El 26 de mayo de 1982, Allan Steen sentía que se iba morir. Estaba en la estancia Brookfield de Puerto Luis, un punto remoto de las islas Malvinas, rodeado por la guerra. Pero él no era un soldado inglés. Mucho menos un combatiente argentino. Era un niño kelper de apenas 11 años que se retorcía del dolor en el suelo.
En la madrugada de aquel día, el coronel (r) Héctor Molina (hoy de 65 años) y el sargento Roberto López (62), hacían la inspección de rutina de su helicóptero Bell UH1H AE 409. Estaban contentos: la aeronave había superado con éxito la revisión. Tenía más horas de vuelo que ningún otro helicóptero y había sobrevivido tras haber sido alcanzado dos veces por el fuego: una por el enemigo y una segunda por la propia tropa, que se confundió. “Antes del amanecer era el momento en que estábamos en silencio, casi como en oración”, recuerda el oficial Molina en charla con Infobae.
Después encendió el primer cigarrillo del día. Y López puso a calentar agua para un mate. No harían ninguna de las dos cosas…
Molina, mendocino, se hizo militar por herencia familiar. Pero volar fue una pasión suya. Después de egresar del Colegio Militar en 1977, fue destinado al Grupo de Artillería 101 de Junín, donde su padre había sido comandante. En el ‘80 hizo el curso de helicopterista y se unió a la Aviación de Ejército. López, por su parte, estudiaba Técnica Aeronáutica cuando se anotó en la Fuerza Aérea, en Córdoba. Como eran muchos aspirantes, en una segunda revisión médica le detectaron maxilar invertido, y debió regresar. En el ‘78 ingresó como mecánico a la Aviación de Ejército”. Ambos se encontraron en la Compañía de Helicópteros Asalto A del Batallón 601.
Ellos no la tenían en mente, pero el doctor Oscar Rojas recordó la fecha exacta del suceso. En realidad, se la preguntó a su hija Patricia, custodia de una libreta con escritos de su padre durante la guerra. En el momento de esta historia, ella tenía la misma edad que Allan. Rojas, nacido en Guaymallén, Mendoza, se recibió en 1971 en la Universidad Nacional de Cuyo. Y se inscribió como voluntario para ir a Malvinas después de acudir a Plaza de Mayo el 10 de abril -cuando llegó al país Alexander Haig, el enviado de Ronald Reagan- y vio, dice, “a un grupo de bolivianos con su bandera marchando al lado mío. Sentí que debía hacer algo…”. Dos días más tarde avisó en el hospital Ferrer, donde trabajaba, se anotó en el Ministerio de Bienestar Social, el 14 de abril fue aceptado y unos días después estaba en el hospital civil de Puerto Argentino, viviendo en la parte vieja, donde el geriátrico había sido desplazado para la atención de las tropas argentinas. En ese momento estaba casado y tenía tres hijos. No quiere abundar, pero reconoce: “Esa decisión me trajo problemas”.
Después de la recuperación de las Islas Malvinas, el hospital civil -el King Edward Memorial (KEMH)-, estuvo a cargo del médico clínico Mario Lazar Vellico, que había trabajado allí en 1973. Con él estaban el cirujano Rojas (que en los momentos de tranquilidad solía cantar con su guitarra), el pediatra José Héctor Soria (autor de varias fotografías que ilustran esta nota) y el tocoginecólogo Augusto Pablo Sandoval, que pronto recibió la orden de retornar al continente. La mayor parte de los casos de soldados argentinos que recibían en un principio eran por pie de trinchera. Pero con el correr de los días, las heridas ya eran de otro calibre.
En el KEMH seguía trabajando el personal isleño. Su jefe, un militar, había sido enviado a la isla Gran Malvina por precaución. Cuenta Rojas que “estábamos con una doctora recién recibida, Mary Elphinstone, que estaba de vacaciones cuando estalló el conflicto y se quedó, y con una excelente médica escocesa llamada Alison Bleaney, que en rigor comandaba el hospital. Ella tenía en su cabeza la historia clínica de los 1.800 habitantes de Malvinas. Durante la guerra, casi todos los kelpers habían marchado hacia el interior de las islas. Quedarían 15 en Puerto Argentino. Entonces, cada mañana, Alison los llamaba a través de un aparato llamado ‘vox” para ver cómo estaban. Era una cajita con un cable y se comunicaba familia por familia. Por eso nos enteramos del estado de Allan, y comunicamos la urgencia al helicóptero designado para las evacuaciones”.
Molina recuerda que la misión le llegó a él: “Era una evacuación sanitaria de urgencia”. El mate y el cigarrillo quedaron a un lado. Junto a López ubicaron el lugar en una fotocopia que obraba como carta táctica. Debían volar hacia la estancia Brookfield, en Puerto Luis, a 30 kilómetros en línea recta de Puerto Argentino. Molina tiene un reconocimiento especial por López (entonces Cabo 1ero.): “fue de los mejores navegadores que hubo en Malvinas. Había que darle el destino y algún otro dato y entregaba la ruta y el mejor rumbo. Era como un GPS”.
Salieron con rumbo norte. En su nariz, el Bell llevaba trazada una cruz roja. Pero el resto estaba pintado de verde: eran un blanco militar.
En este punto, la historia se bifurca: según Molina y López, iban solos. Para el médico Rojas, él le dijo a Molina lo que debían hacer y se subió con ellos. Y añade que el helicóptero se elevó y volvió a bajar para que se trepara “otro personal que dejaron a mitad de camino hacia el destino”.
Tanto Molina como López sabían que esa misión les iba a requerir estar en alerta máxima. Hacía tiempo que los dos hombres se conocían y habían sellado una hermandad de hierro antes de esos vuelos por corredores sembrados de enemigos. Es que la llegada a Malvinas no estuvo exenta de contratiempos. Casi no la cuentan…
Molina se enteró de la recuperación de las Malvinas el 2 de abril mientras se afeitaba y escuchaba una radio que había llevado al baño. “Al día siguiente nos dijeron que seis helicópteros irían a las islas. Pidieron voluntarios. Yo tenía 26 años, era soltero y me ofrecí”, completa.
López añade que el 7 de abril “pusimos una ametralladora MAG del lado del piloto, porque nuestro helicóptero era de asalto, transporte de personal, de municiones, de evacuación, no de ataque. Salimos 3 máquinas hacia el sur: un Puma SA 330, un Augusta A109 y el Bell. Tomamos rumbo a San Antonio Oeste, donde embarcaríamos en el buque Bahía Paraíso para llegar a Malvinas “.
La primera zozobra ocurrió cuando se dirigían a cargar combustible antes de volar al sur. “Hay una luz que se enciende cuando quedan 20 minutos de combustible. Puede ser un poco más o un poco menos. No llegábamos y se encendió. Le dije a Roberto Vildoza -el segundo mecánico que estuvo en Malvinas y debió ser evacuado- que ponga a funcionar su cronómetro y yo hice lo mismo con el mío. Casi en tiempo de descuento, a los 19 minutos, vi el aeropuerto. Llegamos y a los 22 minutos se apagaron las turbinas”, explica Molina.
El segundo inconveniente fue que cuando arribaron al puerto, el Bahía Paraíso ya había zarpado. “Lo teníamos que alcanzar en vuelo y subirnos. El tema es que el Puma y el Augusta tienen 2 motores, y el Bell uno”, continúa López. Para colmo, la comunicación del helicóptero funcionaba a medias. “Podíamos recibir, yo escuchaba lo que me decían, pero no emitir”, dice Molina. Se puso a la par del Puma y por señas les explicó el problema. Finalmente llegaron al buque y cuando estuvieron cerca de Malvinas -el 11 de abril- al aeropuerto de las islas, volando a 30 metros del suelo por mal tiempo. “Desde el Bahía Paraíso nos preguntaban ‘¿pies secos?’, que significa llegar a tierra. No se veía nada. Yo soy creyente, y lo que sucedió fue que de pronto se abrió un pedacito de cielo, apareció el sol e iluminó justo el aeropuerto”.
Se ubicaron en el que había sido el destacamento de los Royal Marines, en Moody Brook, a medio camino entre Puerto Argentino y Monte Longdon. “Las primeras misiones fueron vuelos de reconocimiento, para recoger banderas de señalización que ellos podían usar para un desembarco. Las que vimos, las sacamos. Y también íbamos a las estancias para recuperar equipos de comunicación”, dice López.
El 1° de mayo comenzaron los bombardeos de la marina británica. Las tropas argentinas habían dispuesto cañones de 105 mm. que no llegaban a los buques. Por precaución, los helicópteros fueron trasladados a una cancha de fútbol junto a la residencia del gobernador. “Eran una o dos horas de oír caer bombas. Paraban y volvían. Me explicó un artillero que tiraban en forma de rombo o en rectángulo, para ir cercándonos. No nos dejaban descansar. Hasta que llegaron los cañones de 155 mm. y empezaron a retirarse”, repasa el mecánico de a bordo.
Enseguida comenzaron a llevar regimientos a Darwin, a Puerto Howard, víveres, armamentos…. No había caminos, era todo traslado aéreo. Y casi siempre debían salir con alerta roja. Para entonces cruzaban corredores donde ya volaban los PAC (Patrulla Aérea de Combate) de Sea Harrier ingleses. “Nos buscaban, porque sabían que éramos los que hacíamos los traslados de tropas y armas”, cuenta López.
En los últimos días de mayo el final de la guerra se aproximaba, inexorable. El ánimo de los cuadros de Aviación del Ejército no era el mejor. Habían derribado al helicóptero Puma AE 508 en Monte Kent. Allí murieron 6 integrantes del Escuadrón Alacrán de Gendarmería Nacional y un suboficial recibió heridas. Los ingleses se acercaban a Puerto Argentino y era más difícil volar.
Y con ese panorama, a Molina, López y Rojas les llegó la misión de rescatar a Allan Steen.
“Cuando nos tocaban vuelos sanitarios íbamos al hospital, coordinábamos todo y salíamos. Si había un paciente, el protocolo era transportarlo con un médico. Era por la seguridad del paciente y la nuestra”. cuenta Molina.
“El camino más corto era una diagonal sobre el mar, pero allí había fragatas con misiles contra las que no podíamos hacer nada. Así que nos hicimos ‘sombra’ con la costa. Volábamos bajo, sin comunicación y en un recorrido más largo”, continúa el piloto.
Volaron con rumbo norte 2 minutos, hicieron un viraje a la izquierda otros 5 y giraron a la derecha otros 10. Divisaron el destino: una casa blanca con cinco personas que levantaban las manos en la puerta indicándoles que ese era el lugar.
Por las dudas, Molina bajó el helicóptero a 150 metros del lugar y no redujo la turbina. López, por indicación suya, tomó el FAL que llevaba a bordo y se acercó cuidadosamente al lugar. “Fijate y haceme señas que me acerco”, le dijo el oficial. No sería la primera emboscada que intentarían los ingleses, explican.
López se aproximó y le hizo señas a Molina que estaban seguros. El piloto dejó el motor en ralentí, listo para arrancar. Rojas se sumó al grupo. El médico recuerda: “Hablé con el padre de Allan. Tenía una apendicitis aguda que debía operar ya mismo. También traté a una mujer muy simpática, que tenía una úlcera diabética. La reté, porque hacía el tratamiento pero no la dieta. Todo terminó antes del mediodía. Al chico lo llevamos caminando al helicóptero. Y recuerdo que antes de salir vimos pasar a un Harrier…”
López suma su memoria: “Abrí la puerta de la cabina, me conecté el casco para comunicarme y le expliqué a Héctor lo que pasaba”, cuenta. Después abrió la puerta de carga y subieron. “Aceleré y salimos” repasa Molina. Ni el ensordecedor ruido del motor pudo tapar el silencio que -cuentan ambos aviadores- se produjo en la primera parte del vuelo rumbo a Puerto Argentino.
“Teníamos sentimientos encontrados. Por un lado la tensión, el cansancio, la poca alimentación, la euforia que produce la adrenalina, y el hecho que todo el riesgo que tomamos no era por un compatriota. Pero eso no tapó, en definitiva, la satisfacción por evacuar a ese niño kelper, sin distinción de banderas en ese momento”, cuenta Molina.
Hicieron un trayecto similar al de la ida. Sabían que el camino a recorrer era angosto: de un lado estaban los buques ingleses; del otro, a sólo 6 kilómetros, el Monte Kent ya se encontraba ocupado por las tropas británicas. A los 10 minutos de volar, lo peor: un PAC de dos Harrier los sobrevolaba. “Iban muy alto. Vos ves que dejan la estela. Y cuando son dos y queda una sola, significa que uno de ellos dió la vuelta…”. Molina y López sintieron que los habían descubierto. “Roberto me dijo ‘mi teniente, está en giro hacia nosotros. Nos detectaron’. De inmediato fui al piso. Uno orbitaba sobre nosotros, y el otro nos buscaba”.
Molina divisó una enorme piedra y un sitio adecuado para bajar. En tierra, los helicópteros de combate son más difíciles de encontrar, explica. López les hizo señas a los pasajeros que se quedaran quietos, y ambos bajaron con los FAL y dos cargadores cada uno para intentar derribar el avión.
El oficial cuenta la tensión del momento: “Empezamos a sentir la turbina, venía muy bajo y cada vez más cerca, y más cerca.... Pero en un momento el ruido se empezó a alejar. Después de pensarlo mucho, creo dos cosas: o no nos encontraron, o quizás creyeron que paramos y los estábamos esperando con un misil tierra aire. En fin, nos miramos y dijimos, sigamos. Subimos al helicóptero, regresamos por la costa y en 5 minutos estábamos en el helipuerto del hospital militar. Al chico ya lo estaban esperando para trasladarlo al hospital civil. Nosotros seguimos hasta la cancha de fútbol, nos bajamos. Y dijimos ‘misión cumplida’”.
Todavía restaba la intervención del muchacho, de la que se encargó Rojas: ”Lo preparamos y a eso de las 20 ingresamos al quirófano. El anestesista era del ejército y el doctor Mario Lazar me ayudó en la cirugía. No duró mucho la operación. Estuvo 3 días de postoperatorio y le dimos el alta. Ya estaba bien. Recuerdo que el primer día que estuvo internado le regalé un camioncito. La cirugía de Allan Steen debe ser el único parte quirúrgico en español que hay en el hospital”.
Rojas y los médicos argentinos que se enrolaron como voluntarios no estuvieron mucho tiempo más en Malvinas. El 1 de junio, por orden del capitán Hussey -que estaba a cargo de Salud en las islas-, todos los civiles embarcaron en el buque hospital Bahía Paraíso. En el camino -recuerda el médico- se cruzaron con el Uganda, el barco hospital inglés, que trasbordó a heridos argentinos. Rojas arribó al continente el 2 de junio y regresó a trabajar al hospital Ferrer. Hoy tiene seis hijos y 8 nietos, se jubiló en el 2018 y estudia antropología mientras transcurre la pandemia lejos de Capital Federal.
La guerra terminó el 14 de junio. Pero Molina y López hicieron todavía un viaje más, ya con el Bell pintado de blanco, para buscar heridos. El 17, Molina fue llevado al Bahía Paraíso y regresó al continente. Dos días después hizo lo propio López, que el domingo 20 de junio de 1982, día del padre, tocó la puerta de su casa a la 1.30 de la mañana y pudo abrazar a los suyos.
El suboficial dejó la fuerza al poco tiempo, desilusionado. Quiso entrar al Colegio Militar, pero por un esguince crónico -que se hizo en Malvinas- no lo aceptaron. Se casó con Catalina, tuvo tres hijos, una Pyme y hoy vive en Ramos Mejía, donde trabaja como administrativo en el Consejo Escolar. Molina, por su parte, siguió volando, llegó a Coronel y se retiró. Él también se casó y vive en la localidad de Las Rosas en el ayuntamiento de Madrid, España. Aunque visita seguido la Argentina, como en esta ocasión en que habló con Infobae.
El helicóptero, por su parte, quedó como botín de guerra en las islas. Luego lo llevaron a Inglaterra y hoy se exhibe en el Army Flying Museum en Middle Wallop, Hampshire.
Aquel niño y su rescate, era una historia más de las tantas que los dos aviadores vivieron en Malvinas. El Dr. Rojas sí sabía quién era, y hasta había recibido una carta suya, pero Molina y López no. Para ellos, el paciente no tenía nombre y el rostro se les había extraviado con los años. Hasta que una tarde, una charla casual les reveló el otro lado de la historia.
Cuenta López que “estaba en una formación en el Colegio Militar para el Día del Veterano de Malvinas. Y de espaldas a mí, un soldado contaba que estaba buscando a la tripulación que llevó a un chiquito al hospital. Le dije que éramos nosotros y me contó cómo se enteró: tenía una pequeña radio en Ezeiza y entrevistó al comandante de Gendarmería Alfredo Lo Balbo, que había viajado a Malvinas para escribir un libro y, no se cómo, lo contactó el muchacho, ya un hombre”.
En el libro de Lo Balbo, llamado Destino Atlántico Sur, Parte B: Relatos de Sanidad, el autor reunió el testimonio de Allan, el niño evacuado por Molina y López. Allí se relata la visión del chico desde sus 11 años. Vivía en Port Stanley y marchó con sus padres al establecimiento Brookfield durante el conflicto: “A finales de mayo empecé a sentirme un poco enfermo y esa sensación empeoraba progresivamente. Creo que el verme tirado en el suelo en agonía convenció a mi mamá de que se trataba de algo muy grave. Luego de una conversación con la Dra. Alison Bleaney se reveló el diagnóstico: apendicitis. Al poco tiempo un helicóptero sanitario argentino llegó al establecimiento a recogerme junto a mi madre. A bordo venía el Dr. Oscar Rojas y el viaje hacia el hospital del pueblo lo hicimos bajo ataque de los Harriers. Esto último me lo ha confirmado mucha gente. Recuerdo que volamos muy bajo hacia el norte de las montañas de Long Island, por encima de la cresta detrás de la granja Murrell; y luego, a través de Gypsy Cove, arribamos al pueblo. Llegamos a lo que inicialmente iba a ser el nuevo edificio del albergue escolar, a mi parecer un hospital de campaña argentino en el extremo este de la pista de carreras. Después de una orden del Dr. Rojas nos fuimos hacia el campo de fútbol y desde allí en camilla directamente a la sala de operaciones del KEMH.”
“Recuerdo la noche de internación particularmente complicada por los bombardeos, y también por ver a un joven soldado argentino con pie de trinchera: no fue un espectáculo agradable. El Dr. Rojas me dio un pequeño autobús rojo como regalo antes de dejar el hospital el 3 de junio y nos alivió diciendo que todo iba a salir bien. Luego pasamos nuestros días junto a la familia Harris en la calle Fitzroy. Eran, sin duda, los días y las noches más largos que recuerdo, con poco que hacer durante el día y mucho de no poder dormir por la noche. Me gustaría expresar mi más sincero agradecimiento al Dr. Oscar Rojas, por los pequeños milagros que él ayudó a alcanzar ese día. Tenemos mucho que agradecerles a él y a su equipo médico a causa de sus acciones al igual que a los pilotos de los helicópteros”.
Cuando obtuvo la dirección de mail de Steen, López le escribió. Y recibió la respuesta: “Acepta mi sincero agradecimiento hacia ti y a tu colega por el acto humanitario que desempeñaron ese día de mayo de 1982. Sin eso, creo que no hubiera estado aquí hoy para escribirte esta carta de agradecimiento. Espero que la vida te haya tratado bien y que seas amado por aquellos que te rodean”.
Molina, a su tiempo, también le escribió y recibió una respuesta similar.
Allan Steen ya no tiene miedo de morir. A los 50 años sigue jugando bádminton, el deporte que practica desde joven. Y hasta se dio el gusto de ganar, hace 5 años en Orlando, Florida, dos medallas de oro en un torneo para mayores de 40. Nada mal.
SEGUIR LEYENDO: