El 4 de agosto de 1944 fue viernes. Miep Gies, una vienesa de 33 años que hacía dos que ayudaba a esconderse a un grupo de judíos en los fondos de la fábrica donde trabajaba en Amsterdam, se preparaba para hacer rendir los bonos de racionamiento que las fuerzas de ocupación alemana daban a la población civil; y de paso incluía los bonos falsificados que había conseguido junto a su esposo Jan con gran esfuerzo.
Ella no era la única. Más de veinte mil holandeses ayudaron a esconder a unos 28 mil judíos. Cerca de un tercio de ellos fueron atrapados por los llamados “Jodenjagers”, verdaderas bandas que se dedicaban a capturarlos. Ella se desempeñaba como secretaria administrativa de la fábrica de especias Opekta, propiedad de un alemán que había huido de su país junto a su familia, Otto Frank.
Pero cerca de las once de la mañana, sin que ella lo percibiese, la sorprendió un hombre que, parado en el umbral de la puerta, le pidió que se quedase quieta. En una de sus manos sostenía un revólver.
Tal vez por casualidad o por una delación la “Ordnungspolizei”, la Policía del Orden también conocida como ‘policía verde’ por el color de uniforme que usaban, había ido al número 263 de Prinsengracht. Aún está abierto el debate si alguien los delató o bien era una requisa porque sospechaban que el lugar ocultaba un depósito de contrabando.
El escondite era casi ideal: desde siglos atrás los comerciantes empleaban los canales para transportar sus mercancías y usaban los edificios alrededor de los cursos de agua como almacenes -que daban al frente- y vivienda -en los fondos-. Por eso eran comunes las “casas de atrás”. La que alquilaban los Frank había sido construida en 1739.
Lo cierto es que los nazis, después de registrar cada rincón, dieron con un anexo de unos cincuenta metros cuadrados por el que se accedía por una puerta oculta detrás de un armario. Hallaron a ocho personas.
“¿No se avergüenza de estar ayudando a esa basura judía?” -preguntó despectivamente el oficial a la mujer. Ella, entre aterrorizada y angustiada escuchaba a sus espaldas los pasos de los que hasta hacía unos momentos, compartían ese escondite y que habían sido descubiertos: Otto Frank, su esposa Edith; sus hijas Margot y Ana; el dentista Fritz Pfeffer (que en el Diario de Ana aparece como Albert Dussel) y el matrimonio Hermann y Auguste van Pels (van Daan para Ana) y su hijo Peter.
Los Frank fueron encerrados en la prisión de Amsterdam y luego enviados al campo provisional de Westerbork, ubicado en el noreste de Holanda. El gobierno de ese país lo había abierto para alojar a los judíos que entraban ilegalmente. Desde mediados de 1942, era manejado por los alemanes. Era un punto de tránsito hacia el infierno.
El miércoles 2 de septiembre de 1944, los Frank y los otros que habían sido arrestados, fueron trasladados a Auschwitz, un gigantesco campo de concentración ubicado a 50 kilómetros de Cracovia, en Polonia. En realidad eran tres campos construidos entre 1940 y 1942 y donde serían asesinados 1.100.000 entre judíos, polacos, gitanos y prisioneros soviéticos. Fue el único campo donde a los reclusos les tatuaban un número.
Fue un viaje en tren de tres días hacinados en un vagón para transporte de animales con una multitud apretujada que apenas podía respirar. Un barril era usado de retrete.
Al llegar a Auschwitz pasaron la selección hecha por los médicos nazis para realizar trabajos forzados. Ana, Margot y la madre fueron al campo de mujeres y Otto, al de hombres.
Annelies Marie Frank, más conocida como Ana, había nacido el 12 de junio de 1929 en Francfort. Su padre era un teniente veterano de la Primera Guerra Mundial. Cuando Hitler tomó el poder y la vida para los judíos se volvió imposible allí, se establecieron en Amsterdam, donde todo pareció volver a la normalidad, hasta que los nazis invadieron el país. En un momento planearon irse a Gran Bretaña o a Estados Unidos. Cuando Margot Betti, la hermana mayor de Ana, recibió los primeros días de julio de 1942 una citación para viajar deportada a un campo de trabajo en Alemania, el padre Otto aceleró una decisión que venía madurando: esconderse.
Se mudaron el 6 de julio. No llevaron valijas para no llamar la atención, sino que se vistieron con todas las ropas que pudieron ponerse encima. Caminaron cincuenta y dos cuadras desde su domicilio, en el que dejaron pistas de un supuesto viaje a Suiza.
Si bien sus padres permanecieron en Auschwitz, Ana y su hermana Margot estuvieron un mes, y luego fueron trasladadas al campo de Bergen Belsen, al norte de Alemania. Originariamente este campo se creó para alojar a prisioneros de guerra, pero luego se habilitaron otros subcampos donde fueron recluidos miles de deportados.
El destino de las ocho personas que compartieron el escondite en la casa de atrás fue trágico: Edith, la mamá de Ana, murió enferma y de hambre en Auschwitz; van Pels en la cámara de gas; su esposa en Bergen Belsen; el hijo Peter en Mathausen y el dentista Pfeffer en Neuengamme.
Margot había enfermado gravemente. Ana, como el resto de los prisioneros, había sido rapada. Solo se cubría con una manta ya que debió deshacerse de su ropa infestada de piojos. Aún en ese estado, estaba muy preocupada por su hermana. Una de las últimas personas en verla con vida fue Jannides-Brilleslijper, quien hizo de enfermera de ambas hermanas. La mujer había sido capturada en agosto de 1944 por haber participado en actividades relacionadas con la resistencia holandesa. Ellas se habían conocido en la estación central de Amsterdam cuando fueron trasladadas al campo de Westerbork.
Al parecer Margot, de 18 años, casi moribunda, murió de un golpe al caerse de un catre. Y Ana, de 15, con tantos otros miles de prisioneros, fue víctima de una gigantesca epidemia de tifus en Bergen Belsen. Se estima que su fallecimiento ocurrió entre febrero y marzo de 1945. Nunca supieron de la muerte de su madre. Tres días antes Jannides había visto por última vez a Ana.
Otto fue el único sobreviviente de su familia y de sus compañeros de escondite. Camino de regreso a Holanda, se enteró de la muerte de su esposa. El 1 de agosto de 1945 publicó un aviso en el diario Pueblo Libre en el que buscaba a sus hijas, y aclaraba que habían sido trasladadas a Bergen Belsen. Como referencia dio el domicilio de Prinsengracht 263. Fue Jannides la que le contó del trágico final de sus hijas.
Otto falleció en agosto de 1980, a los 91 años. Jannides Brilleslijper en 2003, a los 86. Y Miep Gies en 2010, centenaria.
Cuando a la tarde de ese viernes 4 de agosto de 1944 los nazis se fueron, la mujer se animó a entrar al escondite. Estaba todo revuelto. En el piso ella reconoció el pequeño diario de tapa forrado con tela a cuadros naranja que el padre le había regalado a Ana cuando cumplió 13 años. Había sido el 12 de junio de 1942 en su fiesta de cumpleaños celebrada en la casa ubicada en Merwedeplein 37-2 de Amsterdam. “Tal vez uno de los mejores regalos que recibí”, escribiría.
Como sabía que la niña también había usado viejos libros de contabilidad y otros papeles para escribir, los juntó todos y los guardó en el último cajón del escritorio. “Hay que poner esto a salvo para cuando vuelva Ana”, se prometió Miep Gies.
Para Ana el diario era “Kitty”, y sus páginas revelan a una aguda cronista, en el que mezcla sentimientos como el miedo, el amor, la alegría y la tristeza, así como los pormenores de una apretada convivencia de ocho individuos, condenados a vivir en silencio. La última anotación lleva la fecha del 1 de agosto, tres días antes de que fueran descubiertos. Su papá publicó el diario en 1947 con el título que su hija había escogido “La casa de atrás”. Fue un best seller, editado en decenas de idiomas. Películas, homenajes, el anexo transformado en museo mantienen viva la memoria de una niña que quería ser escritora pero que la irracionalidad, el totalitarismo y la intolerancia dejaron sus sueños truncos.
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