El 8 de abril de 1953 Juan Ramón Duarte se despertó junto a la actriz María Miterloi Hernández. Ella se fue a trabajar, él permaneció en la cama. A las 16, el casero Blas le avisa que encienda la radio para escuchar la transmisión del discurso de Juan Domingo Perón:
Yo tengo la obligación de pensar que la gente es honrada hasta que deja de serlo y deja de serlo cuando yo lo puedo comprobar, y cuando yo lo puedo comprobar, estén seguros de que van a la cárcel, así sea mi propio padre.
A las 17.30 lo visitó el vicegobernador bonaerense Carlos Díaz. Luego, llegó el ministro de Industria y Comercio, Amundarain, quien permaneció tan solo cinco minutos y prometió volver al día siguiente a las 9 de la mañana, a pedido del propio Duarte.
Cámpora llegó a las 19. Según declaró Blas, Duarte le comentó que Perón lo esperaba a comer. Cámpora le sugirió que se bañara para la ocasión. El portero Hornung asegura que a las 19.30 salieron juntos del edificio. Duarte viste un traje. Lo lleva su chofer Morales a la residencia presidencial. El auto de Cámpora lo sigue atrás.
A las 20.15, Duarte regresa a Callao 1944 sin que Perón lo haya recibido. Morales no advierte ningún cambio de ánimo. A las 20.30 su valet japonés Tashiro lo ve cenando en la cocina, atendido por el matrimonio Blas. Come un bife que le cocinó Antonina. Tashiro lo ve «nervioso, intranquilo y decaído».
Después llegan sus amigos: el peluquero Gullo, el guardaespaldas Lago, el médico Belchor Costa, el gobernador bonaerense Aloé, el ministro Subiza, el secretario de Prensa y Difusión Apold, los hermanos Díaz, Margueirat y su cuñado Bertolini. La mayoría toma whisky. Él prefiere el mate. Se habla del pedido de Perón para que renuncie a raíz de la investigación en su contra por supuesta corrupción en un negociado con la carne. Belchor Costa nota una actitud diferente a la habitual cuando se acerca su perrita:
—¡Blas, sáquela de aquí!
Bertolini, Gullo y Belchor Costa son los últimos en irse. De acuerdo con el expediente, lo hacen a las 23.30. Los custodios Trillo y Saladino los escuchan decir «esta noche dormiremos tranquilos». Quedan en su casa el matrimonio de servicio Savioli y Blas, y su guardaespaldas Lago que, por esos días, duerme allí.
Blas declaró que, ya solos en el departamento, Duarte lo llamó para pedirle que le preparara la cama. Al entrar al dormitorio principal, ve a Duarte vestido con su traje clarito escribiendo frente al escritorio. Blas se retira después de limpiar el cenicero.
El matrimonio de caseros se acuesta para dormir en el cuarto de servicio. Lago, que acostumbra dormir en el sofá grande del living, se queda un rato más en la cocina tomando mate o café.
Afuera, es el turno del custodio Saladino.
Lo que sucede a partir de este momento hasta las 8 de la mañana del 9 de abril de 1953, horario en que la investigación oficial determina que Duarte murió por un disparo en la cabeza, permanece aún envuelto en la bruma de la historia.
De acuerdo con el artículo 83 del Código Penal, «será reprimido con prisión de uno (1) a cuatro (4) años el que instigare a otro al suicidio o le ayudare a cometerlo, si el suicidio se hubiese tentado o consumado».
Vuelvo a revisar los tres expedientes. A escuchar los discos. A mirar las fotos y los croquis. A leer las pericias. Comienzo a atar cabos sueltos.
Perón le suelta la mano a Juan Duarte cuando se hacen públicas las denuncias de corrupción. El gobierno está envuelto en una crisis económica y la lucha contra la corrupción podría servir como pantalla. Hacía casi un año había muerto su hermana Evita, su principal protectora. De acuerdo con el testimonio de Lago, su círculo de amigos lo empieza a dejar afuera. No le queda otra que renunciar a su cargo de secretario privado de la Presidencia de la Nación. Le inician una investigación interna y lo citan para el 9 de abril. Aunque sin nombrarlo, Perón le dedica el día anterior un duro discurso. Es su caída política.
Algunos de sus vecinos, interrogados tres años después, describen movimientos sospechosos la madrugada del día de su muerte. Escuchar sus voces en las grabaciones reveladas en este libro disipan mis dudas sobre posibles mentiras. María Esther Dantiack de Sans declara que se despierta por un ruido muy fuerte, se asoma y ve a dos hombres agarrando a un tercero con la cabeza colgando y los brazos caídos. Carmen Georgina Fernández Górgola dice que oye un fuerte ruido alrededor de la 1 am. María Rosa Daly Nelson asegura que vio a enfermeros bajando el cuerpo de Duarte de una ambulancia y que estaban en el edificio Cámpora y los funcionarios Margueirat y Remorino.
Los custodios Saladino y Trillo vieron salir a las 23.30 a Bertolini, Gullo y Belchor Costa y los escucharon decir: «Esta noche dormiremos tranquilos». Durante la madrugada, Trillo, que estaba de guardia, no notó nada extraño.
El matrimonio de caseros Blas y Savioli y el guardaespaldas Lago, tres personas que durmieron en lo de Duarte aquella noche, no escucharon nada. Tampoco el vecino de arriba, Berri. Dos peritos balísticos me informaron que es muy improbable que no se oyera el disparo.
Según consta en el libro Yo Perón, de Pavón Pereyra, la versión de Perón sobre la muerte de Juan Duarte es que «estaba ante un callejón sin salida. Imagínese padecer una enfermedad específica como la sífilis, mal tratada. Se hablaba de que había autorizado a un par de amigotes a hacer tratos o negocios poco transparentes, y esto se decía en los casinos del Ejército, ante el cachafaz de Bengoa, que quería hacerse notar a toda costa. Lo noté aterido por los golpes sucesivos de una adversidad que se inició con su hermana Evita y que no tardó en llevarlo al borde de la desesperación o en borrarle hasta los pretextos para sobrevivir».
El jefe de la Policía Miguel Gamboa declara que, apenas se entera de la muerte de Duarte, Perón le encarga que se ocupe personalmente del asunto, para cerrarlo rápido «sin generar demasiada alharaca».
El juez Miguens que intervino en la escena del crimen llega al lugar dos horas después que Gambo , el jefe de Investigaciones Subrá y el comisario de la 17ª. Y resuelve esa misma mañana que es un suicidio. No ordena autopsia en virtud de la opinión de cinco médicos de la Policía convocados por Gamboa y Benítez. Sin embargo, estos testimonios son escuetos y contradictorios. El juez tampoco convoca a declarar a nadie más que los que se encuentran en ese momento en el departamento.
De acuerdo con el expediente, Subiza es quien encontró y se llevó la supuesta carta que Duarte le deja a Perón en la mesa de luz. Se la muestra a Gamboa antes de que llegara el juez. No todos los que presencian la escena del crimen recuerdan haberla visto. El juez confiesa que ese mismo día la guarda en la caja fuerte de su juzgado y luego la entrega en mano a Perón. Nunca realizan la pericia caligráfica sobre el original.
Para el juez, la Policía y los cinco médicos, el cuerpo de Duarte estaba en posición decúbito dorsal sobre la cama, cubierto con camiseta y calzoncillo y presentaba orificios de bala situados, uno en la región temporofrontal derecha y el otro en la región temporoparietal izquierda. Pero, para el dueño de la empresa funeraria Lázaro Costa, De los Santos, que llegó incluso antes que el juez, Duarte estaba decúbito intercostal izquierdo, algo encogido, sobre la alfombra que cubre el piso y alrededor de la cabeza había un charco de sangre.
El juez, el jefe de la Policía y los diarios aseguran que Duarte padecía sífilis. Algunos dicen que esa era la causa de su ánimo decaído. Los diarios adjudican a la enfermedad la causa de su renuncia. Sin embargo, su médico personal y amigo Belchor Costa minimiza su cuadro: «Duarte no padecía de ninguna enfermedad activa en el momento inmediato anterior a su muerte. Era sifilítico, pero dicha enfermedad no estaba en un estado activo».
La Comisión 58 de la Revolución Libertadora concluye que la muerte de Duarte no es un suicidio. Los capitanes Gandhi y Molinari, empecinados en vincular a Perón y acusar al juez y a la Policía de encubrimiento, no realizan una investigación completa, sino que, por el contrario, la que presentan muestra parcialidad. No aparecen en ese informe las respuestas a quién, cómo, cuándo, dónde y por qué «lo mataron». Detiene, incomunican e interrogan a testigos. Cortan la cabeza y un dedo del cadáver. Realizan sus propias pericias. Si había pruebas importantes, esta investigación no las sabe valorar de manera coherente.
El último juez que se ocupa del caso, Franklin Kent, realiza una investigación minuciosa. Sin embargo, desde un principio, muestra una fuerte inclinación por probar que el trabajo y la conclusión de su par Pizarro Miguens son correctos. Concluye en ese sentido, sin terminar las pericias ni tomar todas las declaraciones testimoniales.
En las tres investigaciones varios testigos informan que Juan Duarte tenía planeado un viaje a Europa con su madre. También, que Juana de Ibarguren de Duarte grita en la puerta de Callao 1944 que mataron a su hijo. Sin embargo, nadie la cita para declarar. Tampoco a sus otras hijas, las hermanas de Juan. Sus sospechas se las llevaron a la tumba y sus descendientes aún se preguntan qué pasó.
Reviso la definición de inducción al suicidio: «para que exista instigación se deben dar los siguientes requisitos: 1) La decisión: decidir al ejecutor que concrete el hecho. Es decir, a realizar la acción, lo que implica que, si el autor ya tomó la decisión de cometer un hecho concreto, los actos del inductor nunca pueden ser de instigación, y 2) los medios para instigar: ello a través de un medio psíquico, intelectual o espiritual, pues debe influir en la psiquis del autor para que tome la decisión. Las formas de instigar al suicidio son v riadas y dependen de la casuística».
Con todo, creo que, si ato estos cabos sueltos, la figura es adecuada a este caso. Consulto al fiscal federal Federico Delgado, en quien confío. Le facilito el expediente. Después de analizarlo unos días, concluye:
Si esto fuese una clase de derecho penal, yo hubiese escogido este caso para que los alumnos distingan un suicidio de una inducción al suicidio o de un homicidio. ¿Por qué? Porque la acción de matar a otro es relativamente sencilla. Aunque se puede hacer con las propias manos, encargando a alguien que mate a un tercero o convenciendo a otra persona para que se mate. En estos tres casos, ya sea de manera directa o por complicidad, se trataría de un homicidio. Un suicidio, en cambio, no es un delito. La decisión de terminar con la propia vida es individual y no tiene relación con el Código Penal. Sin embargo, hay una línea muy fina entre el suicidio y la inducción.
En efecto, ¿qué es inducir a otro a matarse? Es convencerlo de que su situación contextual carece de salidas exitosas. Pero, repito, la frontera es borrosa. Se trata de reforzar las convicciones de una persona que piensa que su existencia carece de salida. Por ejemplo, supongamos que el personaje se movía con relativa soltura en determinado ambiente de poder político. Supongamos también que esa soltura le servía para eludir la ley, violarla, hacer favores a sus amigos y obtener beneficios para sí, gracias a su posición estratégica que lo eximía de rendir cuentas. Supongamos, finalmente, que por alguna razón esa zona de confort desapareció y que de golpe dicha persona perdió amigos, quedó excluido de su círculo de referencia y que estima que todas esas cosas que hizo al margen de la ley se le vuelven encima. Es obvio que este personaje entró en una fase de vulnerabilidad. Su mundo se derrumbó repentinamente. A punto tal que carece de salidas. No puede frecuentar el ámbito del poder, sus amigos le dan la espalda, los que aún estén cerca suyo solo lo pueden acompañar y el futuro aparece lleno de sombras. Es importante retener que no importa si hay salidas para quienes están fuera de los zapatos de esa persona. El tema es él y solo él. Él debe creer que su vida no tiene sentido.
Frente a ese contexto, puede aparecer la idea del suicidio y esa idea puede ser acompañada de acciones que, directa o indirectamente, ratifiquen la sensación de que no hay salida exitosa. Allí yace la inducción. En persuadir al sujeto de que el camino de quitarse la vida es el correcto. Pero no hace falta hablarle, llamarlo, sugerirle. En ese caso estaríamos cerca de un homicidio. El tema es convencerlo sin exclamar:
¡Matate!
Imaginemos que esta persona hace algún sondeo para saber si hay alguna manera de volver al círculo del poder y que la respuesta es negativa, imaginemos que quiso comunicarse con viejos amigos que no responden sus llamados e imaginemos que la prensa recoja trascendidos que revelen este cambio de circunstancias. En esas condiciones, se podría pensar en una inducción al suicidio, porque todo lo que había no está más, porque todo lo que viene es opaco y porque lo envuelve una profunda sensación de abandono existencial. El personaje imaginario perfectamente podría ser Juan Duarte.
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