Era difícil seguirle el paso en la calle y menos hablarle porque casi corría. Era de las personas que poco o nunca descansaban. Ese abogado devenido en general, de regular estatura, pelo rubio, de tez blanca, sin barba, seguramente se habrá lamentado de su suerte en marzo de 1812 cuando en la posta de Yatasto, Pueyrredón le pasó el mando del Ejército del Norte.
Más que ejército era un conglomerado de unos 1.500 hombres, de los cuales una tercera parte estaban heridos, mal vestidos y peor armados. Solo contaban con 580 fusiles, 215 bayonetas, 21 carabinas y 34 pistolas.
Manuel Belgrano se indignó por carta con su amigo Bernardino Rivadavia, secretario del Primer Triunvirato: “¿Se puede hacer la guerra sin gente, sin armas, sin municiones, sin pólvora siquiera?”. Como pasaría con todas las cartas que enviaría a Buenos Aires, no obtendría respuesta.
A sus 42 años, ya era un hombre acostumbrado a los esfuerzos. Venía de encabezar la campaña militar al Paraguay y ahora el gobierno le daba una misión casi imposible: reorganizar el ejército, levantar la moral de la tropa y mantener a raya a ciertos sectores de la oligarquía norteña que junto con miembros de la iglesia, mantenían contactos con el enemigo español. Además, arrastraba problemas de salud: sufría de reuma, tenía una fístula en un ojo y padecía problemas digestivos, que en las vísperas de la batalla de Salta, le hizo vomitar sangre. Se indigestaba con facilidad y en el norte contrajo paludismo.
En noviembre del año anterior ofreció desprenderse de la mitad de su sueldo, “siéndome sensible no poder hacer demostración mayor, pues mis facultades son ningunas y mi subsistencia pende de aquél, pero en todo evento sabré también reducirme a la ración del soldado, si es necesario, para salvar la justa causa que con tanto honor sostiene Vuestra Excelencia”.
Ni bien llegó puso manos a la obra. Organizó la infantería en dos batallones, el 6°, el Cazadores del Perú y el cuerpo de Pardos y Morenos; unió a los Dragones y a los Húsares de la Patria y armó la Caballería Provisional del Río de la Plata. Además, al mando de Eustoquio Díaz Vélez formó el Escuadrón de caballería Patriotas Decididos compuesto por unos 200 voluntarios jujeños. Completaba ese ejército unos 60 jinetes de la Partida de Observación a cargo de Martín Miguel de Güemes. Creó una compañía de Guías, un hospital y un tribunal militar. La artillería era muy limitada y suplió la falta de bayonetas con lanzas.
En junio Belgrano separó a Güemes del ejército y lo envió a Buenos Aires. Aparentemente el salteño convivía con una mujer casada y compartían techo con el esposo de la mujer, que estaba amenazado por el salteño. El creador de la bandera se arrepentiría de su decisión, más aún luego de la derrota de Ayohuma.
A él también lo seguía una mujer. Desde marzo Josefa Ezcurra decidió acompañarlo y se alojó en Salta. Cuando se embarazó viajó a una estancia en Santa Fe, donde dio a luz a un niño, al que llamó Pedro Pablo y que fue criado por Juan Manuel de Rosas.
Los realistas, al mando de José Manuel Goyeneche, habían tomado Cochabamba y desplegaron sus fuerzas hacia La Quiaca. Según le ordenó el virrey Abascal debía avanzar hacia Salta con 2.000 hombres, dejar 1.000 en Suipacha y con destacamentos de 500 soldados realizar incursiones en Tucumán.
Ante esta amenaza del ejército español, y su inminente incursión sobre la quebrada de Humahuaca, Belgrano dispuso evacuar las poblaciones de Salta y Jujuy, llevándolas hacia el sur, junto con el ganado, alimentos, cosechas y todo lo que pudiera ser de utilidad al enemigo.
El jefe realista era el peruano Pío Tristán, con el que había sido compañero de estudios en Salamanca. Delgado, de 1,50 metros de estatura, de trato cordial, ingenioso y muy avaro, siempre mantuvo una relación respetuosa, aunque no de amistad. Cuando se hizo cargo del Ejército del Norte, Belgrano le escribió: “Fui el pacificador de la gran provincia del Paraguay. ¿No me será posible lograr otra gran dulce satisfacción en estas provincias? Una esperanza muy lisonjera me asiste de conseguir un fin tan justo, cuando veo a tu primo y a ti, de principales jefes”. El primo al que aludía era Goyeneche.
No pudo convencerlo con palabras. Belgrano puso en marcha su plan que todo el mundo conoció el 29 de julio de 1812 con un bando que habrá hecho estremecer a más de uno. “Desde que puse un pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que las armas de Abascal, al mando de Goyeneche, se acercan a Suipacha. Y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud. Llegó, pues, la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres, trayéndonos las armas de chispa, blanca y municiones que tengáis o podáis adquirir, y dando parte a la justicia de los que las tuvieron y permanecieren indiferentes a vista del riesgo que os amenaza de perder no sólo vuestros derechos, sino las propiedades que tenéis”.
A los hacendados los conminó a trasladarse junto con su ganado, caballos, ovejas y mulas; a los labradores a llevarse el producto de sus cosechas y a los comerciantes a embalar todos sus bienes. A todo quien desobedeciera esa orden sería considerado traidor a la patria y fusilado. También sería pasado por las armas si encontrase a alguien que no se hubiese plegado a esa retirada y serían pasibles de la misma pena el que se manifestara contrario a las ideas patriotas o que intentase sembrar el desaliento y el desánimo. Nadie podía quedar detrás. “Sabed que se acabaron las consideraciones de cualquier especie que sean, y que nada será bastante para que deje de cumplir cuanto dejo dispuesto”, termina el bando.
Lo que no pudo ser llevado se prendió fuego. Los españoles no debían hallar con qué alimentarse, con qué abrigarse ni donde cobijarse.
Desde los primeros días agosto, los pobladores comenzaron la marcha hacia el sur, tomando varias rutas. A las cinco de la tarde del 23 de agosto de 1812 se retiró el ejército. Belgrano fue el último en abandonar la ciudad, al filo de la medianoche y alcanzaría al grueso de su fuerza a las tres de la mañana. Volvería como triunfador en marzo del año siguiente.
A unas leguas de Jujuy, cerca de Cobos, hubo varias explosiones, y temieron que fueran cañones españoles. Pero lo que había ocurrido había sido el estallido de una carreta de municiones.
Durante la marcha, Belgrano alentaba al que se retrasaba y reprendía al que infundía desánimo. Nunca se lo vio descansar. Temía que los españoles se adelantasen por la Quebrada del Toro y le cortasen el paso. Siempre decía que el enemigo sabía tanto o más que él de su propio ejército y no terminaba de confiar en sus espías.
Fueron cinco extenuantes días de marcha, por un camino cercano a la actual traza de la ruta nacional 34. Cubrieron 250 kilómetros hasta llegar a Tucumán.
Si bien la orden de Buenos Aires era continuar hasta Córdoba para salvar al ejército, fueron los propios tucumanos y salteños los que le pidieron permanecer para defenderlos de la invasión española. Le prometieron colaborar con hombres y caballos.
El creador de la bandera vio una luz de esperanza cuando la retaguardia de su ejército, al mando de Díaz Vélez, derrotó a una avanzada enemiga en las orillas del río Las Piedras el 3 de septiembre, tomó prisionero a uno de sus jefes y eso levantó la moral de las tropas. El 14 de septiembre le hizo saber a Rivadavia que esperaría al enemigo allí. Luego de felicitarlo por haber sido padre recientemente, agregó que “se que el enemigo se acerca, pero me da tiempo de reponerme y, mediante Dios, lograr alguna ventaja sobre ellos. Retirarme más y perecer son lo mismo, además de poner a la Patria en mayor apuro”.
No estaba errado. Las victorias de Tucumán el 25 de septiembre de 1812 y de Salta el 20 de febrero de 1812 fueron de importancia para mantener el control del norte. Por esas victorias el gobierno lo premiaría con cuarenta mil pesos, equivalentes a unos 80 kilos de oro, una verdadera fortuna, que destinó a la creación de cuatro escuelas. Una en Tarija, que se inauguraría en 1974; otra en Tucumán, que abrió en 1998; una tercera en Jujuy que comenzó a funcionar en 2004 y la que había pensado para Santiago del Estero no se sabe qué pasó.
Es que el problema era que Belgrano caminaba demasiado rápido.
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