La escena era extraña. Y espectral. En la noche temprana del 3 de septiembre de 1971, hace ya medio siglo, una furgoneta de las usadas para repartir flores, custodiada por patrullas de la Guardia Civil española que formaban una caravana junto a un par de autos particulares, se detuvo a unos trescientos metros de la casona de Navalmanzanos 6, en el barrio de Puerta de Hierro, Madrid, la residencia en el exilio del ex presidente argentino Juan Perón.
Los guardias civiles se acercaron a uno de los autos particulares para interrogar a quien parecía estar, sino a cargo del operativo, enterado al menos de qué se trataba todo aquello. Era el coronel argentino Héctor Cabanillas, que había sido titular del Servicio de Informaciones del Ejército y era dueño de un secreto que estaba a punto de revelarse. Porque la camioneta de repartir flores no llevaba flores para repartir. En su interior estaba el ataúd con los restos de Eva Perón, que iban a ser devueltos a su viudo, y que habían estado ocultos desde el triunfo de la Revolución Libertadora, en 1955: primero en la Argentina y luego en el Cementerio Maggiore de Milán, adonde en mayo de 1957 habían llegado bajo una falsa identidad, María Maggi de Magistris, en el barco italiano Conte Biancamano. El artífice del viaje secreto del cadáver de Eva Perón a Italia, del ocultamiento de su identidad y de su lugar de inhumación fue el propio Cabanillas, que ahora, catorce años después, también en el máximo secreto o al menos con suma discreción, iba a entregar esos restos a Perón.
Cabanillas tranquilizó a la Guardia Civil: iban a estar detenidos sólo unos minutos, a la vera del camino, antes de llegar a la residencia de Perón. No dio más explicaciones. Ni falta que habían: era una decisión personal del militar, cargada de alegórico significado: eran cerca de las ocho y media de la noche en Madrid y Cabanillas no quería llegar con el cadáver de Eva Duarte a la residencia de Perón, o ponerlo en sus manos, a la misma mítica hora de su muerte, las 20.25 del 26 de julio de 1952. Superada la barrera simbólica de las 20.25, la caravana con la falsa camioneta de flores a la vanguardia entró en Puerta de Hierro.
En el interior de la residencia esperaban Perón, con un traje oscuro, su tercera esposa, María Estela Martínez, su secretario y asistente, José López Rega, el delegado personal de Perón en la Argentina, Jorge Daniel Paladino, dos sacerdotes mercedarios, el agregado cultural de la embajada argentina, Manuel Gómez Carrillo y el embajador argentino en España, brigadier Jorge Rojas Silveyra: la mano derecha del entonces presidente argentino, general Alejandro Lanusse, para tratar con Perón algo más que la restitución del cadáver de Eva Duarte. El gesto de la dictadura argentina, que había decidido ya abrir un espacio político que incluyera al peronismo, proscripto desde 1955, y si no había más remedio también con Perón incluido, usaba el cadáver de Eva Perón y su restitución como parte de un acuerdo político mínimo, o como el embrión de un acuerdo político mínimo, o como el anhelo de un mínimo acuerdo político entre enemigos irreconciliables. Era, casi, jugar con fuego.
El ataúd fue bajado de la camioneta de repartir flores, llevado hasta el hall de la residencia y colocado sobre una mesa. Perón saludó con extrema frialdad a Cabanillas y quiso saber, en cambio: “¿Dónde está el padre Madurini?” Giulio Madurini era el superior general de la compañía de San Pablo en Italia, y se había encargado de cuidar la sepultura de Eva Perón-María Maggi cuando sustituyó a Giovanni Penco, el sacerdote que había recibido el féretro en 1957. La Orden de San Pablo había recibido entonces el pedido de velar por esa tumba y por el secreto que guardaba, por un pedido personal de un sacerdote argentino, el padre Francisco “Paco” Rotger, que era confesor del general Lanusse. Toda la historia desvariada del insensato peregrinaje del cuerpo de Eva Perón -su madre, Juana Ibarguren, había autorizado al gobierno de la Revolución Libertadora a “trasladar” el cuerpo de su hija-, fue narrada, revivida y documentada por el periodista Sergio Rubin en su libro “Secreto de confesión”, que también es un involuntario tratado de sociología política argentina.
El padre Madurini se había retrasado por los controles policiales que rodeaban la residencia de Puerta de Hierro. Días antes, en Madrid había corrido el rumor sobre la inminente devolución del cadáver de Eva Duarte a Perón. Las autoridades policiales y militares seguían paso a paso la caravana que había hecho el largo viaje desde Milán a Madrid. No sólo daban custodia al cadáver, que era buscado también por Montoneros, la guerrilla peronista que pretendía usarlo también como prenda política, también le rendían homenaje: así, desde el paso fronterizo de La Junquera en adelante, se vio el raro espectáculo de guardias civiles o policías nacionales que hacían el saludo militar a una camioneta de repartir flores que pasaba por sus puestos de control o por la puerta de sus dependencias.
Sobre las nueve y media de la noche, en Puerta de Hierro, Rojas Silveyra tomó el mando de la ceremonia. Se ciñó a lo legal, si había algo de legal en todo aquello. Pidió que abrieran el ataúd, que fuera verificado que se trataba de los restos de Eva Perón, que había sido embalsamada por el español Pedro Ara, y que los testigos firmaran el acta correspondiente.
Levantaron la tapa del féretro y se toparon con un cerramiento de zinc, que también había que abrir. Fue entonces cuando el idiotismo de López Rega casi arma un desastre. Lo evitó Rojas Silveyra.
El embajador argentino en Madrid era un furioso antiperonista, amigo de Lanusse, a quien llamaba por su apodo, “Cano”, que Lanusse correspondía con el “Flaco” que describía la delgadez crónica de Rojas Silveyra. Una mañana de 1971, Lanusse lo llamó a su despacho de presidente flamante y con una frase le anunció su próximo destino y su misión: establecer contacto con Perón. El diálogo entre ambos es revelador de muchas cosas.
-”Flaco, te voy a nombrar embajador en Madrid.
-¡Nooo, Cano! ¡No me podés hacer esto!
-Sí, puedo, porque sos la única persona que conozco que es más gorila que yo”.
Rojas Silveyra aceptó su destino, acaso por disciplina militar, que también estuvo ceñido a instrucciones precisas de Lanusse y de la Junta de Comandantes en Jefe de la época que conformaban el almirante Pedro Gnavi y el brigadier Carlos Alberto Rey, embarcados todos en el Gran Acuerdo Nacional que impulsó Lanusse, que aspiraba competir con Perón, o con el peronismo, en unas futuras elecciones libres. Se trataba de un diálogo con todos los sectores políticos, con excepción de los grupos armados, “olvidando viejos agravios y sin distinciones ideológicas”. El GAN, como se lo conoció enseguida, proponía: “No revivir pasiones ni antinomias de un pasado del cual todos, sin excepción, somos responsables (…)”
Así figura en un documento secreto de la Junta de Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas (JCJ) de 1971. El documento tiene dos apartados, el 11 y el 13, que ponían fin a una larga y sangrienta discordia entre los militares argentinos: la admisión de que no se podía hacer política en el país sin Perón. Dicen esos dos apartados: “(…) 11. Conforme estas pautas, nadie negará al señor Juan Domingo Perón el derecho a contribuir a la pacificación del país. Si está dispuesto a hacerlo, será escuchado con las mismas reglas de juego vigentes para el resto. (…) 13. Por tal motivo la JCJ ha resuelto oficializar –bajo absoluta reserva– los contactos con el señor Perón a través del señor Embajador Argentino en España (…)”
El documento no reconocía el grado militar a Perón, no lo tenía, abría las puertas de su eventual retorno al país, “si está dispuesto a hacerlo”, y fijaba algunas reglas de juego para el diálogo entre Rojas Silveyra y Perón: “(…) 17. Las reuniones entre el señor embajador y Perón deberán realizarse en domicilios difícilmente detectables a la permanente búsqueda informativa. 18. Hasta nueva resolución estas reuniones deberán realizarse en el domicilio de una persona que allegada tanto al Gobierno Español como el propio Embajador inspire confianza. El señor Embajador coordinará con el Gobierno Español a través de su Ministro de Relaciones Exteriores, la selección de la persona más indicada para ello”.
Pero también fijaba, o pretendía fijar, o aspiraba a que quedaran fijas algunas “Condiciones exigibles” a ser cumplidas por Perón. O las fuerzas armadas de entonces no conocían lo suficiente a Perón, que aceptaría todo y haría luego lo que mejor conviniera a sus aspiraciones, o sí lo conocían de sobra y las exigencias estaban destinadas a encorsetar a Perón de manera de hacer posible un acuerdo mínimo en un país sacudido por la violencia. Algunas de esas exigencias pedían: “(…) 23. Que pública y terminantemente exprese su repudio al terrorismo y a las guerrillas y desligue a su movimiento de toda acción subversiva. 24. Apoyo al Plan Político del Gobierno, aun cuando no lo sea en forma integral e incondicional. Se desea lo haga en sus aspectos básicos fundamentales. 25. Que se pronuncie por el derecho de las minorías y por su total respeto dentro del sistema democrático. 26. Que autorice a sus simpatizantes a colaborar con el Gobierno aceptando cargos públicos. (…) 28. Que en respuesta al “juego limpio” ofrecido renuncie a su conocida “conducta pendular”. 29. Para el caso que esté dispuesto a regresar al país, deberá, con suficiente antelación, informar al Gobierno Argentino (…)
También concede, o promete conceder a Perón su pasaporte argentino, el reconocimiento de sus pensiones como ex presidente, que Rojas Silveyra hará efectivo dos días antes de la devolución de los restos de Eva Perón, el reconocimiento a valores actuales de los bienes de Perón al asumir la presidencia en 1946 y el cierre de las causas penales iniciadas en su contra.
Y luego seguía una breve lista de “Aspectos excluidos de toda negociación”, donde aparecen los restos de Eva Perón como piedra fundamental de un acuerdo con Perón. Dice el documento de la Junta de Comandantes: “(…) 38. En oportunidad que el Gobierno Nacional estime que están dadas las condiciones para hacerlo, considerará la adopción de las siguientes medidas relacionadas con el señor Juan Domingo Perón: Entrega de los restos de la señora María Eva Duarte de Perón en Madrid, con conocimiento previo del Gobierno Español (…)”.
Rojas Silveyra presentó sus cartas credenciales a Francisco Franco el 7 de julio de 1971. En agosto recibió al coronel Cabanillas, “Lalo” para sus amigos, que llevaba una carta de puño y letra de Lanusse. Decía: “Estimado Flaco: Aprovecho el viaje de Lalo para enviarte con él un expresivo abrazo. Le he encargado que te converse sobre un trabajo que va a realizar, contando para ello con mi aprobación y deseo de éxito. Saludos a Zulema. Un abrazo. Lanusse”. El “trabajo” de Lalo Cabanillas era recuperar el cadáver de Eva Perón y transportarlo desde Milán hasta la residencia de Perón en Puerta de Hierro.
El 1 de septiembre, cuando ya el cadáver de Eva Duarte había sido desenterrado de su tumba con nombre falso en el Cementerio Maggiore de Milán, y viajaban por carretera rumbo a Madrid, Rojas Silveyra puso en manos de Perón cincuenta mil dólares, unos trescientos treinta mil dólares de hoy, “entregados por la Nación Argentina”, en concepto de pensiones que le correspondían como ex presidente. El recibo fue escrito de puño y letra por Rojas Silveyra y firmado por Perón.
Y ahora, en la noche del 3 de septiembre, los protagonistas de esta historia delirante que signó en gran parte la historia violenta de la Argentina setentista, estaban todos conmovidos, ante un ataúd sin tapa, cubierto por una chapa de zinc, que contenía los restos de una mujer que en sólo seis años de su corta vida, había marcado a fuego al país. Fue entonces que López Rega apareció, en camiseta, con un soplete en la mano, dispuesto a destapar por fin el misterio.
Frenó el disparate Rojas Silveyra, que sabía cuan volátil era el cadáver luego del trabajo del doctor Ara para preservarlo. De manera que recurrieron a dos sencillos abrelatas de cocina, según evocó el propio Rojas Silveyra, aunque el delegado de Perón, Jorge Daniel Paladino, prefirió recordar años después que habían usado un cortafierros y un martillo. Pero por fin, desnudo, lesionado, sucio, maltratado y casi intacto, el cuerpo de Eva Perón apareció desde la muerte y para el asombro.
López Rega no pudo evitar otra muestra de su histrionismo patético, que hubiese sido nada de no haber sido luego quien fue: “General –le dijo a perón– esta no es Evita… No firme el acta. No es Evita…” Cabanillas contuvo el aliento. La frialdad entre Perón y Cabanillas era palpable. Se habían saludado con frialdad y durante la tensa reunión ni siquiera habían dialogado. Perón se acercó al cuerpo de su ex mujer y selló el pequeño drama desatado por López Rega con una frase: “Sí, es Evita”. Era Evita y Cabanillas volvió a respirar.
Rojas Silveyra apuró la firma del acta. López Rega, de nuevo, volvió a cacarear en voz baja: “Yo no firmo”. Pero Rojas Silveyra lo oyó y le tiró un sabio dardo destinado a su ego de sainete: “¿Se va a perder esta oportunidad de firmar un acta histórica?”. Y López Rega firmó como un chico obediente. Isabel Perón no quiso firmar y no pudieron convencerla. Se dedicó, sí, a peinar los cabellos enmarañados de Eva Perón.
En un momento, el padre Madurini se acercó al general, sacó algo de su bolsillo y lo puso en las manos de Perón. Era el rosario que el papa Pío XII había regalado a Evita en su épico viaje por Europa. Quién sabe si Perón lo supo alguna vez, pero el rosario había pasado a manos del padre Madurini entregado por el coronel Cabanillas. Firmaron el acta Perón, Rojas Silveyra, Gómez Carrillo y el padre Madurini que usó el nombre de Alessandro Angeli, una combinación de su segundo nombre y del primer nombre de su padre.
Después, Perón, que gustaba establecer cierta superioridad con los demás y usaba el diminutivo, con afecto o con ira, le dijo a Rojas Silveyra: “Venga, Rojitas”. Y los dos enemigos salieron al jardín de la residencia, solos, codo a codo, como si los minutos de emoción que habían vivido, cada quien a su modo, hubiesen borrado, por un instante, tanto recelo, tanto odio, tanta malicia. Rojas Silveyra vio que Perón lagrimeaba.
-Señor, está llorando… ¿Tanto quería a esta mujer?”
-Mire, yo he sido con esta mujer mucho más feliz de lo que todo el mundo cree. Por eso se me caen las lágrimas ahora…
SEGUIR LEYENDO: