José de San Martín era gobernador de Cuyo desde 1814. Desde mucho antes tenía su estrategia trazada: cruzar los Andes, liberar Chile y apuntar a Perú, porque en Lima estaba el poderío de los godos y los no pocos americanos que apoyaban su causa.
Cuando se acercaba el invierno de 1816, todavía el Congreso de Tucumán no había declarado la Independencia, que era un requisito fundamental para poder empezar la hazaña. Por entonces, el Plumerillo era una base militar potente. El Libertador tenía todo lo necesario, pero ¿cómo encarar el cruce de la cordillera con seis mil hombres, diez mil mulas, mil seiscientos caballos, más comida para la tropa, comida para los animales, cañones, municiones y un hospital capaz de asistir a los heridos cuando llegaran las batallas?
-Lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar esos inmensos montes –le escribió San Martín a su amigo Tomás Guido en una carta fechada el 14 de junio de ese 1816. Tenía 38 años, 25 de los cuales los dedicó a pelear por causas en las que creyó y que desafiaban a los poderes absolutistas.
Un mes antes, Juan Martín de Pueyrredón había asumido al frente de las Provincias Unidas del Río de la Plata y eso podía resultar una buena noticia. Sin embargo, en la carta a Tomás Guido, San Martín es claro: “El tiempo me falta para todo, el dinero ídem, la salud mala, pero así vamos tirando hasta la tremenda”.
Hacía dos años que había empezado con úlceras gastrointestinales. Los vómitos de sangre coincidieron con “el desastre de Rancagua”, cuando los patriotas al mando de Bernardo O’Higgins fueron derrotados por los realistas en la batalla acontecida entre el 1° y el 2 de octubre de ese 1814. Eso resultó un vuelco decisivo ya que Chile quedaba en manos de la reciente restauración monárquica de Fernando VII.
Una parte de los patriotas chilenos quedó en su territorio para dar la lucha guerrillera, en minoría de fuerzas, contra el ejército español. Al frente estaba José Miguel Carrera, quien había presidido la junta revolucionaria que había destituido el absolutismo español en 1812. Carrera hizo “la guerra de zapa” después de Rancagua y lo hizo a tono de sus contactos con San Martín.
En cambio, tras aquella derrota de principios de 1814, Bernardo O’Higgins logró romper el cerco, cruzar la cordillera y junto con él lo hicieron una buena parte de sus soldados y oficiales que luego tendrían una participación muy significativa en el Ejército de los Andes.
Días después de Rancagua, el párroco de San Rafael, primer sacerdote y a la vez lonko (cacique) pehuenche-mapuche Francisco Inalikang comienza un intercambio de mensajes con San Martín para sumar fuerzas a la causa. El padre de Inalikang había sido aliado de Ambrosio O’Higgins, padre de Bernardo, y fue por esa relación que Francisco se formó en un colegio de curas del lado chileno. Se sabe que, para los indígenas, la cordillera era su territorio, su hábitat, su “patria” para la versión de la cultura europea.
Muchos caciques y muchos indígenas
Si hay un dato a resaltar sobre cómo encaraba San Martín el vínculo con los mapuches-pehuenches es que el primer parlamento del Libertador con medio centenar de caciques no lo tuvo en el Cuartel General de Mendoza con la visita de éstos sino que fue San Martín quien se desplazó hasta el viejo Fuerte de San Carlos, ubicado a casi 200 kilómetros del Plumerillo, donde estaba la mayoría de los caciques.
El escenario adverso del otro lado de la cordillera redoblaba la apuesta del Cruce de los Andes. La operación militar requería un secreto difícil de guardar dada la magnitud de la campaña. San Martín supo que los pehuenches tenían muchas virtudes favorables para ser parte decisiva.
Una clave era que “nada pasaba en la cordillera sin que los supieran los pehuenches”. Ahí vivían, en los valles criaban sus caballadas, las mudaban de acuerdo con la estación, así como sus campamentos y sabían dónde había postas, ranchos y acantonamientos militares.
San Martín, pasados casi dos años de aquellos primeros encuentros, consolidaba el vínculo con los indígenas y enviaba a Juan Martín de Pueyrredón una carta que pone de relieve varios asuntos: el jefe del Ejército de los Andes era un militar profesional de sólida formación, un estratega estudioso y audaz y, al mismo tiempo, un revolucionario que creía en la igualdad de los seres humanos. El mensaje, fechado el 10 de septiembre de 1816, cuatro meses antes de iniciar la travesía, decía, entre otras cosas:
“He creído del mayor interés tener un parlamento general con los indios pehuenches, con doble objeto, primero, el que si se verifica la expedición a Chile, me permitan el paso por sus tierras; y segundo, el que auxilien al ejército con ganados, caballadas y demás que esté a sus alcances, a los precios o cambios que se estipularán: al efecto se hallan reunidos en el “Fuerte de San Carlos” el Gobernador Necuñan y demás caciques, por lo que me veo en la necesidad de ponerme hoy en marcha para aquel destino”.
Era el mismo fuerte en el que se había reunido dos años antes con Francisco Inalikang, el jefe mapuche ordenado sacerdote.
En esta oportunidad, el parlamento duró una semana y asistió medio centenar de caciques.
En las conversaciones posteriores que San Martín sostuvo con el general inglés William Miller –que fue oficial del Ejército de los Andes-, el Libertador le cuenta a su amigo británico algunas apreciaciones sobre las características de esos pehuenches y algunas semblanzas sobre lo sucedido en esos encuentros.
Las crónicas de Miller fueron publicadas en Londres en 1828 y San Martín jamás desmintió nada de lo publicado por su amigo.
-El día señalado para el parlamento a las ocho de la mañana empezaron a entrar al fuerte cada cacique por separado con sus hombres de guerra, y las mujeres y niños a retaguardia. Los primeros con el pelo suelto, desnudos de medio cuerpo para arriba y pintados hombres y caballos de diferentes colores; es decir, en el estado en que se ponen para pelear con sus enemigos. Cada cacique y sus tropas debían ser precedidos -y esta es una prerrogativa que no perdonan jamás porque creen que es un honor que debe hacérseles- por una partida de caballería de cristianos, tirando tiros en su obsequio. Al llegar a la explanada, las mujeres y niños se separan a un lado, y empiezan a escaramucear al gran galope y otros a hacer bailar sus caballos de un modo sorprendente. El fuerte tiraba cada seis minutos un tiro de Cañón, lo que celebraban golpeándose la boca, y dando espantosos gritos; un cuarto de hora duraba esta especie de torneo, y retirándose donde se hallaban sus mujeres, se mantenían formados, volviéndose a comenzar la misma maniobra que la anterior por otra nueva tribu.
Eran los dueños del país
La ceremonia conjunta tenía para San Martín un destino que no era utilitario, sino que expresa el sentido mismo de una campaña libertaria. Además de sellar la amistad, el jefe del Ejército de los Andes, les pide que se les permitiera el paso por los territorios de los pehuenches, a quienes llama los “dueños del país”. San Martín les hablaba en español, los pehuenches lo hacían en mapudungun, la lengua de los mapuches.
Antes de que finalizara aquel año 1816, los caciques devolvieron la visita en el Plumerillo. Jugarían un papel muy importante en desinformar a las tropas realistas que estaban tanto en Santiago de Chile como en expediciones hacia la cordillera, advertidos de que el Ejército de los Andes no daría marcha atrás en su cometido.
Los miles de hombres que integraban esa aventura eran de distintas provincias, con gran participación de cuyanos, con granaderos que venían de las primeras unidades creadas por San Martín en 1812, así como por muchísimos chilenos que querían ver a su patria liberada, muchos criollos y otros de origen pehuenche-mapuche.
Y un dato relevante. En tanto gobernador de Cuyo, San Martín decretó la libertad de los esclavos que se incorporaran a filas. Hasta entonces, la tradición de la formación de unidades de “pardos y morenos” era que sus dueños los prestaran o entregaran a los jefes militares a esos esclavos, lo que no significaba su libertad.
El papel de los baqueanos
Los baqueanos habían relevado los pasos. Sabían que el agua, tanto para la tropa como para los caballos y las mulas, estaba garantizadas por las limpias corrientes del río Los Patos –en el paso homónimo, desde San Juan- y del Mendoza –en el paso de Uspallata-, que fueron los dos pasos principales, así como los numerosos cursos de agua que bajan hacia ambos lados de la cordillera. La relojería de las maniobras no podía fallar.
El 18 de enero salió del campamento la columna encabezada por el general Juan Gregorio de Las Heras, quien comenzaría el Cruce de los Andes el 2 de febrero. Las tropas dirigidas por San Martín partieron al día siguiente de los hombres al mando de Las Heras. El 24 de enero partieron los últimos soldados desde El Plumerillo.
Tres años de preparación, con miles y miles de involucrados que quedaban en Cuyo augurando el éxito de la aventura. Tres años de preparación donde la información podía haberse filtrado de mil maneras. Las maniobras de espionaje y desinformación en ese tiempo habían sido un asunto clave que manejaba San Martín con su larga experiencia en las guerras contra Napoleón y con la confianza que se había ganado desde su regreso a tierras americanas.
Combates en el cruce
Las fuerzas patriotas, sin embargo, en el cruce tuvieron combates con los realistas. En el caso de las tropas de Las Heras, a seis días de la partida, cuando estaban acampadas en Uspallata, un pequeño destacamento adelantado ubicado en Picheuta fue atacado por sorpresa por los realistas. El jefe español Francisco Marcó del Pont tenía ya un millar de hombres reunidos para presentar combate y envió a más de 200 para encontrar y hostigar a la columna de Las Heras. El enfrentamiento les permitió a los españoles tomar siete prisioneros. Otros siete volvieron y contaron lo sucedido. El general Las Heras envió un grupo de hombres que logró dar alcance a los realistas y el 25 de enero combatieron en Los Potrerillos. La avanzada española logró rebasar la cumbre de los Andes y dar aviso a Marcó del Pont.
El secreto se había perdido a medias. Pero Marcó del Pont no había logrado reunir hombres y logística capaz de hacer frente a la magnitud y capacidad del Ejército de los Andes.
La llegada era, quizá, más importante que la partida: debían reunirse el 8 de febrero en el Valle del Putaendo. Allí un grupo de patriotas, con arrieros y conocedores del terreno, mantenían contacto con San Martín desde antes y durante la travesía.
Amplitudes térmicas de más de 30 grados, con temperaturas bajo cero en la noche y calores intensos en el día, marcha a pie para los infantes, a lomo de mula para los jinetes cuyos caballos criollos iban sin montar para poder estar prestos a la hora de la batalla, que sería inminente una vez del otro lado.
Las columnas llevaban la bandera del Ejército de los Andes, porque sin desairar la bandera creada por Manuel Belgrano, San Martín veía necesario un estandarte que expresara la unidad sudamericana, tal como se había proclamado la Independencia en Tucumán meses atrás. Una vez cruzada la cordillera se agregaba la bandera chilena, un símbolo de identidad para quienes protagonizaban las luchas civiles y guerrilleras en ese territorio.
No solo los elementos políticos e identitarios estaban contemplados: suficiente comida para los soldados y también de los animales, porque parte de las pasturas debían ir a lomo de mula por la insuficiencia de pastos en muchos tramos del cruce, atención para detectar eventuales patrullas realistas si las maniobras de desinformación fracasaban y los españoles se atrevían a salirles al cruce.
El cronograma se cumplió. Efectivamente, como estaba planeado, el 8 de febrero se encontraron y al día siguiente montaron campamento a pocos kilómetros del Valle de Putaendo. San Martín y su estado mayor tenían ojos y oídos en el Valle del Aconcagua: la información de primera mano de patriotas chilenos indios y criollos les permitió decidir el día y la hora para presentar batalla al ejército realista que los esperaba con datos mucho menos precisos.
La victoria de Chacabuco
El 12 de febrero, temprano en la mañana comenzó la batalla de Chacabuco. A las dos de la tarde había terminado. San Martín, ese mismo día, escribe una carta a Juan Martín de Pueyrredón que debía salir de allí y llegar cuanto antes a Mendoza para desde allí hacer la travesía a Buenos Aires.
“Excelentísimo Señor: Una división de mil ochocientos hombres del ejército de Chile acaba de ser destrozada en los llanos de Chacabuco por el ejército de mi mando en la tarde de hoy. Seiscientos prisioneros entre ellos treinta oficiales, cuatrocientos cincuenta muertos y una bandera que tengo el honor de dirigir es el resultado de esta jornada feliz con más de mil fusiles y dos cañones. La premura del tiempo no me permite extenderme en detalles, que remitiré lo más breve que me sea posible: en el entretanto, debo decir a V. E., que no hay expresiones como ponderar la bravura de estas tropas: nuestra pérdida no alcanza a cien hombres”.
“Estoy sumamente reconocido a la brillante conducta, valor y conocimientos de los señores brigadieres don Miguel Soler y don Bernardo O’Higgins”.
“Dios guarde a V. E. muchos años”.
“Cuartel general de Chacabuco en el campo de batalla, 12 de febrero de 1817”.
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