Analía Ibáñez Sierra tenía el deseo de subir al cerro Pacuy, en la provincia de Salta, desde hacia varios años. Quería llegar a la cima para conocer la cruz de madera enclavada que marca el punto más alto de la colina, a casi 4.200 metros sobre el nivel del mar. A excepción del escenario, el desafío no era algo nuevo para ella: aprendió y empezó a practicar la actividad del montañismo en 2015, con el grupo de andinismo Club de Amigos de la Montaña. Y desde entonces logró ascensos incluso a alturas mayores.
Arregló para ir junto a Miguel, un amigo y compañero de escalada. Fijaron fecha para el 16 de agosto de 2020, aprovechando que por entonces en la provincia norteña ya estaba permitido el turismo interno. Tras examinar la ruta, chequear el clima, asegurar las provisiones necesarias y cumplir con todos los pasos de rigor previo a la expedición, “estaba preparada y motivada”, recuerda Analía en diálogo con Infobae.
El cerro Pacuy está localizado en el departamento Rosario de Lerma, a 10 kilómetros del pueblo de Ingeniero Maury y a unos 35 de la ciudad de Salta. Sus senderos combinan trayectos empinados y planos, subidas y bajadas y pasos por el filo entre pastizales, tierra y piedras. El tiempo estimado de ascenso y descenso es de alrededor de 15 horas.
“Hay dos modos de subir: uno es un camino largo desde Maury, que lleva más tiempo e implica acampar; y otro es corto, que es un desafío más deportivo y se hace en el día”, explica Analía, que tiene 47 años y es psicóloga y docente de la Universidad Católica de Salta. Junto a Miguel eligieron este último recorrido y salieron desde el paraje Chorrillos, a 2.100 m s. n. m. El trayecto desde allí hasta la cima es de poco más de 38 kilómetros ida y vuelta.
Empezaron a las 7 de la mañana del domingo 16. La subida transcurrió con normalidad. Durante la marcha, cada tanto se comunicaban para avisar su posición. Llegaron a la cumbre cerca de las 15. Se tomaron unas fotos y apreciaron la belleza paisajística del lugar.
Los problemas surgieron al regreso. Miguel venía unos metros adelante y guiaba el camino hasta que en un momento se dio cuenta de que había perdido la huella original.
—No reconozco el lugar, me parece que nos perdimos— le dijo a Analía.
Se fijaron entonces en el mapa de las aplicaciones de teléfono. “Para volver al punto donde nos habíamos desviado y retomar el sendero correcto, teníamos que pasar al otro lado de una quebrada”, relata la mujer. Eran las 18 y todavía los ayudaba la luz del día, aunque el cansancio comenzaba a apoderarse de las piernas.
Ambos observaron la pendiente menos profunda y decidieron cruzar por ese lugar. Tuvieron que lidiar con dos complicaciones: las piedras mojadas y resbaladizas, y la visibilidad reducida, ya que enseguida se hizo de noche. Alumbrando con la linternas, buscaron la pared menos alta para escalar y salir de la quebrada. Lo lograron aunque eso significó un desgaste mayúsculo. “Ahí agotamos el resto que necesitábamos para el descenso. Entramos a eso de las 19 y salimos a las 3 de la madrugada”.
Analía estaba exhausta por lo que planteó la posibilidad de descansar y continuar el regreso en el amanecer. Miguel, en cambio, todavía tenía resto físico y la alentó a seguir adelante. Avanzaron un poco más. Ya estaban en la senda por la que habían subido.
Al rato, ya sin fuerzas, la mujer se detuvo. Trató de acercarse a Miguel como pudo “para decirle que nos quedemos porque no daba más”, pero veía la luz de la linterna de su compañero alejarse cada vez más. De nada le servía gritar: se había levantado viento fuerte y no iba a escucharla. Para el colmo, su handy portátil se había quedado sin batería. Quiso hacer un paso cuando perdió el equilibrio por el cansancio y cayó varios metros por un barranco. Probablemente hayan sido unos diez, aunque no tiene la certeza de cuántos. Lo que sí sabe es que no fueron muchos, “porque sino no estaría contándolo”.
El accidente le provocó varias heridas: “Me golpee la cabeza, me quebré una costilla, me fisuré el esternón, tuve un edema óseo en una rodilla, también un golpe fuerte en un hombro”. Adolorida y totalmente agotada, Analía ya no podía caminar. Entonces se colocó en una posición que aseguraba su estabilidad, se subió la capucha de la campera, metió las manos en los bolsillos y se durmió.
Cuando Analía despertó unas horas más tarde, en el amanecer del lunes, aparecieron las alucinaciones: “Empecé a ver gente, una casa de campo, autos, cosas extrañas. Mi estado era estado de conmoción, tenía la conciencia alterada. Ni siquiera registraba que tenía puesta la mochila, donde llevaba comida, frutos secos, un botiquín”. A pesar de la confusión, cuenta que tenía la certeza de que la iban a ir a buscar. Pero las conductas erráticas la arrastraron a no seguir las recomendaciones para estos casos, como moverse y no permanecer en un lugar o no racionar el agua: se bebió toda la que llevaba en el camel.
Con las pocas energías que le quedaban, se levantó y empezó a caminar en dirección de las personas que veía en su mente. Había perdido los bastones y su celular se había apagado.
Pasó el lunes deambulando y al día siguiente comenzó a evidenciar signos de deshidratación. “Tenía mucha sed y no podía tragar saliva. Lo había intentado, pero sentí que me asfixiaba. Se me habían secado las paredes de la garganta”. Toda la jornada del martes se dedicó sólo a buscar agua. Ya había dejado de alucinar cuando se percató de la mochila, donde llevaba dos geles energéticos. Consumió uno y guardó el otro. También recordó que ese día tenía que tomar un examen: “Dentro mío pensaba ‘qué macana, voy a tener que avisar que no llego’”, recuerda.
La noche del martes fue lo más duro. El buzo, las dos camperas, el cuello término y toda la ropa que vestía no eran suficientes para contener el frío penetrante, con temperaturas por debajo de los cero grados. “Me tapé las piernas con la mochila y con pasto seco que junté. Esa noche me costó dormir. Me desperté dos veces y todavía no salía el sol. Estaba angustiada”. Ya de día, se cruzó con unas vacas y se les acercó. Allí había agua por lo que decidió no moverse más esperando que la encontrasen.
Mientras tanto, la búsqueda de Analía mantenía en vilo a la provincia desde el mismo momento en que Miguel hizo la denuncia, el lunes por la tarde. Efectivos de la Policía, Aviación Civil, Gendarmería, del Grupo Operativo de Rescate en Altura de Bomberos, montañistas, baqueanos y hasta enduristas y runners participaron de los rastrillajes. Finalmente, uno de los grupos de rescate la localizaron el miércoles por la tarde, alrededor de las 15.30. Víctor César Cruz, un baqueano que vive en medio de la Quebrada del Toro y está acostumbrados a caminar estas tierras fértiles para el pastoreo de su ganado, la encontró en una quebrada cerca del paraje El Alisal, a unos 3.600 m s. n. m.
De inmediato, se organizó un operativo para trasladarla. Surgió una dificultad: el helicóptero no podía aterrizar en esa zona. En consecuencia, los rescatistas la subieron a una camilla y la bajaron hasta un lugar llamado Corral Cuadrado. Pero para entonces ya era de noche y el helicóptero tampoco era opción: no tenía permiso para volar allí debido al horario. No había otra manera que no sea a pie.
Entre unas 50 personas alternaron la carga de la camilla y caminaron 15 kilómetros por sendas muy angostas -en tramos con espacio solo para una persona- en un terreno sinuoso. “Me iban hablando, no dejaban que me duerma. Hacía tanto frio que no se podía poner suero porque la vía se congelaba. Estaba envuelta en una bolsa de dormir y adentro me pusieron botellas con agua caliente”, repasa entre recuerdos escasos. Llegaron a la ambulancia que los esperaba en el llano a las 4 de la madrugada del día siguiente.
Analía estuvo cuatro días hospitalizada hasta que le dieron el alta y regresó al hogar que comparte con sus dos hijos de 15 y 19 años. Ese domingo por fin hizo cumbre. “Eso -explica- es lo que decimos cuando llegamos a casa”. La rehabilitación le llevó cerca de un mes.
Desde el otro ladro del teléfono, la montañista cuenta que recién ahora va recobrando la plena conciencia de lo que pasó. Dice que a partir de la experiencia aprendió “la importancia del presente, de darme cuenta de que tengo lo que necesito”. También revela que en algún momento se le cruzó por la cabeza abandonar la actividad. Pero tras meditarlo decidió “hacer montaña hasta que pueda”.
Por eso mismo este fin de semana, a un año del extravío, aceptó la invitación del Club de Amigos de la Montaña que integra y ascendió hasta el campamento base del cerro Negro, cerca de San Antonio de los Cobres. Se trata de un lugar icónico en su vida: fue su primer alta montaña cuando finalizó el curso de montañismo allá por 2015.
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