A pesar del clima primaveral que acariciaba a la ciudad la tarde del 22 de diciembre de 1992, la recepción de un fax en su teléfono directo hizo transpirar el jefe del Tesoro de la sucursal Rosario del Banco provincial de Santa Fe, Norberto Schiavetti.
“Por los inconvenientes por usted conocidos, debido a la falta de billetes de $ 50, el Directorio del BCRA ha resuelto por una situación de emergencia el reciclaje de australes 500.000 para una zona del país”, decía el papel membretado en el que además se le solicitaba que tuviera listos para el día siguiente todos los billetes de la vieja moneda que hubiera en las bóvedas del Banco de Santa Fe para entregárselos en el aeropuerto de Fisherton a los funcionarios del Banco Central que irían a buscarlos al día siguiente para trasladarlos a Buenos Aires.
El membrete, las firmas y los sellos eran correctos, pero aun así Schiavetti –con 30 años de experiencia bancaria– levantó el teléfono y llamó al Banco Central para confirmar el pedido.
-Sí, estoy al tanto, claro… Necesitamos los billetes de 500.000 australes mañana a primera hora, así que mándelos en el primer vuelo que haya. Los inspectores nuestros van para allá, ¿okey? - le contestó un supuesto funcionario desde el otro lado de la línea.
Al jefe del Tesoro le llamó la atención que el traslado se hiciera en un vuelo de línea, cuando en otras ocasiones se hacía con transportes de caudales, pero la urgencia de la situación disipó sus dudas.
El año anterior, por el decreto 2128, el gobierno de Carlos Menem –en medio de un proceso inflacionario galopante– había establecido que desde el 1° de enero de 1992 el Austral sería reemplazado por una nueva moneda, el Peso, con una conversión de 10.000 australes por peso. Para diciembre, el proceso de cambio de billetes distaba mucho de haber terminado y la demanda de moneda por las fiestas de fin de año obligaba a sellar billetes viejos de australes con la impronta de su valor en pesos.
El pedido del Banco Central tenía lógica y, además, Schiavetti se encontró de pronto con una tarea casi monumental: termosellar 600.000 billetes de 500.000 australes en 2.100 “balas” –como se denominan en la jerga bancaria los fajos termosellados- y meterlos en sacas para llevarlos la mañana siguiente al aeropuerto. Esa noche, cuatro empleados trabajaron contrarreloj para tener todo listo.
Cerca de las 12 de la noche, el jefe del Tesoro respiró aliviado. Pensó que había cumplido con su deber, sin imaginar que había entrado como un caballo en el primer escalón de una estafa monumental.
Cambio de avión por avionetas
A las 8 de la mañana del 23 de diciembre, ojeroso pero impecable en su ambo con corbata, Norberto Schiavetti llegó al Aeropuerto Fisherton en un camión blindado del Banco de Santa Fe acompañado por uno de sus empleados, Hugo Tenaglia, un chofer y un custodio armado.
Como le habían indicado por teléfono, se dirigió al salón VIP de la estación aérea, donde se encontró con tres supuestos inspectores del Banco Central que le mostraron las credenciales –incuestionables para Schiavetti– que los identificaban como Jaime Shell, Alfredo Alberto Acosta y Jorge Raúl Torres.
Según lo establecido, las sacas debían ir a la bodega del avión de Austral, pero había ocurrido un inconveniente.
-El vuelo está retrasado y esto es muy urgente. Pedimos autorización y vamos a alquilar dos avionetas para el traslado – le dijo el inspector que se había identificado como Acosta.
-¿Por qué dos? – preguntó Schiavetti.
-Porque una sola no soporta el peso de las personas y las sacas – fue la respuesta.
El vuelo, efectivamente, había sido retrasado por horas debido a un desperfecto en el avión. Se dirigieron entonces a las oficinas de Flying, una compañía de taxis aéreos y alquilaron las dos avionetas.
-Me regatearon el precio del flete y les hice una rebaja de 100 dólares. Fijamos en 900 dólares el costo de los dos vuelos - declararía después ante la Justicia Walter Barreto, gerente de Flying.
En una de las avionetas cargaron siete sacas y las otras seis fueron a parar a la segunda, donde sólo pudo subir uno de los inspectores. El destino de las hojas de ruta era el Aeropuerto de San Fernando, donde esperaría un transporte de caudales.
Los otros dos inspectores, Shell y Acosta, acompañados por el empleado Tenaglia, alquilaron un remise para ir a Buenos Aires, donde en el Banco Central se le entregaría el comprobante de recepción de los billetes al empleado rosarino.
“¡¿Qué 30 millones?!”
Las avionetas decolaron y el remise se dirigió hacia Buenos Aires. Los dos inspectores y Tenaglia llegaron al centro porteño pasado el mediodía. Allí le dijeron al empleado del Tesoro rosarino que le entregarían el comprobante en el Central, en una oficina específica, a las seis de la tarde, que ellos tenían cosas que hacer, que aprovechara con el remisero para pasear por la ciudad y que fuera a esa hora a la sede del Banco para encontrarse con ellos.
Se despidieron sin que Tenaglia sospechara nada. Declararía después que estaba contento de poder dar un paseo por la capital. Pero antes del placer, sintió que debía cumplir con su deber. Fue a una cabina de teléfono y llamó a la oficina de Schiavetti en el Banco de Santa Fe.
Su jefe atendió de inmediato y le costó comprender lo que escuchaba. Cuando al fin entendió sintió que se desmayaba.
Después de entregar el dinero en el aeropuerto, Schiavetti había ido a su oficina y desde allí llamó la sede central del BCRA para avisar que había entregado los billetes y que estaban volando hacia allá. La respuesta que recibió lo dejó helado:
-¿Qué entrega, cuáles billetes, cómo que 30 millones? – le preguntaron.
-Los que ustedes pidieron – atinó a contestar.
-Nunca pedimos nada – le dijeron y empezaron a pedirle explicaciones.
En San Fernando, donde habían aterrizado las avionetas, no esperaba ningún camión de causales sino dos vehículos, cuyos ocupantes cargaron las sacas y se fueron acompañados por el falso inspector del Central.
La estafa perfecta
La gran estafa al Tesoro del Banco provincial de Santa Fe había sido planificada cuidadosamente durante cinco meses, aprovechando el proceso de cambio de los viejos australes por los billetes de nuevos pesos. El cerebro de la operación se llamaba Héctor “Tito” Rima y para entonces ya tenía una larga trayectoria en elaborar “cuentos del tío”, aunque ninguno de semejante envergadura.
Sus cómplices eran Gregorio y Néstor Collia –propietarios de una imprenta donde se falsificaron los papeles-, un ciudadano uruguayo llamado Sergio Turza Nocetti, y dos empleados del Banco de Santa Fe, Lorenzo Marino y Héctor Mena, quienes suministraron la información necesaria para engañar al jefe del Tesoro. Se sospechaba también de Horacio Ansil, empleado de la imprenta de los Collia.
Además de falsificar credenciales, hojas membretadas, sellos y firmas, intervinieron y desviaron el teléfono directo de la oficina de Schiavetti para hacerle creer que estaba hablando con el Banco Central y engañarlo.
El 23 de diciembre por la tarde, Rima y los suyos festejaron: tenían en su poder el equivalente a 30 millones de dólares en billetes que serían casi imposibles de rastrear.
Un Pai informante
Los días siguientes en todos los medios de habló del “robo del siglo”, cometido a puro ingenio y sin necesidad de armas. Parecía la estafa perfecta, hasta que alguien se fue de boca, aunque nunca lo admitió.
Horacio Ansil –que luego sería uno de los imputados en el juicio– era devoto del culto de Umbanda, que practicaba en un “terreiro” de la localidad bonaerense de Lanús. Había empezado a asistir al culto en busca de “sanación” de una enfermedad que lo aquejaba y aparentemente los rezos del “Pai de Santo” lo habían mejorado.
Versiones policiales de la época aseguran que pocos días después de los hechos, Ansil le relató la estafa al “Pai”, en quien confiaba, sin saber que además de dedicarse a sus oficios religiosos, el hombre era un informante de la Policía Bonaerense, más específicamente de la Brigada de Investigaciones de Lanús.
Ansil fue detenido los primeros días de enero de 1993. A los policías les dijo –y lo repetiría en el juicio– que él nunca le contó nada al “Pai”, a quien visitaba porque tenía problemas estomacales. Lo cierto es que poco después de su detención empezaron a caer, uno por uno, los miembros de la banda.
La identidad del “Pai” informante de la Brigada de Lanús nunca fue revelada.
Juicio, condenas y absoluciones
El 12 de febrero de 1998 la causa fue elevada a juicio, en el que se acusó a Norberto Schiavetti, titular del Tesoro del Banco de Santa Fe en Rosario, de armar la maniobra en connivencia con los portavalores Hugo Tenaglia, Conrado Clemori y Fortuni; el ex comisario de la policía bonaerense Guillermo Fernández, los hermanos Néstor y Gregorio Colla, Jorge Magaldi, el ex policía Juan Carlos Amor, Héctor Mena, Sergio Turza Nocetti, Horacio Ansil y Eleonora Garbagnoli, pareja de Héctor Rima, que cuando vio llegar a la policía para detenerla intentó quemar los billetes que guardaba en su casa.
Sin embargo, la fiscalía consideró que los empleados del Banco de Santa Fe habían sido engañados por los estafadores y pidió el sobreseimiento de Schiavetti y de los portavalores Conrado Clemori, Tenaglia y Fortuni.
En abril de 2002, la Justicia condenó a Gregorio y Néstor Collia, y el uruguayo Sergio Turza Nocetti con penas de cuatro años de cárcel y una multa de 90.000 pesos. También impuso penas de tres años y seis meses los ex empleados del Banco de Santa Fe Lorenzo Marino y Héctor Mena, acusados de haber aportado información clave sobre operaciones bancarias.
El tribunal absolvió a Schiavetti, a Tenaglia, a Ansil y al resto de los imputados.
El juicio se desarrolló sin la presencia del cerebro de la operación, Héctor “Tito” Rima, prófugo desde 1994 luego de obtener la excarcelación presentando avales para la fianza por 400.000 pesos.
Los avales que había presentado eran falsos.
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