Ya está, tiene los pies en su ciudad, Mendoza. Descendió de la montaña hace apenas unas semanas. Lejos de quedarse quieto, Ignacio Lucero -Nacho para todos-, de 48 años, ya imagina su próxima expedición.
Este hombre no conoce el significado de lo imposible. En 2011, a más de 7.300 metros de altura en el monte Manaslu de Nepal, sufrió un infarto. Lo tuvieron que rescatar y operar de emergencia. En plena cirugía sufrió un ACV. Perdió la habilidad para comunicarse y caminar. “Quedé analfabeto, y postrado en una cama por varios meses”, recuerda. “Ni hablar de mi corazón, pase por una angioplastia y me colocaron un stent, casi me tienen que hacer un trasplante”, le cuenta a Infobae.
Estuvo internado casi tres semanas lejos de su casa, en un cama del hospital Shahid Gangala Nacional Heart Center de Katmandú. Los pronósticos médicos eran los peores: con suerte volvería a recuperar la autonomía, el andar y el habla. Pero volver a trepar una montaña, imposible.
Pero Nacho se encargó de que la vida le diera revancha. Tres años más tarde clavó sus zapatos en la cumbre en cerro Gasherbrum II, de 8.035 metros, en el Himalaya. No fue la única proeza.
Insaciable, acaba de volver de su última expedición. Esta vez planificó una estrategia para acompañar a Rafael, que tiene una discapacidad visual.
La aventura arrancó el 20 de mayo pasado. Después de una movida travesía aérea (pandemia, vuelos reprogramados y PCR varios- aterrizó en Alaska. “Salí de Mendoza, luego pase por Bogotá, Nueva York y en una avioneta llegué a mi destino final y punto de partida: Denali”, cuenta.
El Denali no es una montaña cualquiera: es la más fría del mundo. Se han dado hasta cien grados bajo cero en temporada invernal. Indescriptible. Si bien se eleva a 6.500 metros -una altura que podría catalogarse de accesible para un escalador experimentado-, está dentro del Círculo Polar Ártico, donde la capa atmosférica está más achatada -explica. y la sensación al subir es similar a los 8.000 metros de altura de una cumbre del Himalaya. Por eso son pocos los que logran ascenderla. “Fue un juego fino: para disminuir la insuficiencia cardíaca, tomé poco líquido y jugué con los niveles de deshidratación cuando estuve arriba”, explica como buen experto, aunque nunca confiado.
No fue solo. Estuvo acompañado de un equipo. Nacho llevó a siete andinistas más, entre ellos a Ramón, que es ciego. “Me motivó poder guiar a una persona con dificultades como las que tengo yo, para cumplir su sueño”, dispara.
En total, la expedición tuvo una duración de 25 días. Las condiciones climáticas fueron adversas, usaban raquetas, cuerdas, y cascabeles para espantar osos. “Pasamos una tormenta que duró seis días, por lo que debimos extender el viaje. Nos tocó a los 4.500 metros, en el campo 4, y tuvimos que resguardarnos y dormir en una cueva de nieve”, destaca como parte de su aventura.
Fiel a su estilo, plantó la bandera en la cima con otros tres escaladores porque el equipo completo no lo logró. “Llegamos fuertes con Rafa, pero muy cansados. La temperatura fue criminal, -32 grados. Pero veníamos adaptados de otros días”.
Otra parada
Si la ida fue complicada, la vuelta fue demencial. Por las reprogramaciones de vuelos, llegó a aterrizar en Pakistán -vía Malasia, parada incómoda e ilógica-. En total se subió a casi 17 aviones. Todo valió la pena para él: “Hice un trekking por toda la zona del Baltoro, los glaciares más grandes del mundo ubicados en la cordillera del Karakórum. Lo más bello que ví”.
Luego, se trasladó a otro gigante de Asia, el Monte Broad Peak, de 8.051 metros de altura. Lo hizo a su manera, en el sentido contrario de los demás. “Mientras todos bajaban por la tormenta, yo subía. Aproveché y usé el contexto para aclimatarme”.
Ignacio disfruta de lo que otros temen, la fuerza del viento. Esta vez no pudo tocar la cima como hubiera querido, aunque eso no le quita mérito.
La primera vez en la montaña
Ignacio es el menor de dos hermanos. Viene de una familia de intelectuales, ambos padres se especializaron en filosofía: su padre es doctor y su madre profesora. Por criarse en Mendoza, la montaña siempre estuvo cerca. Pero fue su hermana quien, por casualidad, le mostró el camino, “A los 13 años la acompañe a una travesía por el cerro de Bella Vista. Recuerdo la sensación vívidamente, esa primera vez me despertó una pasión que descubrí muchos años después. En ese momento jamás imaginé que lo haría de manera profesional”.
La vida siguió, se anotó en la universidad para hacer el profesorado de letras. Y explorar las montañas fue su hobby. Hasta que decidió hacerlo como modo de vida. En estos años lleva más de 15 países recorridos.
Volver a nacer
Esas son las palabras que usa Lucero para describir su segundo alumbramiento. Se refiera a la peripecia que sufrió en el 2011. “Vivo por y para la montaña, a eso me aferré..”, admite. Defensor y propulsor de aventuras, asegura que la montaña es para todos, pero “después cada uno tiene que encontrar su medida”. A él le fascinan las inmensas, y complejas.
Poder pisar una cima no fue tarea sencilla. Después de la salida del hospital tuvo que atravesar la rehabilitación con un equipo interdisciplinario porque tenía afectado sus dos centros, la cabeza y el corazón. Pero nunca bajó los brazos.
En ese andar demorado apareció otro pilar en su recuperación: Oro, su perro comparendo. “Un día empezó a dormir en la puerta de mi casa, creamos un vínculo inigualable. Me empezó a contener desde lo psicológico y lo físico”, lo recuerda con mucho afecto, este falleció hace un año.
Ese animal fue el motor de Ignacio, en todos los sentidos .”Lo certifiqué como mascota de asistencia. Entrenamos juntos para volver. Enganchando la cuerda a su pretal y con un compañerismo absoluto, Oro me tiró hacia la montaña”, admite.
Juntos empezaron a ascender cerros e hicieron cumbre cuatro veces en el Aconcagua.
Estratega: se termina una expedición y empieza otra
Ya está planeando su próxima jugada. Se ilusiona con un nuevo desafío: ser padre. En semanas nace su primer hijo: Salvador Toribio. “Va tener primero el pasaporte antes que el DNI. Le voy a ofrecer toda la libertad”, dice con la ilusión de algún día caminar juntos la montaña
El otro desafío tiene sabor a revancha: retornar al monte Manaslu, donde casi muere. “Tengo la madurez de adquirida en la experiencia, además me he reedificado y reconstruido”.
Nacho no se cansa de demostrar que está vivo.
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