Los pasajeros del avión de Austral secuestrado se habían convertido en escudos humanos del vuelo. Esta situación, imaginaban, los blindaría de un posible ataque de un caza de la Fuerza Aérea que despegara de la base de Villa Reynolds, en San Luis, o de la Brigada Aérea de El Plumerillo, en Mendoza, antes de cruzar la Cordillera de los Andes.
Abajo, en tierra, alertadas de la fuga de la cárcel de Rawson, las unidades de la Marina rodearían en pocos minutos el penal y se movilizarían tropas del Ejército y Gendarmería hacia Rawson. Cortarían las rutas. En la cárcel, los presos mantuvieron a los guardias en los calabozos, disponían de un arsenal y organizaron la defensa militar.
En el aeropuerto de Trelew, después de que vieron cómo despegaba el avión de Austral, los diecinueve fugados recuperaron un bolso con armas del taxi, hicieron rehenes a los choferes de los taxis y volverían a tomar la torre de control, como antes lo había hecho el comité de fuga.
Esperaron la llegada del próximo vuelo de Aerolíneas Argentinas, que aterrizaría en media hora. Era una alternativa planteada si se producían variaciones en el plan original.
Cuando el piloto del Boeing de Aerolíneas se aproximó a tierra, pidió autorización para aterrizar. El operador de la torre le avisó que la pista disponible era la 26 y le informó las condiciones del viento. En ese momento, una interferencia irrumpió en la comunicación entre la torre y la cabina del Boeing. Provenía de la base naval: “Atención, Aerolíneas, no descienda, que el aeropuerto está tomado por fuerzas subversivas”.
El operador de la torre, con un fusil sobre su cabeza, dijo que habían tenido un contratiempo pero la situación ya había sido superada.
“Negativo, Aerolíneas. Le repito que el aeropuerto está tomado por fuerzas subversivas, no aterrice, no aterrice.”
El operador de la torre le indicó al comandante del Boeing que si no aterrizaba lo iban a matar.
Ya no hubo más comunicación.
El avión retomó altura. El operador esperó un disparo que no llegó. Para los fugados del penal de Rawson las vías de escape se agotaban. Una avioneta que aterrizó en el aeropuerto despertó una luz de esperanza, pero era pequeña y no apta para vuelos nocturnos. Otra de las posibilidades era el escape por vía terrestre, tomar los autos del estacionamiento y las ambulancias, aunque la operación implicaba recorrer cientos de kilómetros en el desierto patagónico.
La persecución de la Marina o un simple retén militar les bloquearía el paso, y podrían ejecutarlos en el lugar.
Los diecinueve fugados resolvieron atrincherarse en el aeropuerto, hacer pública la noticia y negociar con la autoridad militar el regreso al penal. Creían que era la mejor forma de garantía de sus vidas.
Pasadas las ocho de la noche, la Marina rodeó el aeropuerto de Trelew y el penal de Rawson. El grupo guerrillero, liderado por Rubén Bonet (PRT-ERP), Mariano Pujadas (Montoneros) y María Antonia Berger (FAR), pidió la presencia de un juez, de un médico, de un miembro de la iglesia y de la prensa local. Las rutas ya estaban bloqueadas.
El jefe de la Infantería de Marina, capitán Luis Sosa, que dirigía las operaciones militares, llevó a un médico, que empezó a revisarlos. Se levantaron la ropa y le mostraron el torso desnudo, pecho y espalda. Estaban en perfectas condiciones de salud. Una mujer, Ana María Villarreal, estaba embarazada, consignó el médico. Los periodistas se ubicaron en el hall del aeropuerto. Las tropas de la Armada se mantenían afuera, retenidas por los FAL de los guerrilleros que dominaban el acceso. Los fugados le explicaron a la prensa quiénes eran y qué querían. La filmación de la entrevista se vio en forma íntegra en los canales de Chubut. La intervención militar impidió que los canales de Buenos Aires la emitieran; sólo se pudieron mostrar algunas imágenes.
“Todas las organizaciones que están aquí, Montoneros, FAR, ERP, somos hijas de las movilizaciones del ‘69, somos entonces parte del pueblo. Toda la gente que está aquí es parte del pueblo, es nuestro deber, es nuestra obligación, velar por su seguridad. Tenemos ejemplos claros (de la razón por la que optamos por la violencia): el aumento de la luz, cualquier hecho en el pueblo, en el proletariado, en las distintas clases sociales partes del pueblo... cualquier manifestación por más pacífica, de cualquier tipo, genera una represión violenta y la muerte de obreros, de gente del pueblo. Y eso por pedir por la luz, por cualquier cosa. Nosotros hemos entendido que la única forma de combatir a la dictadura militar, de combatir al capitalismo, es organizándonos, creando una fuerza militar que derrote a la fuerza militar del enemigo. Si hay elecciones y si éstas son lo suficientemente limpias como para poder participar, el pueblo va a participar; el pueblo tiene suficiente conciencia para discernir eso. Hasta este momento, las elecciones son sucias, tramposas, restringen. Entonces, nuestra obligación es estar junto al pueblo porque somos parte del pueblo. Si hay elecciones limpias, el pueblo participará y nosotros también lo haremos. Pero ésta no es la situación. Ni podemos pensar, ni nos podemos poner a hablar de eso”, dijo Rubén Pedro Bonet del PRT-ERP.
Y siguió: “El gobierno reprime cualquier manifestación, por más pequeña que sea. Mata a un obrero de Peugeot. No sabemos por qué, lo secuestra y lo mata. Mata a obreros, a gente del pueblo, porque piden por las tarifas eléctricas. Mata por cualquier cosa. Nuestra violencia es la respuesta a esa violencia, la respuesta a la violencia del capitalismo. Somos el proletariado en armas, somos el pueblo en armas. En ese sentido, bregamos por romper, por anular, en base a la discusión pública, frente a las masas, las pequeñas diferencias que tienen las distintas organizaciones armadas. Ésta es una prueba: en este momento, que estemos hablando compañeros del ERP, de Montoneros y de FAR y que coincidamos en este hecho es nuestra voluntad. Es tratar de lograr un ejército unido, tratar de acabar con estas siglas que nos distinguen. Nuestra voluntad es, en este momento, la unidad de las organizaciones armadas”.
“Esto, de alguna manera, es reafirmar nuestra voluntad de lucha junto al pueblo y es lo que se ha expresado combativamente en tantas jornadas de lucha, en Córdoba, Rosario, Buenos Aires, en todas las ciudades del país, que luchan permanentemente por derrotar a la dictadura, por conseguir un gobierno popular y construir una patria socialista. Esto es reafirmar una vez más nuestra voluntad de luchar con el pueblo, luchar junto al pueblo para esos objetivos. La vía (violenta] no la ponemos nosotros, la pone el régimen cuando proscribe la voluntad del pueblo”, sumó Mariano Pujadas, de Montoneros.
“Nosotros le decimos al régimen que (...] no haga tanta cháchara con elecciones limpias como lo viene diciendo y se ex pida más claramente y demuestre en los hechos su voluntad de pacificar el país. (...] Que permita que el pueblo argentino, en esto hablo por las organizaciones peronistas, entendemos que el pueblo peronista tiene como candidato natural al general Perón, que permita su candidatura en elecciones, que no lo proscriba otra vez. Esas cosas solamente pueden ser demostrativas de la voluntad del régimen. Por ahora no ha hecho ni un paso en ese sentido. Cada día reprime más, encarcela más y tortura más, y no demuestra ninguna voluntad de no proscribir ni de dar elecciones totalmente limpias ni de respetar la voluntad del pueblo”, concluyó.
“Nosotros no hemos elegido la violencia por la violencia misma, sino porque vemos que es el único camino que nos que da. En ese sentido, nosotros somos más pacifistas... somos pacifistas. En la medida en que no nos dejan elegir otra vía, tenemos que optar por la violencia”, señaló María Antonia Berger, de las FAR.
La negociación de los guerrilleros con la Marina: el engaño
Con la intermediación del juez Alejandro Godoy, el capitán Sosa y el montonero Pujadas trataron las condiciones para la entrega de las armas y del aeropuerto y la rendición de los diecinueve guerrilleros. Pujadas indicó que sólo aceptarían ser llevados al penal de Rawson, acompañados por el juez, el médico, el abogado de presos políticos Mario Amaya y dos periodistas locales. El capitán Sosa explicó que el penal se mantenía sublevado, rodeado por las tropas del Ejército.
Le dio su palabra de que en la base aeronaval obtendrían las garantías que necesitaban y objetó la presencia del médico.
Pujadas la consideró necesaria. “Hemos sido torturados en otras oportunidades en que hemos sido detenidos”, y mantuvo su posición: querían volver al penal.
El capitán Sosa aceptó.
Fue la última determinación, la última imposición, la última situación de dominio de la guerrilla sobre la autoridad militar.
A partir de entonces, dejaron las armas en el suelo de la playa de estacionamiento y, dispuestos en fila, avanzaron con las manos en alto hacia el ómnibus de la Marina. Cada uno gritó su nombre y su organización de pertenencia frente a una cámara de televisión que registraba su paso.
Sólo a tres de los diecinueve guerrilleros se los volvería a ver con vida.
Eran las once y cuarto de la noche del 15 de agosto de 1972.
Durante media hora fueron retenidos dentro del micro, hasta que el capitán Sosa le informó al juez que Lanusse había dictado el “estado de emergencia nacional” y que la autoridad ya no era del juez sino de las fuerzas de seguridad, que habían asumido el control de la zona. Quedaban al mando del V Cuerpo del Ejército, a cargo del general Eduardo Betti.
La orden era que los guerrilleros fueran trasladados a la unidad militar. El juez, el médico, el abogado y los periodistas fueron obligados a descender en la puerta de la base aeronaval y no ingresaron. A la medianoche, los guerrilleros entraron en los calabozos individuales de la base naval Almirante Zar.
La dispersión del equipo de apoyo externo, las detenciones
“Cuando vimos el penal de Rawson rodeado de tropas, volvimos al aeropuerto de Trelew, y también estaba rodeado. Lewinger y González Langarica se fueron para el lado de Madryn. Manuel y yo, para el lado de la Cordillera. Y pasando Gaiman, que está a 40 kilómetros de Rawson, volcamos en una curva. Ya era de noche. No pasaba ningún vehículo. Yo estaba bastante mal después del vuelco. Le dije a Manuel: ‘Ahora sí que estamos hasta las pelotas’”, relató años después Jorge Luis Marcos, militante del PRT-ERP. Detenido entre el 15 de agosto de 1972 y el 25 de mayo de 1973.
“Me puse a juntar los miguelitos que se habían caído del baúl, y justo venía un camión. Lo íbamos a apretar para salir, y el tipo paró para ayudar. Estaba con la mujer y los dos chicos. ¿Cómo lo íbamos a apretar? Era agosto, pleno invierno. Entonces le dije a Manuel que fuera con el camión hasta el pueblo a buscar una ayuda, un taxi, un auto, llenar el tanque y ahí salimos... Y Manuel fue, y yo me quedé en la ruta. Pero antes de llegar a Gaiman, una ‘pinza’ que habían puesto después de que nosotros pasamos paró al camión. Y el camionero le dijo: ‘Yo lo levanté en la ruta...’. Entonces, Manuel se bajó y salió corriendo, se metió en una zona de quintas, un cana le tiró, él también tiró y le pegó a uno en la oreja. Eran canas de la provincia. Lo empezaron a buscar, y él caminó toda la noche. Cuando veía luces que lo estaban buscando, se tiraba a la tierra, en el campo. Y a la mañana llegó a un pueblo, no sé si era Gaiman. Había una unidad básica, bien ortodoxa, y él le explicó lo de la fuga y una señora lo escondió en un gallinero en la chacra. Esto me lo contó él. La señora lo contactó con (David Patricio] Romero, que después fue candidato a gobernador, y decidieron hacer un pozo en el gallinero, lo taparon y ahí lo guardaron un mes”, continuó.
“Después lo sacaron en el entretecho de una camioneta y lo llevaron a Bahía Blanca. Ahí tomó el tren. Zafó. A mí, mientras lo esperaba esa noche, con el auto dado vuelta, llegó la policía de la provincia y me apresaron. No quise resistir. Me cagaron a palos para ver si estaba con alguien más. Cuando vieron que estaba solo, me llevaron a la comisaría 3º de Rawson. No me dieron máquina ni nada de eso porque no había. Y enseguida llegaron los milicos a pedirme. Había contradicciones con la policía. Vino el capitán Sosa, que me quería llevar a la base naval. Se tiró el lance para llevarme. Pero la policía no lo dejó, porque ellos dependían de la ‘zona de emergencia’ del general (Eduardo] Betti. Y el mérito de mi detención era de la policía. Y a los siete días me pasaron al juez”, señaló Marcos.
“Esto es Vietnam”
A las ocho de la mañana del 16 de agosto de 1972, los presos entregaron el penal de Rawson a las fuerzas militares. Los bombos, las guitarras y los libros fueron a la hoguera. Sólo una radio se salvó de la requisa. En la “zona de emergencia” había atmósfera de guerra. Más de dos mil uniformados rastrillaron Puerto Madryn, Trelew y Rawson con acciones de saturación: verificación de documentos, detención de personas y de automóviles, allanamientos a casas. Los aviones hacían vuelos rasantes por encima del penal. La población patagónica fue sumida al ahogo para quebrar el vínculo solidario con los detenidos y sus familiares.
El abogado radical Abel Amaya —que había participado como testigo y garante de la rendición de los fugados— fue detenido, y una bomba estalló en su estudio. Los familiares que llegaban a la comisaría de Rawson, para informarse sobre los presos políticos, iban al calabozo. Un periodista de la agencia Associated Press, Horacio Finoli, fue herido por el FAL de un centinela cuando se acercó al penal. Cuando la prensa le requirió explicaciones al general Betti, él repreguntó: “¿De qué se quejan? En Vietnam mueren periodistas todos los días. Esto es Vietnam”.
“Desde el 15 de agosto vivíamos en un clima de gran ansiedad. Esa noche, con el penal tomado, escuchamos las emisoras de Chile donde se daba cuenta del secuestro del avión y que en él viajaban Santucho, Osatinsky, Vaca Narvaja, Gorriarán, Quieto y Menna. El 16 a la mañana se nos incomunicó, no sabíamos casi nada de los diecinueve restantes. Teníamos la posibilidad de informarnos por el contacto con algunos celadores más ‘flexibles’, que podían darnos una pista cuando nos abrían la puerta para ir al baño o nos traían comida”, contó Agustín Tosco, dirigente sindical de Luz y Fuerza, en El Mundo, el 24 de agosto de 1973.
Las gestiones de abogados y del propio juez Godoy para visitar a los detenidos de la base aeronaval fueron rechazadas. El único civil que ingresó fue el juez de la Cámara Federal Jorge Quiroga, el 21 de agosto. Realizó una ronda de reconocimiento de los detenidos para identificar a los autores de la muerte del guardiacárcel (Juan Gregorio) Valenzuela.
El primer día de detención en la base aeronaval, el trato a los prisioneros había sido correcto, de rutina, burocrático; los médicos los revisaron, los fotografiaron, les quitaron sus pertenencias.
El segundo día, la guardia de vigilancia se dirigió con maltrato y violencia, apuntándolos en sus celdas, manteniéndolos desnudos en los ejercicios físicos, quitando los colchones y las mantas. Hubo simulacros de fusilamiento e interrogatorios del personal de inteligencia en horas de la madrugada.
El capitán Sosa se había ensañado particularmente con Pujadas, lo obligaba a barrer el piso desnudo.
El lunes 21 de agosto el presidente chileno Salvador Allende denegó la extradición a la Argentina de los guerrilleros fugados —eran diez— y los autorizó a viajar a Cuba. Cuando se conoció esta decisión, la Junta de Comandantes decidió una reunión de urgencia con los altos mandos de las Fuerzas Armadas, el ministro del Interior, Arturo Mor Roig, y Hermes Quijada, jefe del Estado Mayor de la Armada. Estuvieron reunidos varias horas. Allí se habría tomado la decisión de pasar por las armas a los detenidos de la base aeronaval de Trelew.
A las seis de la tarde del 21 de agosto, el comandante de la “zona de emergencia”, general Eduardo Betti, difundió el siguiente bando militar: “El que incurra en actitudes que perturben la normal convivencia, el orden y la tranquilidad pública será reprimido con la sanción de arresto, salvo que el hecho constituya una infracción más grave, en cuyo caso será juzgado según corresponda. La sanción de arresto será aplicada por orden irrecurrible y se cumplirá en el lugar que se determine, conforme con las disposiciones del caso para esta zona de emergencia”.
Ese día, ciento cuarenta soldados de Gendarmería llegaron a Rawson para reforzar la vigilancia del penal. Tomaron posición en los extremos de cada pabellón y patrullaron el patio exterior y las salidas, en prevención de posibles alteraciones en la cárcel.
Los fusilamientos en la base naval
El martes 22 de agosto, a las tres y media de la madrugada, los guerrilleros detenidos en la base Almirante Zar fueron despertados a los gritos. Les ordenaron formar en fila, cada uno al lado de su celda, en silencio, con la vista al suelo y el mentón en el pecho. El capitán Sosa y el teniente Roberto Bravo revisaron la formación. Sin que mediara una orden, un cabo de la guardia comenzó a disparar, y luego los suboficiales y oficiales continuaron, retorciéndose con sus ametralladoras PAM en una orgía sangrienta. Algunos prisioneros cayeron al suelo, otros saltaron hacia sus celdas, y en la requisa fueron rematados.
La formación militar había decidido que nadie quedara vivo.
Bravo fue hasta la celda 10 e hizo poner con las manos en la nunca a dos presos heridos. A uno le preguntó si iba a declarar. Dijo que no. Y les disparó a los dos. Uno de ellos cayó herido en el estómago. Junto al resto, los dejaron para que se desangraran hasta morir.
Después hubo silencio.
Pasadas algunas horas, médicos y enfermeros inspeccionaron las celdas y subieron a la camilla a los heridos. Los dejaron en la enfermería. El personal que inició su servicio en la mañana encontró seis heridos: Berger, Haidar, Camps, Astudillo, Kohon y Bonet. Estaban en el piso, sin asistencia. Primero murió Alfredo Kohon, después Carlos Astudillo. Los demás no morían. Pasado el mediodía, después de casi diez horas de los fusilamientos, se decidió el traslado aéreo de Berger, Camps y Haider al hospital de la base de Bahía Blanca. Bonet fue el último en morir en Trelew.
En la misma mañana del 22 de agosto, en Buenos Aires, apenas trascendieron las primeras informaciones, la Gremial de Abogados llamó a una conferencia de prensa en la calle Suipacha. No pudieron hacerla en su sede: le habían puesto una bomba. La organizaron en la mueblería Maple, a una cuadra. El abogado Ortega Peña dijo: “Éste es el crimen político más horrendo de la historia argentina desde el fusilamiento de Dorrego”.
“El día de la masacre, a la mañana, fui a declarar al juzgado federal de Rawson. Y me pusieron contra la pared, con la mano atrás, en la puerta del despacho del juez. Dos o tres horas con un perro de policía al lado que no me dejaba mover. Llegó el juez Quiroga y dijo: ‘Hubo un intento de fuga en la base’. Yo le dije: ‘No, los mataron. ¿Cómo se van a querer fugar esposados como estaban ahí?’. A mí me lo habían dicho esa mañana los ‘comunes’ en la comisaría 3º, tenían una radio. Me negué a declarar y me mandó a la cárcel, que quedaba a tres cuadras desde el juzgado. Y pusieron un infante de marina para custodiarme cada cinco metros, haciéndome el camino. Yo esposado, como un con-denado, iba con un arma en el cuello. Y le dije: ‘Se te puede escapar un tiro...’. ‘No se va a perder nada’. Entré al penal, me metieron en un calabozo de aislamiento y a los tres días me llevaron a la celda del pabellón. Empecé a saludar a los compañeros y ahí encontré a Lewinger y a González Langarica”, recordó Jorge Luis Marcos.
Jorge Lewinger, hijo de sobrevivientes del genocidio judío en la Segunda Guerra Mundial, después de la fuga del penal tomó la ruta provincial 11 con la intención de cruzar la meseta patagónica y llegar a Bariloche. En un desvío de tierra, un charco congelado le arruinó el carburador de la camioneta. No pudo volver a encender el vehículo. Por la noche encontró reparo en un puesto de campo y caminó hasta Gan Gan en busca de un colectivo que lo llevara a Bariloche. Fue a una tienda para comprar un pantalón y a la salida un policía lo apuntó con una ametralladora y lo detuvo.
González Langarica fue detenido en una chacra del valle de Río Negro. Lo subieron a un helicóptero y lo lanzaron al aire atado de una soga, para que revelara sus contactos en la organización. No lo hizo. Fue trasladado al penal de Rawson.
“En la mañana del 22 de agosto nos requisaron en forma muy dura y nos propinaron golpes de puño a varios, además de hacernos correr desnudos desde el baño hasta cada una de las celdas. Habíamos gritado y protestado con toda nuestra fuerza. A las once aproximadamente se corrió, por el lenguaje mudo de la mano que usábamos en el penal, la noticia de que tres compañeros habían sido asesinados en la base naval de Trelew. A medida que lográbamos noticias, el número de muertos iba aumentando. Todos estábamos encaramados y tomados de los barrotes cruzados de la ventana de la celda. Había rostros enmudecidos. Otros lloraban con profundo dolor y rabia. A la noche se preparó un homenaje simultáneo en los seis pabellones ocupados por los presos políticos y sociales. Espontáneamente, cada uno relataba aspectos de la vida, las convicciones de los caídos, hasta completarlos a todos. Luego a mí se me concedió un honor proletario, como obrero, de hablar para despedir en el sentido físico a los diecinueve compañeros (para nosotros eran diecinueve). Tuve ese honor y grité que esa sangre iba a ser vengada por nuestro pueblo, que íbamos a seguir adelante, se gritó el nombre de cada uno y cada vez se respondía en forma vibrante y unánime, a voz en cuello: ¡Presente! ¡Hasta la victoria siempre!”, dijo Agustín Tosco a El Mundo, el 24 de agosto de 1973.
Las primeras versiones oficiales
Durante la madrugada del 22 de agosto de 1972, la dictadura anticipó un hecho de sangre en la base aeronaval, aunque no logró establecer una versión oficial. El primer cable de la agencia estatal Télam informó que “los extremistas” se habían apoderado de armas y ocuparon el despacho del capitán Sosa; la respuesta militar había provocado trece muertos y siete heridos. En forma inmediata se pidió a los abonados de la agencia que se anulara ese cable y se emitió otro que informaba que “quince extremistas ocuparon hoy”, pero volvió anularse y se comenzó a transmitir uno más que indicaba: “Durante un fallido intento de fuga, quince delincuentes subvers...”. También fue anulado.
Después del mediodía del 22 de agosto, el general Betti, a cargo de la “zona de emergencia”, explicó que Pujadas le había arrebatado el arma a un jefe de turno durante un recorrido de control por las celdas y había intentado huir con el militar como escudo humano. Tras él se había abalanzado el resto de los prisioneros hacia la salida, acción que desencadenó los disparos de los guardias.
Dos días después, el 24 de agosto, un oficial de la “zona de emergencia”, el mayor Laroca, informó que los hechos se sucedieron durante una inspección de rutina, cuando los detenidos estaban formados en una sola hilera, y Pujadas le arrebató el arma a Sosa, y los guardias comenzaron a dispararles. Y los detenidos, “en vez de desplegarse o tirarse hacia el suelo, avanzaban hacia los militares que disparaban sus armas. Así fueron cayendo unos sobre otros, formando prácticamente una pila”.
La palabra del vocero oficial
Un día después, el 25 de agosto, la Junta de Comandantes decidió ofrecer la versión oficial. Por decisión de Lanusse, su vocero fue el contralmirante Hermes Quijada, jefe del Estado Mayor Conjunto. Quijada le habló al país por radio y televisión. La información no difirió mucho de las otras versiones, sólo en algunos detalles. Adujo que, cuando los detenidos estaban formados en hilera, Pujadas tomó del cuello al jefe de turno que recorría el pasillo, le quitó el arma, tiró dos tiros que no dieron en el blanco pero fueron muy próximos a los guardias, y fue repelido junto al resto de los detenidos por acción de las armas.
En la sucesión de relatos, la dictadura no pudo ofrecer una versión verosímil de lo que había sucedido en la base aeronaval.
Los familiares de los fusilados intentaron organizar un velatorio colectivo para darles el último adiós. Pero la dictadura evitó esa posibilidad e indicó que los cadáveres serían entregados en el domicilio legal asentado en sus documentos, aun cuando sus padres se habían mudado o no vivían con ellos al momento de ser detenidos.
Las tanquetas de la Policía Federal en el velatorio
Después de un pedido del delegado de Perón, Héctor Cámpora, el Partido Justicialista cedió su sede de la avenida La Plata para despedir los restos de María Angélica Sabelli, Eduardo Capello y Ana María Villarreal de Santucho. Pero la dictadura no quería homenajes, actos ni procesiones. Dieron un ultimátum de una hora para que retirasen los cadáveres, y de nada valieron los amparos judiciales ni las razones humanitarias.
El I Cuerpo de Ejército ordenó el retiro, y el comisario Alberto Villar, adjunto a la jefatura de la Policía Federal, cercó veinte manzanas del barrio con la brigada antiguerrillera e irrumpió con ciento veinte policías en motocicleta con lanzagases y ametralladoras, veinticinco patrulleros, la caballería montada, mil policías, perros, y el tanque Shortland, que golpeó contra la puerta de hierro, dio varios topetazos hasta abrirla y dio inicio a la represión, mientras la multitud, las miles de personas que se habían congregado para la ceremonia final, cantaba el himno argentino.
“Vamos a sacar los cajones aunque tengamos que matarlos a todos”, gritó un oficial. Fueron rociados con gases lacrimógenos, hubo golpes, corridas, decenas de detenidos, los caballos pisoteaban las ofrendas florales.
Luego de dos horas de represión, el comisario Villar logró su objetivo: llevarse los cadáveres de los fusilados para ser enterrados en los cementerios de Boulogne y Chacarita.
Los tres sobrevivientes y los fusilados
Los tres sobrevivientes: María Antonia Berger (30 años, FAR), licenciada en Sociología, detenida en noviembre de 1971; Alberto Miguel Camps (24 años, FAR), estudió Medicina, detenido en diciembre de 1970, y Ricardo René Haidar (28 años, Montoneros), estudió Ingeniería, detenido en febrero de 1972.
Los fusilados: Carlos Heriberto Astudillo (28 años, FAR), estudió Medicina, detenido en 1970; Rubén Pedro Bonet (30 años, PRT-ERP), obrero industrial, detenido el 19 de abril de 1971; Eduardo Adolfo Capello (24 años, PRT-ERP), estudiante de Ciencias Económicas, detenido el 16 de septiembre de 1971; Mario Emilio Delfino (29 años, PRT-ERP), obrero industrial, detenido en 1970; Carlos Alberto del Rey (26 años, PRT-ERP), estudió Ingeniería, detenido el 27 de abril de 1971; Alfredo Elías Kohon (27 años, FAR), estudiante de Ingeniería y obrero industrial, detenido el 29 de diciembre de 1970; Clarisa Rosa Lea Place (24 años, PRT-ERP), estudió Abogacía, detenida el 28 de enero de 1972; Susana Graciela Lesgart (22 años, Montoneros), estudió Magisterio, detenida en diciembre de 1971; José Ricardo Mena (20 años, PRT-ERP), obrero industrial y de la construcción, detenido en diciembre de 1970; Miguel Ángel Polti (21 años, PRT-ERP), estudió Medicina e Ingeniería, detenido a mediados de 1971; Mariano Pujadas (24 años, Montoneros), estudió Agronomía, encarcelado en Rawson desde 1971; María Angélica Sabelli (23 años, FAR), estudió Matemáticas, detenida en 1972; Humberto Segundo Suárez (23 años, PRTERP), campesino y obrero de la construcción, detenido en marzo de 1971; Humberto Adrián Toschi (26 años, PRT-ERP), empleado y luego obrero industrial, detenido el 30 de agosto de 1971; Jorge Alejandro Ulla (28 años, PRT-ERP), maestro y luego obrero industrial, detenido el 30 de agosto de 1971, y Ana María Villarreal de Santucho (36 años, PRT-ERP), docente, detenida en 1971.
Mañana, cuarta y última parte.
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