“Disculpá la palabra, pero cagaba y me mojaba el culo porque estábamos entre cuatro chapas”. Del otro lado de la pantalla, Cristian Martínez pasará de la emoción a la bronca, de la bronca al orgullo, del orgullo a la tristeza, de la tristeza a la esperanza, y de la esperanza nuevamente a la emoción. Su vida, relatada por él mismo, contiene suficientes argumentos para sostener brillante ese mapa de victorias y fracasos.
“Tengo 39 años y soy el mayor de once hermanos. Nos criamos muy pobres, con piso de tierra. He visto a mi vieja laburar desde siempre, cargar maples de huevo, limpiar casas ajenas, lavar ropa para gente de otros barrios... y con mucho esfuerzo nos fue criando”, cuenta.
Su madre se llama Graciela y pronto ella también aparece al otro lado de la pantalla, cuando pasa detrás de su hijo para buscar unas llaves. “Saludá, vieja”, dice Cristian. Graciela saluda, sonríe. Aprovecho la ocasión:
-¿Cómo era Cristian de chico?
-Rebelde, no me lo quería nadie. Me echaban de todos lados con éste.
-¿Echaban a los once hijos por los líos de Cristian?
-¡Sí, a todos! Mi familia decía: “¡uy, ahí viene la Graciela con Cristian!”.
Cristian se ríe. “Era quilombero”, confiesa, y dice que si no hubiera sido por su madre, nunca hubiera cambiado. “En su momento, cuando era chico, renegué por no tener para comer o por ver a mi vieja llorar por no saber qué me iba a dar de comer al otro día. Eso me causó un gran dolor por dentro, pero hoy entendí que fue lo necesario para entender al que necesita, ¿no?”, dice.
Esa nueva etapa de la que habla la ejerce cada día en la Presidente de La Sociedad de Fomento Federal Del Oeste, en Morón, un espacio casi abandonado hasta hace tres años, cuando él juntó firmas y se puso al frente de la reconstrucción. Hoy el espacio funciona con escuela de oficios tradicionales y digitales, es además un hub de emprendimientos sociales, y un comercio accesible para muchos. Pero antes de llegar a este punto, Cristian tuvo que convertirse en el que es.
“Hasta alrededor de mis siete años fuimos medio nómades. Primero vivimos en Marcos Paz, después vivimos en Villa Mariló, después en Moreno, y recién después llegamos a Morón, donde vivo hoy. Mi viejo era un tipo muy mujeriego. Generalmente no estaba en casa, venía y estaba un tiempo, embarazaba a mi vieja, y se iba. Digamos que generalmente en los barrios humildes pasa eso, no se toma conciencia del cuidado. Y bueno, mi vieja nos ama y salimos adelante, pero en su momento la pasó muy mal”, cuenta.
“En el 2001, cuando estalló todo, mi vieja puso un comedor comunitario y le daba de comer a los pibes del barrio. Íbamos a manguear al mercado central, y después llegábamos a casa y limpiábamos la verdura, la fruta… Mi vieja siempre dió, o sea, yo no entendía eso, ¿viste? Yo decía: ‘vieja, pero si no tenemos para nosotros, ¿cómo carajo vas a sacar de tu alacena un arroz para darlo?’. Y nunca lo entendí, nunca lo entendí”, dice.
Un día, a sus diez años, acompañó a un lugar a su madre. Caminaron cerca de treinta cuadras y llegaron a lo de una señora. Llevaban una bolsa que cargaban entre los dos, una manija cada uno. Al llegar, la señora salió y abrazó a su madre. Le dieron la mercadería y se fueron. Unas cuadras después, se largó a llover torrencialmente. Graciela buscó en su monedero, pero no tenía con qué pagar el coelctivo. Cristian se puso a llorar y se enojó, las dos cosas a la vez.
“¡Tenía una bronca! Y me acuerdo que le pregunté a mi vieja por qué hacíamos eso si a nosotros no nos sobraba. Y mi vieja me dijo: ‘Mirá, ella no tiene a nadie, vos al menos me tenés a mí. Siempre uno puede dar una mano al que más lo necesita’”, relata.
Conforme fue creciendo, Cristian fue ganando sus primeros pesos. Trabajó un tiempo con su padre como botellero. “El botellero es el que va en el carro y el caballo y se lleva las latas, se lleva las botellas, se lleva el cartón… Como el cartonero pero hace veinte años. El cartonero no se conocía en ese entonces. El botellero te lleva desde una heladera hasta escombros de tu casa o ramas que vos cortaste de un árbol y no tenés dónde tirarlas”, explica.
Después quiso independizarse y comenzó su propio negocio. “Vivíamos en Villa Mariló, era un barrio muy heavy, y yo dije: ‘bueno, ¿qué puedo vender acá?’ Y compré los sachets de shampoo, los chiquititos. Yo entendía que la gente quizás no podía comprar el shampoo grande, pero sí podía comprar el chiquito para higienizarse. Esa fue una de mis primeras pruebas, y empecé a laburar, y laburé muy bien. Después contraté a otro chico y trabajabamos los dos. Salía el sachecito a morir. Costaba veinticinco centavos el shampoo y veinticinco centavos la crema, y por cincuenta centavos tenías los dos”.
Siguió buscando su camino. Trabajó de albañil, carpintero, fue cortador de pasto, limpiador de piletas, mecánico, pintor. Hasta que tomó una decisión que le cambió la vida: estudiar para reparador de electrónica y PC. “A partir de ahí llegué a tener cuatro locales de electrónica, empezamos a crecer, laburé ocho años con eso. Hasta que después con el tema de los robos fue muy difícil sostenerlo porque un día entraron y le robaron a mi señora, la metieron adentro, le apuntaron con un arma. En otra oportunidad apuñalaron a mi hermano, en otra oportunidad me robaron a mí y me golpearon también. Entonces sinceramente era muy difícil sostenerlo y cerramos. Pero ese curso que hice cambió todo”, asegura.
No se equivoca: aunque en ese momento no lo sabía, en el futuro la enseñanza de oficios digitales sería el punto de quiebre de muchas más vidas como la suya. Y aunque pareciera que la preocupación principal de Cristian es el futuro, siempre antes piensa en su pasado y en su madre.
“Mi vieja me enseñó una filosofía de vida: siempre hay alguien que necesita, siempre hay alguien que si te ponés a ver, encontrás cómo ayudarlo. Si no fuera por ella, ni el colegio hubiera terminado. Recuerdo ir al colegio muchas veces con una bolsita y dos lápices y un cuaderno. O ir al colegio con una zapatilla que te había regalado un político, que le ponía el nombre”, dice.
-¿Recordás alguna de esas zapatillas? ¿Qué nombre tenían?
-Sí. Menem, Ruckauf…. Y eso me demostró lo lejos que está la política de entender la necesidad de los vecinos. No entienden, es otro mundo, totalmente diferente.
-¿Qué pensabas al ver el nombre de un político en tus zapatillas? ¿Qué pasaba por tu cabeza? ¿Entendías?
-Sí, entendía. Esto te lo digo de todo corazón porque me lo acuerdo patente. Yo decía: “qué hijos de puta”. Todos mis compañeros tenían que ver que yo era sumamente pobre y que mis viejos no podían poner unas zapatillas en mis pies. Y a esto me llevaron esos hijos de puta, ¿no? Y encima me cosificaban, porque me daban la zapatilla y yo la usaba porque no tenía otra cosa. Entonces por mucho tiempo, por muchos años, odié la política, porque aparte la política utilizó a mi vieja. Mi vieja hizo muchísimo laburo social, muchísimo, un baldío lleno de mugre transformarlo en una plaza, recuperar mujeres víctimas de violencia de género cuando nadie hablaba de violencia de género, cuando ibas a la comisaría y los milicos se hacían los boludos... O sea, desde ese momento mi vieja ya laburaba comprometida con lo social y venían de la política y le decían: “juntame gente”, “vamos a una marcha, te doy tres bolsones de comida”… Entonces, la verdad que siempre me crié odiando la política. Pero hace unos años entendí que tenía que participar si quería un cambio. Y me involucré desde distintos lugares pero siempre haciendo lo social. Y muchas veces no soy bien visto porque puteo a la política.
La reconstrucción
En la puerta de la sociedad de fomento hay, en la vereda, una huerta comunitaria. Contra los pronósticos que le dijeron, la gente pasa por ahí y no roba nada ni la destruye. Junto a una de las paredes del edificio hay también un perchero con un cartel que anuncia: “esta ropa se dona”. Está ahí para ofrecer abrigo a quienes pasan frío. Junto al perchero, un almacén comunitario: Cristian arregló con empresas para comprar productos a bajo costo y los ofrece en el barrio a un precio mucho menor a los habituales.
Ya dentro de la sociedad, lo primero que se ve es el aula que armaron hace unos meses. Hay varias mesas, un televisor, un aire acondicionado, y un banner que dice “Potrero Digital”. Es el nombre que dieron a la escuela. Allí, decenas de chicos de Morón se forman de manera gratutita en distintas disciplinas digitales. Además, en los otros espacios se brindan cursos de oficios tradicionales.
“Ya capacitamos 160 panaderos, tenemos barberos que formamos, peluqueros, tenemos técnicos en reparación de PC, community managers, gente laburando manejando las redes de Grido, de Vía Bana, en Mercado Libre… Tenemos el proyecto con Grido y Vía Bana de las heladerías sociales: la gente puede abrir una heladería en su casa y puede tener una salida laboral. Buscamos ir dando alternativas. Los cursos son gratuitos, hay algunos que tienen un costo social, pero la mayoría son gratuitos”, explica.
-¿Qué de todo esto te hace más feliz?
-Que hoy los pibes en lugar de ser vendedores ambulantes, en lugar de ser botelleros o cartoneros, les están mostrando incluso a sus propios padres la faceta de lo digital. Y les están mostrando que laburando desde su casa pueden cobrar 70 lucas ponele. Y el padre se dobló las rodillas toda la vida o tuvo que salir a cartonear. Entonces, se trata de cambiarles el chip a las personas, mostrarles que se puede. Hay un potencial enorme en los barrios. Hay pibes que solamente están esperando una oportunidad, y yo trato de enseñarles que se abran a esas oportunidades. Como mi vieja lo intentó por mí.
-Te emociona hablar de tu vieja.
-Sí, me emociona mucho porque entiendo lo que pasó con nosotros, y la admiro porque no se quebró pese a todas las dificultades. Mi vieja me enseñó que te van a poner palos en las ruedas, pero tenés que levantar la carreta y arrastrarla, nada va a ser fácil, nadie te va a regalar nada, pero igual en el camino vas a encontrar mucha gente que va a compartir tus ideales, o tus sueños, y también se puede sumar.
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