María Cecilia Urtasun falleció a los 54 años, el 26 de julio de 2016. Estaba casada, tenía cuatro hijos y junto a su familia había dejado la Ciudad de Buenos Aires para mudarse a Tandil, la ciudad natal de su marido. Amaba el campo, el deporte y la vida al aire libre.
En diciembre de 2011, sintió que tenía menos fuerza en una pierna. Se dio cuenta porque empezó a entrenar, para correr un triatlón junto a dos amigas en San Martín de los Andes. De inmediato, se le vino a la cabeza la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que tenía muy presente ya que dos conocidas suyas la habían padecido. La llamó a su hermana, Mariana Urtasun (57) para contarle su temor, pero ella la tranquilizó: jamás podría haber imaginado que el presentimiento de María Cecilia era real.
“Se acordó del caso de una chica que tuvo ELA y me preguntó si lo que le pasaba con su pierna no sería eso mismo. Yo le dije que no fuera fantasiosa, así que pasó el verano pero como los síntomas seguían fue a un traumatólogo. Le hizo una resonancia y le dijo que tenía algunas hernias de disco. Después, le empezó a doler la pierna y le hicieron hacer rehabilitación. Al poco tiempo, directamente empezó a arrastrarla y fue a ver al neurólogo. Le dijo que tenía muchas posibilidades de tener ELA y, brutalmente, le señaló que era una enfermedad mucho peor que el cáncer. En noviembre de 2012, recibió el diagnóstico. Ese verano, ya usaba un andador y, para junio, ya no hablaba más”, le contó Mariana Urtasun a Infobae.
Entre que Cecilia tuvo esa molestia en la pierna, hasta que falleció, pasaron 5 años. En su caso, la enfermedad avanzó muy rápido y Mariana fue su sombra, ya que no se despegó nunca de su hermana. Se convirtió en su “traductora”, tal como ella misma lo cuenta, y la entendía con la mirada o, simplemente, con escuchar un sonido de su voz.
“De no conocer la enfermedad, pasamos a tener tres casos muy cercanos. La ELA mucho más común de lo que uno cree y, todo lo que tiene que ver con el abordaje de la enfermedad, es muy complicado. Uno acompaña y transita con el enfermo tantas cosas que son tan injustas, como una gran deficiencia en las políticas públicas. Más allá de que la ELA es muy dura, quiero hablar de la enseñanza que me dejó y de su lado bueno... aunque sea terrible. Hay que saber que hay otra manera de conectarse con el enfermo de ELA y que hay muchísimas maneras de disfrutar junto a quien la padece”, destacó.
“Ces”, como su familia la llamaba cariñosamente, era la única hermana de Mariana y la mayor. En los años que la acompañó durante la enfermedad, asegura que ambas vivieron una relación incondicional y muy intensa, al punto de que sentían que eran mellizas.
“Pude transitar una conexión que fue mágica. Si tengo que pensar que compartí 54 años con mi hermana, debo decir que los 5 años finales me dejaron algo maravilloso, que quizás nunca lo hubiera vivido. Tal vez, hubiéramos llegado a los 80 años, pero nunca hubiéramos tenido esa conexión. Me convertí en su traductora a través de sus ojos. Viajábamos mucho con sus amigas y ellas me pedían que las acompañara, porque era la única que la entendía. Nos reíamos y llorábamos a través de los ojos: para mí, eso es impagable por más que la haya perdido... porque es algo que nunca hubiese vivido”, destacó.
“Con la ELA, terminás preso dentro de tu propio cuerpo pero es bueno rescatar que, pese a que todo es tan terrible, hay cosas que son muy positivas. Encontrás la manera de relacionarte, no sólo a través de lo físico. Salíamos a disfrutar del sol que nos pegaba en la cara, a reírnos. Nos pasamos horas tiradas en la cama recordando cosas de la infancia, que seguramente el tiempo o la vida no nos hubiera dejado hacerlo. No nos quedó nada pendiente y eso no es poca cosa en la vida”, afirmó.
Mariana recuerda que hablaba con su hermana todos los días y que viajaba permanentemente a Tandil para acompañarla. Con solo escuchar los sonidos de su voz, se daba cuenta del estado de ánimo de María Cecilia, hasta que una tarde algo la preocupó.
“El día anterior a su repentina muerte, le escuché mal. La señora que la cuidaba le puso el lector y ella puso: “Tengo miedo”. Al otro día, falleció. Creo que presintió la muerte. Falleció de un infarto, dormida... Todos sus temores, como morirse ahogada o que le tuvieran que hacer una traqueotomía, todo eso no lo vivió. Nunca se enfermó, ni tuvo que estar internada. Murió dormida de la mano de su marido. Para mí fue terrible, porque yo no estaba en Tandil. Se fue un domingo y yo llegaba el lunes, pero cerró los ojos para siempre de la mano de su amor y eso me dio paz, porque pensé que pudo elegir cómo y con quién morir”, recordó.
“Mi hermana nunca tomó a bien lo que le pasaba, no pudo disfrutar nunca más de nada y desde el primer día sintió que se moría. No se conectó con la pulsión de vida, pero cada uno hace lo que puede y como puede. Nadie tiene el derecho de juzgar a nadie y cada uno vive la enfermedad como puede. Hay quien la vive con optimismo y hay quien no la puede sobrellevar, porque no todas las personalidades son iguales. Hay que rodear de amor a cualquier persona que transite a esta enfermedad, porque eso es muy importante. El entorno también tiene que estar contenido y capacitado para transitarla, porque es muy cruel. Solo el que la vive y el que la comparte, pueden dimensionar de qué se trata”, aseguró.
Un año antes de la muerte de María Cecilia, Mariana también tuvo que afrontar la pérdida de su madre, aunque ambas hermanas pudieron estar juntas. El 15 de febrero de 2014, la mujer había llegado a Tandil para saludar a su hija por su cumpleaños y, apenas la vio, Ces comenzó a llorar desconsoladamente desde su cama.
“Mi mamá la abrazó como si fuera un canguro y, como mi hermana estaba tan flaquita, parecía que la había metido adentro de su cuerpo. A los dos días, mi madre desarrolló una neumonía y, en 24 horas, falleció. Creo que Dios es sabio porque mi mamá se fue antes que su hija, que falleció al año siguiente, y hubiera visto la peor parte. Por otro lado, mi mamá murió donde María Cecilia podía estar, ya que pudimos entrar a verla a terapia intensiva porque la internaron en Tandil. Hasta le pudo llevar su rosario”, dijo.
Su padre, que falleció el año pasado, siempre le decía que haber perdido a su esposa fue terrible, pero que nunca se iba a poder reponer de la muerte de su hija.
“Mi hermana me dejó un amor incondicional porque, a pesar de la ELA, me seguía cuidando muchísimo. Me miraba y me preguntaba si estaba bien: trataba de disimular, pero se daba cuenta de que yo sufría. Ces me dejó el legado de ayudar a ser felices a sus cuatro hijos, pero la verdad que ellos hicieron un trabajo tan bueno como familia que no necesitaron mucho de mi ayuda. Se criaron con mucho amor y no fue necesario ayudarlos. Por supuesto, tuvieron que traspasar el dolor de haber perdido a su madre y, encima, en esas condiciones tan dramáticas”, contó.
El impacto de su muerte en la vida de Mariana fue tal que hasta que decidió cambiar de trabajo y dedicarse a otra cosa. Dejó lado toda su experiencia y trayectoria en la industria textil, y dio un vuelco en su carrera profesional.
“Cuando mi hermana se enfermó, ya no me daba la cabeza para mi trabajo y quería estar con ella en Tandil. Tenía un negocio y lo cerré. Cuando falleció, decidí no volver más a lo anterior. Quería hacer algo que me conectara con otra realidad. Empecé a armar un proyecto de erradicación de talleres clandestinos y, luego, entré a trabajar en la central de alarmas del botón antipánico de la Policía de la Ciudad. Necesité canalizar su muerte por otro lugar. Hoy, ya no me dedico más a eso, pero me gustaría hacer algo relacionado con la inclusión, porque me pongo a pensar qué hace una persona discapacitada que vive sola. Hay muchas que hoy están en peligro. Ese es otro camino que probablemente encare”, anticipó.
Mariana dice que siente mucho orgullo por Ces, porque fue una madre y una hermana increíble. Además, asegura que -luego de pasar por todo lo que vivió por la ELA- la convirtió en un ejemplo de mujer.
“Le di todo mi amor, mi compañía y mi aceptación para todo lo que decidiera hacer. Fue el sello de amor más grande, porque las dos sabíamos que éramos incondicionales: si yo hubiera estado en esa situación, ella hubiera sido igual conmigo... sin dudarlo”, expresó e hizo hincapié en la importancia de escuchar al enfermo de ELA, de estar atento a todas sus necesidades y, sobre todo, de respetar cada una de sus decisiones.
“Se necesita mucha contención para enfrentar a esta enfermedad y poder acompañar al paciente. Hay que tener conocimiento de la ELA, pero sobre todo, tener esperanza, porque nunca sabés si la cura no está a la vuelta de la esquina o, si hay un tratamiento que la pueda detener. Lo que vivimos me regaló haber encontrado una conexión mágica y única donde el dolor se transformó en aprendizaje. El día que murió, sentí una flecha me atravesaba y me partía en dos. Con el tiempo, mi cuerpo se unió y hoy tengo la cicatriz que me recuerda -cada día de mi vida- nuestra vida juntas”, indicó.
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