa golf: afirmaba que ese dinero le hubiese servido para financiar más investigaciones

El 7 de noviembre de 1947, con el patrocinio de un empresario textil y con el respaldo de Houssay, fundó el Instituto de Investigaciones Bioquímicas Fundación Campomar, que se transformó con los años en la Fundación Instituto Leloir. Al año siguiente, ya comenzó a profundizar su investigación en lo que 22 años después lo elevaría al Nobel: el estudio de los azúcares. “Todos me felicitan, y lo agradezco. Pero lo que descubrí es inexplicable para la gente común: nadie lo entendería. Y tampoco conquisté un planeta: apenas avancé un paso en una larga cadena de fenómenos químicos”, decía con modestia.

Estuvo cerca de obtener el premio Nobel de Química en 1950. Lo logró dos décadas después. El 7 de diciembre recibió el galardón en Suecia. En su discurso, solo tuvo palabras de agradecimiento: “Toda mi carrera ha sido influenciada por una persona, el profesor Bernardo Houssay, quién dirigió mi tesis doctoral y quién durante todos estos años me dio generosamente su consejo y amistad”. Falleció el 2 de diciembre de 1987 en la ciudad de Buenos Aires producto de un ataque al corazón súbito. Era el segundo en unos pocos meses. Tenía 81 años y aún lamentaba no haber patentado el invento de la salsa golf que le hubiese servido para financiar más investigaciones.

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