Ese día se levantó temprano. Le costó dormir. La ansiedad mutó a nerviosismo. Caminó al supermercado más cercano del hotel porque quería devolverle el gesto. Volvió con las dos naranjas en una bolsa de papel madera, esos envoltorios típicos que entregan en los comercios de los Estados Unidos. Le servía que no fuese transparente. Quería administrar el efecto que provocarían las naranjas. Ya había desayunado. Lo acompañaba su esposa Andrea. Hizo tiempo, agarró el pasaporte de su mamá, lo guardó en un bolsillo y partió antes del mediodía en un auto alquilado rumbo a las colinas del norte de Santa Mónica. Habían pasado 32 años, once meses y quince días desde ese sábado 19 de junio de 1982.
Contó al menos quince autos en el garage. Pensó, fruto de su ingenuidad, que le había organizado una fiesta en su honor. Se río de su inocencia cuando comprendió, luego, que simplemente eran los vehículos de los empleados. La casa era lo que presumía: una mansión de revista. Los recibió un personal de seguridad que les pidió que esperaran en el living. La sensación era de fascinación e incredulidad. En un piano de cola que miraba el turquesa del océano Pacífico había una fotografía sencilla del Papa Francisco. Supo, automáticamente, que había acertado en traer rosarios de regalo. Permanecieron diez minutos absortos y desbordados por el lujo surrealista de ese chalet de Malibú.
Era el viernes 5 de junio de 2015. No se lo olvida más. Como aquella despedida en el Canberra, estaba de espaldas cuando lo sorprendió. El recibimiento fue frío, seco, tímido. El inglés le extendió la mano y él, argentino, le pidió un abrazo. Nunca antes se habían mezclado en uno. No fue un abrazo cómodo, gratificante. La tensión los dominaba. Era mucho y era muy intenso lo que había pasado. Eran más de 32 años los que habían pasado. La rigidez y la introversión estaban perdonadas.
Salieron al parque. La mesa estaba servida bajo una pérgola rústica: el anfitrión había tenido la deferencia de encargarle a su cocinero lomo argentino con vegetales. No había copas ni vinos. Había vasos altos con agua. El escenario era una postal de ensueño. Pasaban en vuelo rasante pelícanos grises sobre el mar. La arquitectura en armonía con el paisaje exótico y el refinamiento de los detalles le recordaban que había sido invitado a la casa de una celebridad. Les presentó a su mamá, a su esposa y a sus tres hijos adolescentes. Él había llevado el pasaporte de su mamá, álbumes familiares, fotos de sus tres regresos a las islas, los rosarios, las naranjas y otros obsequios de cortesía. Sentados en la mesa, antes de empezar a almorzar, sacó las dos naranjas de la bolsa de papel madera.
Recién ahí, Mark Burnett -el laureado productor de cine y televisión, el presidente de la cadena MGM, el ganador de doce premios Emmy, cinco premios del Producer Guild of America, siete premios Critic’s Choice y seis premios People’s Choice Awards, el generador de cuatro mil horas de programación con emisiones en setenta países, el creador de los realitys “La Voz” y “Survivor” (en Argentina se llamó “Expedición Robinson”), el productor ejecutivo de las aclamadas series de Luis Miguel (Netflix), Fargo (FX) y Vikingos (History Channel), una de las estrellas del paseo de la fama de Hollywood y una de las personas más influyentes del mundo según la revista TIME-, recién ahí, al recibir las dos naranjas, volvió a ser el cabo de la compañía C del regimiento 3 de paracaidistas del ejército británico. “Recién ahí se quebró y le empezó a contar a la familia quién era yo y qué significaban esas dos naranjas”, relató Miguel Savage.
Miguel Savage se sube al Canberra la tarde del martes 15 de junio de 1982 junto a otros 4.171 soldados argentinos. Descubre el transatlántico cuando el bote emerge de la Bahía Blanca de las Islas Malvinas. “Una pared blanca iluminada como un edificio”, describirá cuatro décadas después. Lo interpreta como un regreso a la civilización: había estado más de dos meses en un pozo a la intemperie cubriéndose del frío, la desidia y los morterazos. Encuentra en el barco una pileta, un salón de baile, lámparas colgantes, camarotes en suite. Redescubre la calefacción. “Era un hotel flotante que los ingleses habían alquilado para llevar a sus soldados”, definirá.
Lleva dos meses sintiendo frío y hambre. Las costillas afloran de su cuerpo raquítico. Pesa 50 kilos. Había llegado con 72. Al entrar al barco, presume, en su más pura inocencia, que sabe hablar inglés a la perfección. Es quinta generación de argentinos descendientes de escoceses. Su tatarabuelo se había radicado en Chascomús en 1838. Su abuela y su mamá habían respetado la lengua inglesa puertas adentro. Supone que ser bilingüe le daría alguna ventaja en la distribución de la comida. Se equivoca. Su esbozo de egoísmo se vuelve un suplicio. Pasará una semana de navegación sin dormir traduciendo cada indicación, cada orden, cada solicitud, cada diálogo. “Había que organizar el caos -comprenderá-. Éramos 4.172 prisioneros argentinos, en su mayoría conscriptos civiles que necesitaban atención médica y comida. Había que ir camarote por camarote explicándole que nadie los iba a torturar, marcándoles los horarios para comer. Hasta tenía que traducir las conversaciones en quirófano del equipo médico inglés con los médicos argentinos: vi amputaciones, curaciones, de todo”.
Su segunda lectura también es errónea. El fin de la guerra tiene horas de vida. El ejército argentino se rindió ayer. El ejército británico aceptó la capitulación ayer. Juntos declararon el cese de las hostilidades. El odio, la venganza, la miseria, la experiencia personal sobreviven. Ingleses que mataron argentinos y argentinos que mataron ingleses comparten viaje hacia Puerto Madryn. El pavor de Miguel a una batalla entre personas -ya no entre naciones- se disipa rápido. Ve ingleses y argentinos en los pasillos del barco interactuando en paz: hablan de fútbol, de música y se preguntan con voraz curiosidad cómo había sido el conflicto del otro lado de la trinchera. “Ellos nos preguntaban cómo carajo habíamos aguantado dos meses ahí con semejantes condiciones de insumos y climáticas, con armamento obsoleto y por qué nos habíamos quedado a pelear. Nosotros le preguntábamos cómo habían navegado todo el planeta y cómo habían caminado ochenta kilómetros de noche para venir a atacarnos”, relatará.
Escucha por los parlantes del Canberra las radios de Londres y descubre un tema de Génesis, su banda favorita. Es Paperlate, la única canción del grupo de rock británico que apela a instrumentos de viento. La música es enérgica, jovial. Y combina: “El ánimo era celebratorio, veníamos celebrando la vida ingleses y argentinos, casi sin importar de qué lado habías estado. Estábamos eufóricamente felices de estar vivos yendo hacia nuestros hogares pero con la tristeza de cargar con nuestros amigos muertos”, contará. Mientras escucha Génesis, mientras tararea la misma canción que entona un soldado inglés, le embarga una epifanía y detecta una enseñanza más: repetirá en las charlas que brindará en colegios, universidades, empresas y congresos, y en el libro que escribirá que todas las guerras son anónimas. “Cuando uno le pone rostro al supuesto enemigo, el enemigo se cae. Éramos pibes que sentíamos las mismas cosas. Ellos nos decían ‘ahora que los conocemos no los podemos matar’. Y nosotros pensábamos lo mismo”.
Con 19 años, un pulóver blanco y azul robado de una estancia kelper, una bombacha de combate mugrienta, unas botas Pirelli negras castigadas, se convierte en una suerte de agente diplomático argentino. Da una conferencia en el Canberra ante veinte periodistas británicos. Los soldados ingleses que lo acompañan le sugieren que omita algunas críticas al ejército argentino para evitar represalias de la dictadura en su regreso al continente. Las fuerzas británicas advierten, asimismo, que Miguel puede serles útil. Lo llevan a la oficina de Martin Osborne, un oficial del regimiento 3 de paracaidistas, el mismo que había combatido en el frente de batalla contra el regimiento 7 de La Plata, el de más bajas argentinas.
El tono es severo, altivo. Con arrogancia y desprecio, Osborne lo pasea por el transatlántico. Le remarca la excelencia del trato que están recibiendo los soldados argentinos. El tenor de la conversación no es grato. Miguel, que jugaba al tenis en Adrogué, estudiaba en la universidad de Agronomía y cumplía con la colimba limpiando baños en el Tiro Federal de Berisso, dentro del cuerpo del regimiento 7 de La Plata, distingue el matiz adusto del acento militar y se enoja con el discurso promocional que escucha. Se detiene, lo mira a los ojos y lo interrumpe: “Mayor, nosotros no somos medida para ustedes. Somos civiles con un día de práctica de tiro”.
Osborne, sorprendido, lo conduce de regreso a su oficina. En su escritorio despliega un mapa y le pregunta dónde había combatido. “Regimiento de Infantería 7, compañía C”, responde el soldado y presiona con su índice el Monte Longdon. “Zafaste de milagro”, dice el oficial inglés mientras le apoya una mano en su hombro como una declaración de confraternidad. Le ofrece una taza de té. Él le enseña lo flaco que está, el esqueleto de su cuerpo. El diálogo, entonces, se vuelve más humano. Miguel Savage relatará años después el resto de las palabras que el oficial le reconoció en la intimidad de ese encuentro: “Tenés razón, ustedes no son soldados, se quedaron igual y nos pegaron una paliza terrible. Somos la unidad británica con más muertos. Yo los respeto a ustedes, pero no puedo respetar a quienes los condujeron. Mi gente, en el estado de abandono en el que estaban, se hubieran resistido a combatir”.
Miguel combatió como pudo. Él quería ser tenista. Había nacido el 9 de diciembre de 1962 en Lomas de Zamora. En 1972 se mudó a Adrogué. Era un joven que practicaba tenis, jugaba a la pelota con sus amigos en la plaza Cerretti, estudiaba en la universidad. Su infancia había sido feliz, “sin escasez pero sin lujos”. En marzo de 1981 le tocó el servicio militar obligatorio: en el día de instrucción tuvo la única prueba de tiro de su vida. Una tía que conocía a la esposa de un oficial jerárquico le consiguió un acomodo codiciado: limpiar baños en el Tiro Federal de Berisso le permitía transitar la colimba sin exigencias.
Catorce meses después, la Junta Militar decidió iniciar una guerra absurda contra el ejército británico por la reconquista de las Islas Malvinas. “Como muchos del regimiento desertaron, la compañía tenía que salir con el número completo y buscaron gente como yo”, recordó. No imaginaba que combatiría en un conflicto bélico entre naciones. Él pensaba que por la poca preparación militar que tenía su regimiento iban a ocupar puestos de guardia en algún destacamento patagónico. El armamento del regimiento 7 se había dado de baja por la propia sala de armas de la unidad en noviembre de 1981. La renovación llegó tarde. Miguel Savage viajó a Malvinas con una ametralladora PAM 9 milímetros que no funcionaba. Cuando regresó, dos meses después, los colimbas clase 63 lucían relucientes fusiles FAL.
Los otros soldados argentinos, los que aguardaban en el pueblo y dormían en galpones o casas, los llamaban “los zombies”. Su compañía ocupaba puestos en el frente de batalla. “Estuvimos dos meses en pozos congelados esperando que llegaran los ingleses”, resumió. El pozo procuraba protegerlos de las inclemencias. Los cavaban al pie de barrancos de turba, lo rodeaban con rocas, lo tapaban con lonas que cedían por las tormentas o las ráfagas huracanadas del Atlántico, sacrificaban sus ponchos impermeables para cubrir las rajaduras de su provisorio techo. Cuando no los enviaban a buscar pesadas cajas de munición de los cañones o los cañones mismos, se mantenían ocupados tratando de mantener seco y caliente el pozo. Recalentaban todo elemento combustible. El hollín los pintaba. “Ellos nos veían bajar de las montañas desesperados como perros a buscar comida, a tratar de romper algún galpón. Parecíamos una mezcla de deshollinadores con sobrevivientes de un campo de concentración. Los del pueblo nos decían que éramos unos zombies”.
Organizó expediciones por la zona. Tomó repollos de huertas kelpers. Escapó al pueblo cuando los jefes dormían. Mató una oveja. La comida que llegaba al frente era escasa. Ni los militares de carrera se alimentaban bien. A los soldados rasos les quedaba el caldo y el mate cocido. Alguna vez rescató un Mantecol, una galletita de agua, una lata de picadillo, un scon en un hospital kelper después de mentir un dolor de estómago. Con sus compañeros hablaban, claro, de recetas de cocina. También de autos, música, religión, fútbol, “las cosas que hablan los pibes de veinte años”.
En su compañía había cerca de 150 combatientes. Descubrió que los más humildes eran los más valientes y los más generosos y que su vida dependía de la vida de los otros. “Con un tipo que no te cruzarías jamás en la vida real, ahí era tu hermano”, relató. Lo que había en ese batallón, dice, era la Argentina: clase media del conurbano bonaerense, clase media de las provincias. Su compadre era Roberto Maldonado, cordobés. Se defendían con el humor. Dormían abrazados para no congelarse y hacían chistes con eso. Se divertían. Cantaban. Una vez tomaron latas vacías de leche en polvo y las cubrieron con nylon gruesos para construir timbales, estiraron alambres sobre unos palos para emular una guitarra y en el medio de una lluvia nocturna entonaban boleros de Luis Miguel.
La mañana del 12 de junio 1982, mientras hablaba al pie del pozo con Roberto Maldonado, José Luis Rodríguez y Leonardo Rondi, un morterazo cayó cerca. La onda expansiva lo expulsó hacia atrás. Se despertó, no sabe cuánto tiempo después, tirado en la tierra, con una lona en el pecho, con su amigo sacudiéndolo. Rodríguez estaba muerto. Rondi tenía esquirlas en la espalda y Maldonado en la cadera. Desde una colina del Monte Longdon, los habían descubierto las tropas inglesas que durante la madrugada habían conquistado las posiciones en altura. “Estuvimos ocho horas en un pozo en L que había hecho un correntino estudiante de ingeniería -detalló Savage-. Nos tiraron desde las ocho de la mañana hasta después del mediodía sin parar, con toda una batería de artillería inglesa y desde un barco, el HMS Avenger. Era una lluvia de meteoritos. Habíamos tirado toda la noche con el mortero pero cuando terminó el combate, tomaron a los prisioneros y se la agarraron con nosotros. Estábamos muy expuestos. Nos tiraron con todo lo que tenían, hasta con la boina. El pozo temblaba, se metían esquirlas, salía vapor, teníamos dos muertos afuera y yo rezaba desesperado. Era el único que sabía rezar el rosario. Todos me acompañaron. Nos estábamos despidiendo. A las tres de la tarde dejaron de tirar”.
Emergieron del pozo y todo era desolación. La guerra había arrasado la turba. No quedaba nadie de la compañía: todos se habían replegado. Escondieron los restos de sus compañeros muertos para que no los tomaran los ingleses. Antes de que el sol cayera, volvieron a divisarlos ocultos detrás de unas rocas. Se produjo un desbande generalizado. Corrieron campo traviesa. Era una huida por la sobrevivencia. No eran más de treinta soldados. “Nos replegamos -contó-. Teníamos la sensación de que ya estaba, de que todo había terminado. Llevábamos varias noches sin dormir, con fiebre, con el combate encima. Estábamos hechos mierda”.
Un día de caminata hacia Puerto Argentino. Llegaron al pueblo la mañana del 14 de junio: eran miles de soldados desconcertados. Hasta que llegó una nueva directiva: la reorganización para la resistencia, la batalla final. Les dieron armas mejores, armaron una nueva compañía con los soldados replegados. La orden era marchar hacia el aeropuerto, detrás del pueblo. “No lo podíamos creer. Nosotros pensábamos que ya habíamos pasado por el infierno y todavía nos quedaba lo peor”, graficó.
En medio del camino de ripio, una orden de alto detuvo la marcha. Permanecieron unas horas esperando una nueva instrucción. Debían regresar al pueblo. Nadie sabía qué pasaba. “Cuando voy llegando por las calles de Puerto Argentino que son en bajada, empiezo a distinguir gente corriendo, abrazándose, con una emoción que nunca había visto. Había otros que pateaban cercos de la bronca. Ahí dije ‘ya está, se terminó’. Nadie me lo había confirmado pero ya lo sabía”.
Se dirigió al chalet más lindo del pueblo, la casa que había sido ocupada por el gobernador militar de las Islas Malvinas, el general Mario Benjamín Menéndez. Empezaron a llegar los primeros oficiales ingleses. Tuvo un breve diálogo con uno de ellos. “¿Cuánto falta para Stanley?”, le preguntó el cabo británico. “Esto es Stanley”, le dijo en referencia a la capital del archipiélago. El inglés se rió con lamento. “Por esto vinimos”, le susurró con sorna a su compañero. Llevaban una barreta. Tenían órdenes de abrir dos containers. “Se abrió la tapa y cayeron una parva de chocolate Shot al pasto. Nos tiramos dentro de los chocolates. Era comida que no había sido repartida”, recordó.
Miguel está en el Canberra ahora, la mañana del 15 de junio. Entra a su camarote un soldado de la corona británica llamándolo por su nombre en inglés. Era un hombre histriónico y recto, un cabo con cualidades de diplomático que había combatido en la compañía C del regimiento 3 de paracaidistas. Le asignan la misión de dirigir al soldado argentino que sabe hablar inglés. Miguel siente primero el reconocimiento y después el compromiso de ser el traductor. Comparten horas juntos, resuelven temas juntos. El trato distante y opaco se dispensa con la compañía, la empatía y el entendimiento. Se vuelven amigos de tareas. Tienen charlas filosóficas y existenciales sobre la vida y sobre la guerra. El inglés le reconoce una infidencia: dejará el ejército cuando regrese a Londres. El argentino le pregunta su nombre: “Mark Burnett”, le responde. Miguel se queda estupefacto.
Se acercan a destino: la dinámica se asienta, sus labores de traducción merman y el vínculo se disgrega. Le asignan el cuidado de dos soldados argentinos heridos. Antes de recalar en Puerto Madryn, recibe souvenirs de parte de paramédicos ingleses: son biromes y agendas del Canberra. Pero él desea despedirse de su amigo. El cabo inglés lo sorprende de espaldas. Le toca el hombro, le sonríe y le entrega dos naranjas como símbolo de amistad y agradecimiento. Miguel, conmovido, le pide un teléfono, una dirección, algo. El inglés, en la rigidez del protocolo, se niega. “Es hora de que te vayas”, le dice.
Miguel se fue. Su cuerpo estaba diezmado, tenía veinte kilos menos, los dientes flojos por el escorbuto, las plantas de los pies necrosadas por el congelamiento. Regresó a Adrogué. No pudo retomar la universidad porque le costaba concentrarse en el estudio. Igual, vivía feliz. Se ponía el despertador temprano solo para disfrutar estar despierto y vivo. Salía a la calle y se emocionaba con el olor del pasto recién cortado, con el canto de los pájaros, con los colores de los árboles y las flores. Vivía lo que llamó la “euforia del sobreviviente”. Pero no volvió a hablar de Malvinas.
Trabajaba como vendedor viajante. Había aprendido el oficio de su papá. A sus 28 años, en 1991, se instaló en Venado Tuerto, provincia de Santa Fe, para montar su propio negocio de venta de artículos rurales, chapas, alambres, hierros. Invirtió todo su capital y casi se funde: dormía dentro del galpón, se bañaba con una ducha eléctrica, comía lo que podía. “Sin Malvinas, no me hubiese animado a eso. La experiencia en la guerra me preparó para hacer cosas atrevidas, arriesgadas. Fue algo que nos cambió para siempre a todos los que estuvimos ahí”, comprendió.
Ensayó una vida nueva, sin resabios de Malvinas. Podía dormir, podía vivir. Tuvo dos hijos. Hizo de cuenta que esa guerra que nunca debió ocurrir nunca ocurrió. Los 2 de abril los pasaba en su casa. A los centros de combatientes los eludía. Pero sus recuerdos, aunque anestesiados, aún estaban activos. En la crisis de 2001 entró en bancarrota. Un sueño removió sus memorias: “Tuve mi primera pesadilla, donde revivo la mañana en la que muere José Luis Rodríguez en medio de una lluvia de morteros y en el pozo me suena el teléfono. Es el gerente del banco que me dice ‘te estoy cerrando la cuenta, tenés muchos cheques rechazados’. Me desperté empapado en sudor”. Ese día fue a la psicóloga por primera vez, habían pasado veinte abriles desde 1982.
Miguel empezó a contar su Malvinas. Se convirtió en un conferencista que da charlas de motivación y resiliencia en empresas, fundaciones, colegios. Volvió a las islas en el 2000 con sus dos hijos, en 2006, cuando le devolvió el pulóver que había rescatado de una estancia kelper a la hija de su dueño en el marco del documental de la televisión italiana titulado “Con la mano de Dios”, y en 2008. Al año siguiente, en 2009, el canal canadiense CBC lo entrevistó. Él repasó la historia de ese cabo histriónico que le había regalado dos naranjas. “¿Vos sabés quién es Mark Burnett?”, le consultó la periodista. No lo sabía. Ella se propuso ser el nexo y le preguntó si no quería escribirle un correo electrónico.
Lo hizo. Para aseverar su identidad, incluyó tres anécdotas que solo él sabría. Burnett tardó un día en contestarle. “Me escribió diciéndome que es la carta más significativa que recibió en su vida, que se acuerda perfectamente de mí y de mis compañeros argentinos, que dejó el ejército inglés apenas terminó la guerra a raíz de ese encuentro. Me contó que estaba llorando frente a su computadora, que ni siquiera sabía qué escribir y que hasta había pensado que nuestra relación había sido producto de su imaginación”.
También lo invitaba a su casa en California. Pero la crisis del campo de 2008 había minado su economía. No tenía plata para los pasajes de avión. Pasaron seis años. En 2015, su esposa Andrea tenía que viajar a un congreso en Las Vegas por su trabajo como periodista de tecnología. “¿Por qué no le escribís?”, le sugirió. No le costó convencerlo. La respuesta de Mark Burnett también fue inmediata y concisa: “Te estoy esperando en mi casa”.
El reencuentro fue el viernes 5 de junio de 2015. No se lo olvida más. Había llevado el pasaporte de su mamá para mostrárselo porque temía que no le creyera. En la mansión de Malibú, estaba la mamá del ex cabo inglés. La mujer de 85 años se presentó: “Miguel, es un gusto conocerte. Mark nos contó tu historia y que gracias a ese encuentro él dejó el ejército. Mi nombre es Jean Burnett”. El mismo nombre de su mamá. Cuando sacó el pasaporte, todos empezaron a sacarle fotos, emocionados.
Pero el símbolo y la sorpresa eran las naranjas. Mark Burnett las peló, las cortó y las entregó para que se comieran en la mesa, como si fuese una ceremonia. El anfitrión cortó el silencio con una revelación: “Survivor es mi serie récord. Está al aire en más de ochenta países desde hace treinta años. Está inspirado en lo que pasó con vos en ese barco”. Miguel no sabía si llorar o reír.
En una entrevista publicada por La Nación en 2005, el célebre productor de televisión narró: “Cuando la contienda terminó, tuve que pasar una semana junto a un grupo de argentinos. Durante esos días de convivencia hablamos de la Argentina, de Inglaterra, de nuestras vidas. Sí, de todo eso hablamos la misma gente que una semana antes habíamos estado tratando de matarnos. Éramos seres humanos que empezamos a preguntarnos por qué habíamos estado disparándonos. Y la respuesta era la misma para todos: porque los políticos lo habían decidido. Le puedo asegurar que si los hombres tuvieran la ocasión de hablar y conocerse ya no se matarían”.
Durante ese almuerzo, Burnett le relató por primera vez a su familia toda su experiencia en la guerra: desde el día en que lo llamaron para ir a combatir en las Islas Malvinas hasta su regreso en el Canberra. Les habló, también, del heroísmo y la admiración por ese grupo de jóvenes argentinos que dieron la vida en una guerra inverosímil. Todos los comensales estuvieron al borde de las lágrimas durante más de cuatro horas. Nunca más se vieron. Mark Burnett sigue produciendo contenido para televisión. Miguel Savage sigue viviendo en Venado Tuerto. A veces hablan por Instagram.
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