Abandonó el poder, desalojado por los militares de la Revolución Libertadora, y se refugió en la cañonera “Paraguay”, la mañana lluviosa del 20 de septiembre de 1955. No quería sentirse responsable de una guerra civil. Un grupo de colaboradores lo ayudó a embarcarse, afirmándolo, para que no trastabillara. Dejaba en Buenos Aires el cadáver de su difunta esposa, Evita, embalsamado en el salón de la CGT.
Pocas semanas, en noviembre, después de una estadía en Paraguay, comenzaría a vivir en Panamá. Se alojó en Colón, en la costa del Caribe, en una habitación del hotel “Washington”, que estaba bajo control de Estados Unidos.
A los pocos días inició una relación amorosa con Eleanor Freeman. Era una morocha de 27 años, simpática y culta, licenciada en Administración, que había respondido rápidamente a un gesto suyo en el lobby del hotel. Al percibir el guiño, sacó un cigarrillo y esperó con delicadeza a que su pretendiente le acercara fuego. Con el semblante de general todopoderoso apenas abandonado por los vaivenes de la historia, Perón, que acababa de cumplir 60 años, empezó a relatar trazos de su vida, y a pesar de las dificultades del idioma, a ella le pareció una aventura mucho más exótica y entretenida que las que vivía en el restaurante de Chicago donde trabajaba.
Al atardecer, Perón la invitó a dar un paseo por la calle principal, y de paso cumplía con la recomendación de su médico croata: caminar tres a cuatro kilómetros diarios para activar las arterias. A la noche fueron a cenar a la cantina italiana Hankow, en la que a Perón no le cobraban. Pasaron horas cambiando palabras y sonrisas. Al día siguiente, cuando intuyó que había ganado la confianza de “La Gringuita”, como le decía, la invitó a la suite en el segundo piso del hotel. Ella llevó el disco del mexicano “Pancho” López, que tenía una canción muy de moda.
Durante todo el mes de noviembre de 1955 y los días que pudo de diciembre, Perón la incorporó a su rutina. Desayunaban y almorzaban juntos, y mientras Freeman tomaba sol en la pileta, él daba forma final a La fuerza es el derecho de las bestias. Era su libro de batalla, la defensa de sus poco más de nueve años y medio de gobierno, y también una respuesta inmediata a la Revolución Libertadora que lo había derrocado. Lo venía escribiendo desde el camarote de la cañonera, en hoteles y aeropuertos. Al principio, lo hacía de puño y letra. Hasta que Victorio Radeglia, un rumano que se le había adherido desde los primeros días de su exilio y se presentaba como su secretario —luego Perón comprobaría que era un doble agente de la KGB y la CIA y se desprendería de él encargándole una misión en Chile—, le consiguió una máquina de escribir portátil, a cambio de sacrificar la intimidad de su jefe.
Un día, una reportera de The Panama America, anticipándose al grupo de periodistas que se emborrachaban en el bar del hotel a la espera de una nota, le rogó que le permitiera fotografiar al General. Radeglia le pidió una máquina de escribir en pago de su gestión, y ella la compró y la trajo. Radeglia abrió la puerta de la suite y durante un instante la reportera tuvo a Perón en la mira de su Rolleiflex: estaba de espaldas y en calzoncillos, sentado frente a una mesa con mantel, con una media calada en la cabeza que le servía para achatarse el pelo, escribiendo su descargo ante la historia. La foto se publicaría en Life.
Al atardecer, nada lo distendía tanto como sus conversaciones con “La Gringuita” en la terraza del hotel, mientras veían los buques avanzar por el océano Atlántico en busca del Canal de Panamá, y a la noche cenaban en la cantina. Freeman estaba gozando de unas vacaciones espléndidas, y decidió demorar su regreso a Chicago.
No obstante estas felices distracciones, Perón seguía viviendo una situación de extrema vulnerabilidad.
A pesar del cuidado de sus colaboradores, de los dos oficiales de la Guardia Nacional panameña que lo custodiaban y de las comodidades que le ofrecían sus amistades políticas locales, la posibilidad de un atentado hacía que jamás se desprendiera de su revólver Smith & Wesson calibre 38, de caño largo.
El documento confidencial número 153-55 elaborado por el agregado naval de la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires bajo el título “Argentina-Marina-Plan contra Perón”, y fechado el 29 de diciembre de 1955, da cuenta del seguimiento que le efectuaban oficiales navales argentinos en su exilio:
Fuentes preguntan a OR —oficial que reporta— si estaba al tanto de que Perón estaba viviendo en el área americana de Panamá y que estaba siendo custodiado por personal militar norteamericano. Dijeron que esto probablemente pondría un freno a la “Operación Colón” y que tal vez deberían abandonarla, tal como abandonar “Operación Naranja”, cuando Perón dejó Paraguay.
La presencia de Perón en un hotel bajo control de los Estados Unidos generaba perplejidad al gobierno militar argentino. Esta situación se puso de manifiesto en un documento secreto que la embajada envió al Departamento de Estado el 12 de enero de 1956 —Control 5488— .
En el cable se informaba que un funcionario argentino —Oneto— se había lamentado de que los Estados Unidos mantuvieran a Perón “en el congelador en Panamá para un posible regreso en el futuro, para estabilizar una situación caótica, si el gobierno de Aramburu o la Revolución (Libertadora) fracasa” .
En vista de esta circunstancia, la embajada norteamericana en Buenos Aires trasladó su parecer a Washington:
La Embajada percibe que la presencia continua de Perón en el Hotel Washington es contraria a nuestros intereses y espera que el Departamento (de Estado) pueda encontrar alguna manera de inducirlo a tomar la residencia en algún otro lugar completamente apartado de cualquier asociación con el gobierno norteamericano. Sería aún mejor si dejara el continente.
Washington aceptó esta sugerencia. Se había agregado, también, una nueva situación. Los padres de la joven Freeman, preocupados por su demorado regreso, habían notificado su ausencia al cónsul norteamericano de Colón y los funcionarios presionaron a la familia para que hiciera una denuncia por “secuestro” contra Perón, a fin de llevar el caso a la Justicia. Finalmente, el ex presidente, a pesar de que era huésped de honor de la ciudad, fue expulsado del hotel. Poco podían hacer las autoridades panameñas ante una exigencia de los Estados Unidos.
Hacia fines de 1955, Eleanor Freeman debió volver a su casa, aunque le prometió a Perón que volvería a verlo como fuese. Y cumpliría.
Isabel
Para esa época la ciudad de Panamá era un bacanal. Estaba regada de marines, prostitutas, contrabandistas y espías, que noche a noche se relajaban en nightclubs y burdeles, para jugar con trampas y hacer el amor por casi nada. No parecía extraño que aterrizara allí un conjunto de bailarinas argentinas para hacer su show en el Happy Land, un cabaret de la Avenida Central, en el que se lucían transformistas y también se bailaba tango.
Perón fue invitado a ver el espectáculo por el mayor Omar Torrijos, el edecán que le había asignado la Guardia Nacional. El mismo jefe de la guardia, el coronel Vallarino, le mandó decir que las bailarinas querían conocerlo. En principio, Perón decidió abstenerse. El lugar no era de los mejores. Y toparse con marines borrachos o dejarse arrastrar por una prostituta era un mal programa para alguien que se sentía perseguido por los escándalos sexuales y tenía el cadáver de su esposa desaparecido.
Sin embargo, para no ser descortés, Perón invitó al grupo de bailarinas a un asado en el balneario María Chiquita el 24 de diciembre al mediodía. Allí saludó a las chicas una a una, observando sus gestos y actitudes. Una de ellas se le acercó y no se le despegó de su lado .
—Yo le prometí a mi madre que, cuando lo viera, le iba a dar un beso en su nombre —le dijo, y le rozó la mejilla con sus labios.
Perón escuchó su historia. Estaba por cumplir 25 años. Había nacido en La Rioja. Era la menor de seis hermanos. De pequeña, su padre, don Carmelo, que era empleado del Banco Hipotecario, la llevó a vivir a Buenos Aires, pero quedó huérfana al poco tiempo, allá por 1934. Siempre se había interesado en las artes. Estudió en un conservatorio de Belgrano. Cuando tocaba el piano en su casa, los chicos se detenían en la vereda para escucharla. Vivía en la calle Migueletes, eran del mismo barrio. Su familia había sido peronista de la primera hora. A los 20 entró en la Escuela Nacional de Danzas del Teatro Nacional Cervantes. Ya estaba un poco grandecita, por eso se decidió por las danzas regionales y españolas. Le fue bien. Ganó un concurso de coristas y el prestigioso zarzuelista Faustino García la incorporó a su elenco. Ahí por primera vez se sintió una bailaora. Actuó en el teatro Avenida, de la Capital, y enseguida se fueron de gira a Montevideo. Vivió con dos chicas en una pensión de la avenida 18 de Julio, pero allí, en 1954, había muchos “contreras” exiliados que se oponían al gobierno. No le gustaba. Casi al filo se integró a la compañía de ballet español de Gustavo de Córdoba y Amalia Isaura. Con el show viajaron por Chile, Perú, Ecuador y Colombia, pero quedaron varados en Medellín. Nadie los contrataba y el grupo se desmembró . Cada una se las arregló como pudo. A ella la conectó Joe Harold. Le prometió mucho trabajo por Centroamérica. En total eran seis chicas. Hicieron una pasada por Venezuela y acababan de llegar a Panamá. Ya habían actuado en el local Bahía, pero la misma semana Joe Harold invitó al show al dueño del Happy Land y trasladaron las funciones hasta allí.
Perón fingió creer todo cuanto ella dijo. Comía y sonreía, tratando de disimular su malestar: en ese momento le molestaban menos las mentiras que el aire caliente y opresivo, que le dificultaba la respiración. Detestaba el tórrido verano de Panamá, aunque a la prensa le había dicho que le sentaba bien. Harto de todo, suspendió el postre y la sobremesa y decidió marcharse apenas terminó de comer.
—Yo al dulce de leche no lo como con tenedor —le comentó a su chofer.
Espiado desde la ventana de enfrente
El desalojo de Perón del Hotel Washington había alcanzado cierto estado público y lo obligó a mudarse de Colón. Su ex embajador Carlos Pascali, al que acusaba en parte de sus males en Panamá, le alquiló un departamento de tres ambientes sin ascensor en el edificio Lincoln de la capital del país, a un paso de la embajada de los Estados Unidos. Perón lo regañó. Si él era el hombre de reserva de Washington para impedir el comunismo en la Argentina, esa condición no tenía por qué hacerse tan explícita.
Un cable de la embajada norteamericana en Panamá con fecha del 2 de marzo de 1956 daba cuenta de sus dificultades:
“Perón aparece amueblando de urgencia las habitaciones en los Apartamentos Lincoln, a una cuadra de la embajada de Estados Unidos, adonde fue escoltado el 27 de febrero por José Bazán, ex intendente de Colón. Persisten rumores de que puede ir a Nicaragua o Chile, pero por ahora parecen rumores lejanos. El pedido de Perón de una visa en México todavía no fue respondido, de acuerdo con el embajador mexicano”.
Perón no había tenido noticias de la bailarina hasta que reapareció una tarde en su departamento. Se estaba recuperando de una gripe muy fuerte y por nada del mundo quería volver al cabaret. Se largó a llorar. Le dijo que “Lucho” Donadío, el dueño del Happy Land, la presionaba para que se sentara a la mesa del coronel Vallarino, y que le convenía porque era un hombre muy influyente que le iba a solucionar cualquier problema. Pero ella no quería hacer “copas”. No había estudiado para eso. Quería volver a Buenos Aires, aunque con los cinco dólares que ganaba por noche nunca iba a ahorrar para un pasaje de avión.
Perón se anticipó a cualquier pedido. No tenía plata. Eran tres en la casa y vivían con lo justo. Apenas podían pagarle a una cocinera.
—Me están por echar del Hotel Roosevelt si no vuelvo a trabajar. Quizá pueda estar con usted un tiempo hasta que me envíen el dinero desde Buenos Aires…
—¿Sabe escribir a máquina? —se interesó Perón.
—No, pero hablo francés, puedo ser su secretaria —respondió Isabel . Ése era su nombre artístico.
Perón hizo un gesto de resignación.—¿Y sabe cocinar? —inquirió.—Me las puedo arreglar. Pero puedo probar su comida antes que usted y velar por su seguridad. Perón la integró al grupo. En principio se ocuparía de la limpieza de la casa y luego iría tomando parte de la cocina. Pascali, que había dado su garantía para el alquiler, se encrespó con la nueva visitante. El General seguía la línea de los escándalos: primero Nelly Rivas, luego Eleanor Freeman, y ahora una bailarina de cabaret.
A los pocos días la situación se tensó. Pascali recibió un mensaje del dueño del Happy Land: o el General devolvía a Isabel o pagaba la fianza para romper el contrato que habían firmado. Perón le hizo llegar trescientos dólares.
Desde entonces María Estela Martínez Cartas se instaló en su casa.
En julio de 1956 le llegó la propuesta de mudarse a Venezuela.
Para entonces Perón estaba otra vez sin rumbo ni residencia estable, y arrastraba la vergüenza de haberse trasladado provisoriamente a Nicaragua para no estorbar la visita a Panamá del general Aramburu. De modo que decidió partir. Y mientras sus colaboradores lo interiorizaban de los más insignificantes movimientos de Isabel, a su vez, los funcionarios norteamericanos también lo observaban.
El 7 de agosto, el cónsul de Colón, Robert Weise Jr ., reportó a Washington el siguiente cable:
El gobierno de Venezuela autorizó la entrada del ex dictador de Argentina Juan D. Perón. El cónsul de Venezuela no sabe cuándo se va a trasladar, pero cree que será en pocos días. También les dio permiso a Isaac Gilaberte, 48 años, chofer de Perón, que dejó La Guaira en la tarde de ayer, a Ramón Landajo, 28 años, publicista de Perón y a María Estela Martínez (alias Isabel González), 25 años, novia de Perón. Landajo tiene reserva en la línea aérea LAV para dejar Caracas mañana.
La vida en Venezuela
En agosto de 1956, Juan Domingo Perón ya vivía de prestado en Caracas en el departamento de Rodolfo “Martincho” Martínez, un argentino, relator de carreras de caballos, que a fuerza de visitar al General en Panamá para recoger sus escritos y publicarlos en medios caribeños, lo convenció de trasladarse a Venezuela. Le aseguró que desde allí podría conformar un centro político más activo y conexiones más fluidas con la Resistencia Peronista en la Argentina y los “comandos de exiliados” dispersos en Latinoamérica.
Martínez decía contar con mucha gente lista para responder a sus instrucciones. A cambio de su propuesta sólo pedía ser designado vocero del Comando Superior Peronista, que el General presidía, y el manejo de las relaciones con el gobierno venezolano.
El departamento que Martínez le ofreció para que se alojara estaba bien ubicado -avenida Urdaneta esquina Pelotas, pleno centro de Caracas. Contaba con dos dormitorios, un living-comedor y un balcón en el quinto piso, con vista abierta.
Perón mantuvo en Venezuela su rutina militar. Se levantaba a las seis de la mañana, se estiraba el pelo para atrás y lo dominaba con el auxilio de un frasco de gomina perfumada que le fabricaba un exiliado, y escribía hasta las once; luego almorzaba y, tras una breve siesta, retomaba la escritura.
Por entonces, ya había publicado La fuerza es el derecho de las bestias en Colombia, Panamá, Brasil y Perú. Ninguna de las ediciones lo conformaba. En el departamento de Caracas se dedicó a emprolijarlo y agregarle un nuevo capítulo, “La realidad de un año de tiranía”. Mientras tanto, Perón continuaba publicando sus memorias y el relato de su caída en distintos medios latinoamericanos y europeos.
Su anfitrión, Martínez se tomaba algunas licencias que a Perón le disgustaban, pero que consentía; como, por ejemplo, cobrar los artículos que escribía el ex presidente y no reportarle algún dinero, ni prometerle un pago a futuro. De todas sus picardías, la que verdaderamente le molestó fue cuando Martínez fotografió a María Estela Martínez revolviendo fideos en la cocina de su departamento y vendió la imagen a la revista cubana Bohemia, como ilustración de uno de sus artículos.
Fue un impacto publicitario importante: hasta entonces Perón tenía a la bailarina medio escondida en su casa y no quería presentarla en público porque todavía no sabía qué iba a hacer con ella.
Al cabo de unos días, los colaboradores de Perón estaban convencidos de que Isabel era espía del gobierno argentino. Landajo y Gilaberte informaron de un sinnúmero de singularidades, pero ninguna de éstas constituía prueba contundente de nada. Decían que le ponía yuyos a las comidas; que había colocado velas a un santo debajo del tanque de nafta del Opel y que tuvieron que patearlas para evitar que el vehículo explotara; o reportaban que Isabel anunciaba que iba a determinado lugar pero luego tomaba la dirección contraria. Sólo una vez Landajo trajo un elemento que podía aportar algún valor probatorio: dijo que la había visto en la calle conversando con Negri, un funcionario diplomático de la embajada argentina en Panamá, que sugestivamente se había mudado a Caracas.
Perón escuchaba los informes pero relativizaba su importancia.
Sus colaboradores no podían entender cómo su jefe había elegido a alguien tan superficial, tan falto de vitalidad y de magia, luego de convivir con una mujer como Evita, que ya se había transformado en el gran mito de las masas peronistas. El General era realista:
—Yo soy viudo . Tengo derecho a vivir. Y a mi edad, no puedo andar buscando por la calle . Ya que la tengo en casa...
En relación con sus mujeres, Perón decía que su primera esposa, Aurelia Tizón, había sido el fuego que lo encendió, y Evita la llamarada, el fuego que lo incendió todo y que también lo había quemado. Y ahora, en la soledad de sus sesenta años, necesitaba un ladrillo caliente para que le abrigara sus pies en el exilio: ese ladrillo era Isabel.
Freeman regresa por el General
Por la bailarina, Perón descartó reanudar su relación con la joven norteamericana, cuando ella volvió a su encuentro y lo visitó en Caracas. Eleanor Freeman voló sin saber si sería recibida o no. Perón no había dado respuesta a las cartas que ella les enviaba a sus colaboradores. Incluso en algunas le había adjuntado recortes de diarios de Estados Unidos que hablaban de él.
Estaba fascinada con su figura.
Perón mandó a Gilaberte a recibirla en el aeropuerto y Freeman se alojó en el departamento de su colaborador. A la mañana del día siguiente, el General la visitó y se quedaron juntos hasta el atardecer. Ella le entregó media docena de pañuelos de seda como regalo. Dos días después Perón volvió a verla. Gilaberte se había ocupado de sacarla a pasear y se había encariñado con ella. La prefería mil veces a la bailarina, pero la elección de la sucesora de Evita correspondía al General. Después de la segunda cita, Isabel se enteró de sus escapadas y armó un escándalo que decidió a Perón a terminar la relación. Que Isabel se enterara de la presencia de la norteamericana alimentó las sospechas del entorno respecto de la posibilidad de que estuviera en contacto con la embajada argentina, que le habría pasado la información. Lo cierto es que Perón vio a Freeman por tercera y última vez y, en vista de las complicaciones, le pidió que se fuera. Como su jefe la había rechazado, Gilaberte se sintió con el derecho de conquistarla algunas horas antes de su partida. Intentó seducirla rápido e intimar con ella, pero la joven norteamericana lo rechazó. Estaba muy triste. Su amor era sólo para el General.
Marcelo Larraquy es Periodista e historiador (UBA)
SEGUIR LEYENDO: